domingo, 19 de abril de 2009

Teoría de la ficción


Carmen Fernández Galán


Del texto al contexto: del Estructuralismo
al Postestructuralismo


La función de la crítica literaria no se limita a emitir juicios sobre las obras para integrarlas en el canon de “universalidad”, la crítica debe apuntar a problematizar tanto las categorías de la historia literaria como los conceptos de la teoría del lenguaje. En este sentido los textos, como señala Roland Barthes son un campo metodológico, hipótesis sobre la infinitud del lenguaje.

Se podría afirmar que en el ámbito de la crítica hubo un cambio de paradigma impulsado por el ideal de objetividad que la lingüística había alcanzado a inicios del siglo XX, así en contraste con la crítica romántica, historicista o de autor de siglo XIX, hubo un intento de sistematizar los estudios sobre la literatura primero por los formalistas rusos y luego por el new criticism norteamericano. Sin embargo el ideal de objetividad condujo a un estudio inmanentista de la literatura que relegó algunos de sus aspectos esenciales como el de la ficcionalidad. A pesar de que el estructuralismo fuerte o semiótica greimasiana intenta constituirse en una teoría de la significación que abarcaría el fenómeno del significado y que permitía dar el salto de la semántica lingüística a la semántica discursiva para explicar el mecanismo de los textos como un proceso generativo, se siguió relegando el factor contextual, ya que se consideró a los textos como mecanismos cerrados; una consecuencia de esta propuesta semiótica que podría aplicarse a todo tipo de textos, es que la especificidad de los mismos era puesta en duda, es decir, ya no se podía distinguir entre un texto literario y uno no literario.

La teoría de la ficción estuvo marginada tanto por parte de los teóricos de la literatura como por la filosofía analítica. Los primeros porque al poner énfasis en las estructuras o artificios del texto marginaron todo aspecto extratextual y con ello la dimensión referencial del texto y cualquier tema sobre la representación, y los filósofos analíticos porque en su búsqueda del rigor del lenguaje excluyeron los enunciados de ficción a los que consideraron pseudoaseveraciones porque carecen de referente y no pueden calificarse como verdaderos o falsos.

El posestructuralismo reaccionó en contra del estructuralismo clásico y evidenció la naturaleza fluctuante de la significación, mientras que los enfoques pragmáticos en filosofía retomarían la discusión sobre el estatus y funciones de la ficción. Así, los filósofos del lenguaje ordinario (Wittgenstein, Austin, Grice) demostraron que un misma proposición puede ser verdadera o falsa atendiendo al contexto de enunciación, y que no existen referentes sino usos referenciales por lo que el significado puede variar infinitamente, además frente a la falacia descriptiva afirmaron que casi todas nuestras enunciaciones son elípticas o agramaticales y la mayoría de la información la inferimos por nuestro conocimiento de mundo y por la voluntad de entendernos, lo que Grice llama “principio de cooperación” y que posteriormente sería muy cuestionado por los estudios comparados de la cultura.

Actualmente existen dos grandes enfoques en torno a la ficción, uno externo que considera a la ficción como práctica referencial marginal y que los hechos de la imaginación carecen de valor de verdad, y otro interno que trata de construir modelos de la comprensión que tiene el usuario de la ficción que requiere de un sistema de inferencias que relacione ciertos pasajes con un marco de referencia extratextual. (1)

En la teoría de la ficción considerada desde su aspecto representacional se conjuntan la reflexión lingüística y el análisis literario, sin dejar de lado los vínculos entre la literatura y otros sistemas culturales, que permiten considerar su función y su especificidad en cuanto a forma de comunicación de tradición esencialmente escrita. El ámbito ficcional abarca problemas como el de la demarcación o los límites entre ficción y no-ficción que conducen necesariamente a la discusión del estatus ontológico de los seres de ficción, pero que sin un marco cultural y fático que de cuenta de las convenciones y la función de la ficción, puede llevar a discusiones interminables.

El tipo de existencia o estatus ontológico
de los personajes de ficción

Entre los filósofos analíticos se desató una larga polémica que comenzó con la afirmación de Russell de que los nombres no corresponden a entes reales y a nadie denotan, por lo tanto, cualquier proposición sobre ellos es falsa. Esta polémica a rodeos innecesarios en torno a la ficción: que si las proposiciones de ficción no son ni verdaderas ni falsas, que el escritor se refiere a un nombre y no a un ser existente, que la referencia se halla en el libro, que las obras de ficción se identifican a partir de los usos ilocucionarios del autor, que la existencia se supedita a la fábula no al mundo real, que se deben usar diferentes estándares de verdad como el de la ficción y el de la realidad, etcétera, pero siempre se esquivó o se trató de manera superficial el aspecto representacional.

