martes, 14 de diciembre de 2010

Las conexiones entre teoría, crítica e historia literaria


Carmen Fernández Galán


La teoría literaria como tal recibe su denominación en siglo XX, cuando los formalistas rusos se plantearon hacer una ciencia de la literatura, olvidando, desde la autonomía y el inmanentismo, que la reflexión sobre la literatura parte de las primeras poéticas, posteriormente preceptivas, delimitaron el canon literario de Occidente. Las transformaciones de la teoría literaria del siglo XX corresponden a los cambios de paradigma en las ciencias humanas.

Si en el siglo XIX los estudios de la literatura se centraban en la psicología y en la historia, es decir, en el autor y en su contexto, en el siglo XX, a partir del estructuralismo se da centralidad al texto, después la semiótica y la hermenéutica se concentran en el circuito de comunicación literaria haciendo énfasis, una en el texto y sus códigos, otra en la interpretación o recepción, es decir, en el lector; del mismo modo la pragmática literaria hace énfasis en las condiciones de uso y la formas de transmisión de los textos literarios donde el ruido es información, transducción.

El estudio científico de la literatura transformó la visión y práctica de la crítica literaria, que si bien recibe influjo de las teorías del lenguaje, muchas veces se concibe como separada de la discusión teórica en sus fundamentos y más allá todavía de la historia literaria. Es fundamental replantear los criterios de discusión sobre la historia literaria y la valoración de las obras a partir de sus coordenadas, ideológicas que incluyen las herramientas de la teoría literaria.

En México la crítica literaria se realiza esencialmente por los mismos escritores y por los periodistas que son los que garantizan la circulación y pervivencia del sistema literario. Paralelamente, y en los espacios académicos, a veces se tiende a olvidar las conexiones entre crítica y poder. Los ámbitos universitarios reciben el influjo de las teorías y terminologías de otros países, de modo que son contados los autores mexicanos que se concentran en la labor teórica, y existen numerosas antologías o traducciones de teoría literaria de autores norteamericanos y franceses, principalmente.

Dentro de las aulas y los trabajos de tesistas podemos observar los cambios de paradigmas, ya que los alumnos elaboran sus trabajos académicos a partir de las herramientas que esta teoría literaria otorga. Sin embargo, existe una desconexión entre el análisis de la obra literaria y las conclusiones que deberían derivar en juicios sobre el lugar que ocupan dichas obras en el sistema literario. El riesgo de la especialización es ése: se estudia de modo minucioso y sistemático, pero se tiende a olvidar los factores contextuales de la recepción literaria que son los que otorgan estatus dentro del canon. La literatura comparada resulta por tanto una vertiente de los estudios literarios que no olvida la importancia de debatir sobre la selección del canon, entre comillas, universal, de las obras literarias y su destino en tiempo y en las naciones.

En el descuido de la historia que las teorías literarias del siglo XX acentuaron, la literatura pierde sus coordenadas y se transforma en discurso vacío desencarnado de sus circunstancias. Las conexiones entre historia y literatura deben de replantearse desde su función en el sistema cultural como constructoras y legitimadoras de imaginarios colectivos. Como lo han demostrado Hyden White, en su metahistoria, y Paul Ricoeur, en Relato, historia y ficción, la Historia está ordenada en tramas que dirigen el sentido y por lo tanto sólo se distingue de la Literatura por su pretensión referencial. La Literatura también tiene su propia historia “universal” por lo que es necesaria una revisión de la historiografía literaria que atienda la constitución del canon y su relación con las regiones, los géneros y convenciones de la ficción y, en especial, la relación entre crítica literaria y teorías del lenguaje.

Por lo tanto la confluencia entre historiografía y literatura debe analizarse en varios niveles: categorías de organización cronológica, intentos de reescritura, articulación entre crítica e historia y, lógicamente, concepto o “ideal” de literatura.

En lo que corresponde a la cronología, se ha intentado reorganizar la historia literaria desde tres perspectivas: la sociológica, los enfoques semio-pragmáticos y los multidisciplinares. La perspectiva sociológica abarca a) los enfoques marxistas como las teorías de la novela o del teatro de Luckacs y Bretch) o de otros géneros menores como ciencia ficción (Suvin), b) los modelos sociológicos que relacionan la norma estética y la morfología social (Mukarovsky);[1] las nociones de campo y habitus de Bourdieu para caracterizar el sistema literario;[2] c) lo visión marxista de la historia como continuidades y rupturas; d) la macrosociología (historia cultural) de Darnton que describe los procesos de difusión y producción del libro para revalorar tipos textuales no consideraros literatura;[3] e) y los Cultural Studies o estudios culturales que se ocupan de la recepción como consumo en todas las clases sociales.

En los enfoques semiótico-pragmáticos habría que incluir la teoría de actos de habla de Austin y Searle y la ciencia del texto de Van Dijk, como base de reclasificación de las convenciones de la ficción como acto de habla; la retórica del Grupo m que ha sido empleada para caracterizar los movimientos literarios sintetizando estructuralismo y teoría de la recepción;[4] la categoría de cronotopos de Bajtín como noción ampliada de la intertextualidad referida a tiempos y espacios dialogando;[5] las estéticas de la recepción que desafían la posibilidad de la historia literaria al poner énfasis en el lector y la modificación de los horizontes de expectativas.[6]

Los enfoques multidisciplinares abarcan categorías tomadas de la filosofía o de otras artes como la oposición clásico-barroco, apolíneo-dionisiaco,[7] barroco, minimalismo; o de la mitocrítica de Duraind que sostiene se puede hablar de obra saturnal, prometeica, dionisiaca, hermética y hasta de periodos o épocas presididas por los mismos dioses.[8]

Estas formas de reorganización apuntan a una idea de la literatura acorde al nuevo escenario de democratización de los saberes y masificación del conocimiento. La literatura y la crítica dejan de ser un asunto de élite. Los lectores se transforman en la medida que el acceso a las fuentes escritas cambia. El crítico debe contemplar las transformaciones del lector: el oyente, el dogmático, el estudiante, el lector de fin de semana, el crítico que rumia la obra, el filólogo que debe traducir y fija el texto,[9] el lector que viaja en la galaxia Gutemberg. Sin embargo, la mayoría de los enfoques teóricos en literatura están construidos desde otras prácticas de lectura que dieron poca cabida a los géneros menores y a los vasos comunicantes entre cultura de élite y cultura popular.

Gracias a las teorías del lenguaje que postulan la pluralidad del texto (como el postestructuralismo), o que borran sus límites (como la intertextualidad), la noción de literatura se redefine constantemente. El estallido del objeto es también el estallido de los métodos [10] y ahora en vez de historias de la literatura, es preferible escribir historias de la crítica, es decir, la historia de la literatura se ha vuelvo la historia de sus lectores.

En el caso de México, la historia literaria regularmente se trazaba a partir del siglo XIX, y en rechazo al pasado colonial se desdeñaba o ignoraba la producción literaria de ese periodo por no ser considerada como original y ni siquiera como literatura, ya que mucha de esta producción abarcaba géneros lejanos a la convención de lo literario, y sólo recientemente se ha emprendido la tarea de completar la historia literaria nacional para incluir la tradición sermonaria, la literatura oral y las literaturas perseguidas por la censura inquisitorial, entre otros.

Es necesario un balance del estado de la cuestión del circuito de consumo cultural a partir de los lectores y usos de los textos, desde la crítica erudita y el ejercicio académico, hasta las lecturas disidentes y no oficiales.

NOTAS

[1] Propuesta de Mukarovsky que intenta llevar el formalismo ruso hacia la historia.
[2] Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Anagrama, Barcelona, 2002.
[3] Robert Darnton, El coloquio de los lectores, FCE, México, 2003, p. 49.
[4] Misal Szegedy-Maszák, “El texto como estructura y construcción”, en: Marc Angenot, Jean Bessière, et al., Teoría literaria, Siglo XXI, México, 1993.
[5] Una de las últimas formulaciones de Mijail Bajtín asociadas al dialogismo. Veáse: David Viñas Piquer, Historia de la crítica literaria, Ariel, Barcelona, 2002, p. 469.
[6] La Escuela de Constanza es una teoría fenomenológica-hemenéutica que hace énfasis en la estructura apelativa de los textos en los que el lector completa las zonas de indeterminación. Véase Dietrich Rall (comp.), En busca del texto. Teoría de la recepción literaria, UNAM, México, 1993.
[7] Véase Jean-Michel Gliksohn, “Literatura y artes”, en: Pierre Brunel e Yves Chevrel (dir.), Compendio de literatura comparada, Siglo XXI, México, 1994.
[8] Cfr. A. Ortiz-Osés y P. Lanceros (dirs.), Diccionario de Hermenéutica. Una obra interdisciplinaria para las ciencias humanas, Universidad de Deusto, Bilbao, 2001.
[9] Cfr. Harald Weinnch, “Para una historia literaria del lector”, en: Dietrich Rall, En busca del texto. Teoría de la recepción literaria, op. cit.
[10] Régine Robin, “Extensión e incertidumbre de la noción de literatura”, en: Marc Angenot, Jean Bessière, et al., op. cit., p. 54.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

Poética y paradoja, delirio y método


Gonzalo Lizardo


Dioniso habla la lengua de Apolo, pero

Apolo habla finalmente la lengua de Dioniso,
y de este modo es alcanzado el fin supremo
de la tragedia y del arte.