Al personaje de ficción se le construye esencialmente desde la denominación más que por sus propiedades, porque puede haber personajes de ficción caracterizados hasta por su falta de caracterización, recuérdese Esperando a Godot, u otros personajes que se definen por no tener propiedades; incluso si un ente de ficción cuestiona su existencia, como en Niebla de Unamuno, es existente. Lo fundamental es el nombre propio que por su naturaleza indexical funciona como designador rígido, así no hay diferencia entre nombres propios y nombres de ficción, y si un nombre conduce a un bloqueo referencial estamos ante un ser no existente, pero esta estrategia de bloqueo es un estrategia para crear entes de ficción aunque siempre enmarcados en un mundo posible, ocurre sin embargo que algunos entes de ficción tienen una existencia exterior a las obras que habitan, como el Quijote, lo que problematiza su estatus ontológico, pues habita varios textos o mundos, la discusión se plantea entonces en términos dialógicos o de intertextualidad, de escrituras que remiten a otra escritura.

En la ficción no importa el paso del significado a la referencia, ya que la forma de construcción de personajes y escenarios siempre es incompleta o parcial, el lector debe completar la representación propuesta por la narración y por lo tanto “lo representado por el autor y por el lector no tiene que coincidir” (2) y “[…] los personajes literarios siempre incompletos no perderían su objetividad a pesar de ser accidentalmente subjetivos.” (3)

Respecto a los seres con intensión pero sin extensión, como los unicornios o centauros, su existencia no puede ser explicada fuera del contexto histórico y las tradiciones mitológicas donde cobraban sentido y que perdieron eficacia simbólica. Por otra parte, la mitología está íntimamente relacionada con el origen de la propia literatura. El mito como relato en las tradiciones orales implica memoria y repetición, poesía y canto que deviene escritura: “La literatura nace del mito con la misma naturalidad con que los sueños nacen de la vigilia.” (4) Por lo tanto la literatura resguarda los ecos del mito. La memoria como trama de la temporalidad es atravesada por la experiencia del lenguaje, pues la única forma de contener el tiempo que fluye es la representación.

La demarcación: los límites
entre ficción y no ficción

Para algunos autores no hay diferencia ontológica entre ficción y no ficción; esta cercanía preocupa a los filósofos mientras que a los escritores fascina, Las ruinas circulares de Borges son un ejemplo de esta proximidad que en ocasiones lleva a pensar que también nosotros estamos siendo soñados o creados por alguien. En Borges y yo el autor se construye a sí mismo paradójicamente como ser histórico y de ficción a la vez, ya que la voz narrativa en primera persona asume el papel de Borges-personaje mientras el otro Borges lo escribe como narrador lo que crea un efecto especular, y un espejo frente a otro proyecta el infinito.

Ningún mundo posible es totalmente autónomo del mundo real, aunque existen diferencias de grado en cuanto al uso de referencias extratextuales (contenido histórico, autobiográfico, novela histórica), marcadas por convenciones. El realismo como movimiento literario con grandes pretensiones miméticas ha sido el punto de partida de varios autores. Roland Barthes realizó en S/Z un estudio de un texto clásico del realismo francés para negarle posteriormente su posición dentro del realismo por la multiplicidad de lecturas que demostró admitía, además demostró la falacia del realismo evidenciada por Flaubert: su pretensión de verdad y el desconocimiento de los procesos de significación, ya que aunque creía representar la realidad, la interpretaban. Estas reflexiones no sólo tendrían consecuencias dentro de la historia literaria, también en la teoría del lenguaje: ante el texto plural Barthes postula entonces la muerte del autor y el nacimiento del lector. De igual manera las reflexiones de Pavel sobre el destino de los mitos que devienen ficciones en tanto los sistemas de creencias se desplazan, y de Tomás Albaladejo sobre la semántica de la narración, parten del realismo. (5)

La referencialidad implica necesariamente una reflexión sobre el concepto de mimesis, que no es simple imitación de la realidad, sino poesis, imitación creativa. Retomando a Aristóteles, Ricoeur sostiene que la mimesis es una reduplicación de la realidad, una metáfora de la misma. Quizá la diferencia entre historia y ficción es que la primera es imaginación reproductiva y la segunda, imaginación productiva:"Las ficciones reorganizan el mundo en función de las obras y esas obras en función del mundo". (6)

Una obra literaria no es autorreferencial solamente, según afirmaba Jakobson, es más bien una obra con una referencia desdoblada, siempre hay referentes, y el carácter de escritura que permite a un texto traspasar tiempo y espacio conduce a la infinita recontextualización, a la infinita interpretación, los referentes se deslizan también en el tiempo y son atribuciones de los lectores.

NOTAS

(1) Cfr. Thomas G. Pavel, Mundos de ficción, Monte Ávila, Caracas, 11995, p. 29.
(2) Rosa Krauze de Kolteniuk, Los seres imaginarios. Ficción y verdad en literatura, Universidad de la Ciudad de México, México, 2003, p. 93.
(3) Ibid, p. 94.
(4) Francisco José Ramos, “Tiempo y mito,” en: A. Ortiz.Osés y P. Lanceros, (dir.), Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2001, p. 780
(5) Albaladejo, Tomás, Semántica de la narración: la ficción realista, Taurus, Madrid, 1992
(6) Krauze, op. cit., p. 93.

sábado, 11 de abril de 2009

Los cuatro Sentidos Hermenéuticos en "Los muertos" de James Joyce


Gonzalo Lizardo



Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las más amargas querellas entre obispos, teólogos y predicadores se produjeron al discutir si los feligreses debían aceptar las Sagradas Escrituras sólo en su sentido literal —único y unívoco— o permitir que exploraran su sentido alegórico —múltiple y equívoco. Aunque la primera facción se impuso muy pronto —por cuestiones políticas que no vienen al caso— tuvieron que pasar once siglos casi para que la Iglesia Cristiana elaborara un sistema interpretativo —más coherente que completo— basado no en dos, sino en cuatro sensus hermenéuticos. De acuerdo con la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino, cuando leemos un texto —tanto los libros sagrados del cristianismo como los tratados aristotélicos, los mitos clásicos o los poemas paganos— debemos establecer en primera instancia un sensus litteralis —un sentido literal discernido por métodos filológicos— seguido por un sensus spiritualis —un sentido espiritual que depende completamente del primero y que se compone por un sentido alegórico, un sentido ético y un sentido anagógico (1).

Siete siglos más debieron transcurrir para que este principio tomista de múltiple interpretación fuese aplicado en provecho de la literatura. Tuvo que ser un irlandés, instruido en los rigores jesuíticos y aislado de las incipientes vanguardias que agitaban el continente europeo, quien recurriese a «una o dos ideas de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino» (2) para redefinir la función del arte y la naturaleza de la emoción estética. En el capítulo V de su novela Retrato del artista adolescente, James Joyce, por boca de su personaje Stephen Dedalus, manifiesta que el arte «despierta, o debería despertar, induce, o debería inducir, una stasis estética, una piedad ideal o un ideal terror» (3). Antes, había definido la Piedad como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos y lo une con el ser paciente» y el Terror como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con la causa secreta» (4). En consecuencia, podría demostrarse que el lector debe alcanzar esa stasis en cuanto descifra, mediante una epifanía, el sentido anagógico de una obra estética.

Para iluminar esa hipótesis, podríamos releer «Los muertos», el último cuento de Dublineses: una novela corta, con apariencia realista, que cifra detrás de cada objeto, cada gesto o palabra, una apretada urdimbre simbólica. «Los muertos» no parece, en su sentido literal, sino la costumbrista descripción de una fiesta de Epifanía: una cena con pavo, canciones y bailes, que reúne como cada año a los familiares y amigos de las señoritas Morkan; un montón de personajes que parecen representar, en un sentido metafórico, a la sociedad irlandesa en su conjunto —con todos sus prejuicios, traumas y clichés. Conforme transcurren las páginas, estos animados personajes van revelando poco a poco su lado muerto —sus ilusiones perdidas, sus fracasos vitales, su parálisis intelectual, su lenguaje vacío—, al tiempo que su plática va invocando a aquellos «grandes hombres y mujeres muertos y pasados cuya fama el mundo no dejará morir fácilmente», como lo expresa el protagonista, Gabriel Conroy. Ante la vitalidad de estos muertos convocados por la memoria, palidecen los vivos convocados por el banquete.

En un sentido moral, el cuento denuncia la parálisis —esa simbólica muerte— que paraliza la voluntad de los vivos, y la importancia casi supersticiosa que le otorgamos a los hombres y los tiempos muertos, de tal modo que en ocasiones la imagen de un cadáver puede anular la de un ser presente: al menos así ocurre cuando Gabriel corteja a su esposa Greta en el hotel, y ella lo desdeña, adolorida por el recuerdo de Michael Furey —ese novio suyo que se dejó morir por amor a ella. En principio, Gabriel siente celos, decepción, furia por saber que su esposa fue amada por otro hombre. Esta sensación de inferioridad lo obliga a tomar consciencia de sí mismo: un individuo fatuo, que decía discursos en la fiesta y publicaba mediocres artículos en el periódico. Y esta consciencia lo lleva a reconocer la sombra de la muerte en todos sus parientes, en sus amigos e incluso en el rostro de su esposa, que se ha dormido ya.

Es entonces cuando se asoma a la ventana y, al ver la nieve que cae, Gabriel recibe la luz de la epifanía: la piedad o el terror que, como una terrible luz mística, le revela el sentido anagógico de esa historia, su propia historia:

Abundantes lágrimas llenaron los ojos de Gabriel. Nunca se había sentido así por causa de una mujer, pero sabía que aquel sentimiento era amor. Las lágrimas se apiñaron en sus ojos, y en la oscuridad parcial de la habitación imaginó ver la silueta de un joven bajo un árbol del cual goteaba la lluvia. Otras siluetas estaban cerca. Su alma se había aproximado a la región habitada por la vasta multitud de los muertos. Tenía consciencia de la voluble y fluctuante existencia de los muertos, pero no podía comprenderlos. Su propia identidad se desvanecía en un mundo gris e implacable: el sólido mundo donde estos muertos habían medrado y vivido alguna vez, se disolvía y consumía.

Pocos y leves golpecitos en la ventana lo hicieron volverse. Había comenzado a nevar nuevamente. Vio cómo los lentos copos, plateados y oscuros, caían oblicuamente en el haz de luz de la calle. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los diarios tenían razón: la nevada era general en toda Irlanda. Caía en toda la extensión de la oscura meseta central, sobre las colinas desnudas; caía suavemente sobre el pantano de Allen y más al oeste aún; caía sobre las oscuras y revoltosas olas del Shannon. También caía en todos los rincones del solitario cementerio de la colina, donde fuera enterrado Michael Furey. La nieve permanecía amontonada sobre las inclinadas cruces y sobre las lápidas, sobre las puntas de la pequeña reja de la puerta, en los áridos espinos. Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos
(5).


El último párrafo, que cierra el cuento y el libro, constituye una pequeña e irrepetible obra maestra de la narrativa simbolista. Desde el interior ardiente del corazón de Gabriel, el lenguaje va abriendo su enfoque, como una cámara cinematográfica, hasta hacernos abarcar con el entendimiento primero la ciudad entera, luego toda Irlanda y por último la integridad espacial y temporal del universo. Leyendo con rigor y pasión los acontecimientos que conformaron esa noche de Epifanía, Gabriel Conroy ha percibido el sentido anagógico, pues ha transitado «de las cosas visibles a las invisibles y, en general, de las creaturas a su causa primera» (6). Sólo que, a diferencia de los hombres de fe, el agnóstico Gabriel intuye que esa «causa primera» de todas las cosas no es Dios, sino la Nada. Por tanto, más que Piedad por las creaturas —los seres pacientes—, lo que padece es Terror: una parálisis ante la grave y constante causa secreta del sufrimiento humano. Su «voluble y fluctuante existencia» está contenida en la imagen de la nieve que va arropando el universo: la misma nieve que cae sobre él y los otros, sobre la tumba de su rival, sobre la ciudad, sobre el mismo cementerio. Nada, sino la capacidad de percibir la Nada —esa nieve que encubre tanto a los vivos como a los muertos—, distingue al Hombre de su Sombra.

NOTAS

1. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Suma de teología, Parte I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1988, p. 98.
2. JOYCE, James, Retrato del artista adolescente, Lumen, 6ª edición, Barcelona 1998, p. 222.
3. Ibídem, p. 245.
4. Ibídem, p. 243.
5. JOYCE, James, «Los muertos», en Dublineses, Ediciones Coyoacán, México 1994, p. 202.
6. ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE,
Cuarta Edición, México 2004, p. 66.