Friedrich Nietzsche [1]



En su ensayo sobre El cementerio marino, Paul Valéry nos cuenta cómo fue invitado a la Sorbona, alrededor de 1930, para presenciar la cátedra que el profesor Gustav Cohen impartiría sobre dicho poema. A raíz de esa experiencia, precisamente, decidió el poeta escribir dicho ensayo («Sobre El cementerio marino») para explicarnos su extrañeza, la desazón de percibir que su presencia «se hallaba extrañamente dividida entre varias maneras de estar ahí»:[2] como persona, como autor, como estudiante, como Sombra. Gracias al profesor Cohen —su experto lector— Valéry comprobó que coexistían dos «poemas» en el mismo texto. Para su autor, el poema es siempre una escritura, un proceso inconcluso y en marcha que sólo se interrumpe por accidente, cuando se publica el poema y los lectores lo perciben como «otro»: como un texto íntegro e inmóvil que puede analizarse como un hecho ya consumado.

Para complementar la exégesis que su crítico elaboró desde el exterior del texto, el autor de El cementerio marino se propuso exhibir, desde su interior, los mecanismos de una escritura que quería crearlo todo a partir la nada:

El mito de la «creación» nos seduce para querer hacer algo de nada. Sueño entonces que encuentro progresivamente mi obra a partir de puras condiciones de forma, cada vez más reflexionadas, cada vez más precisadas, hasta el punto de proponer o imponer casi… un tema, o al menos una familia de temas.[3]

Animado por esta premisa, el autor decidió concebir El cementerio marino a partir de una forma rítmica vacía: el verso decasílabo, que se cultivaba muy poco en aquel entonces si lo comparábamos con el alejandrino de doce sílabas. Para darle brillo a este verso semiolvidado por sus colegas, Valéry decide usar la estrofa de seis versos e introducir una serie de «contrastes o correspondencias» que serían posibles sólo si el poema «fuese un monólogo del “yo”, en el que los temas más sencillos y constantes de mi vida afectiva tal como fueron impuestos a mi adolescencia, y asociados con el mar y la luz de un determinado lugar a orillas del Mediterráneo, fuesen recordados, tramados, contrapuestos».[4] Una vez delimitadas estas y otras condiciones experimentales, El cementerio marino estaba ya concebido por entero y al poeta sólo le restaba el largo, inacabable proceso de redactarlo y corregirlo y volverlo a redactar y a corregir.

En este punto, se evidencia la distancia que existe entre su poética y la del joven Goethe —quien consideraba cualquier enmienda al texto como un sacrilegio contra la emoción primera del poeta—, así como su clara afinidad con «La filosofía de la composición» que desarrolló Edgar Allan Poe. Luego de asegurarnos que en la historia literaria hacía falta «un artículo escrito por un autor que quisiera […] detallar, paso a paso, los procesos por los que cualquiera de sus composiciones alcanzó su último punto de cumplimiento»,[5] Poe nos transcribe la aventura de su escritura para demostrarnos que no había permitido la menor intervención del azar durante la composición de su poema El cuervo, ya que «procedí en mi trabajo, paso a paso hacia su terminación, con la precisión y rigurosa consecuencia de un problema matemático».[6]

La comparación es muy didáctica. A semejanza del poeta francés, el norteamericano comienza delimitando las condiciones formales de su experimento: el poema ha de tener cierta extensión —alrededor de cien versos—, de tal manera que pueda ser leída en una sentada, induciendo una «unidad de impresión» en el lector. Cuando describe el efecto preciso que busca inducir en el lector, Poe tampoco vacila: «el placer que es a la vez el más intenso, el más elevado, el más puro, se encuentra, creo, en la contemplación de lo bello».[7] Y, tras elegir a la Belleza como la «provincia» de su poema, Poe deduce que un tono de «tristeza» será el más adecuado para conquistar su objetivo. De ahí procede a elegir, mediante premisas fonéticas, un estribillo que cierre cada una de sus estrofas:

Para que el cierre tenga fuerza debe ser sonoro y susceptible de énfasis prolongado, y estas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga como la vocal más sonora en conexión con la r como la más producible de las consonantes […] En tal búsqueda hubiera sido imposible pasar por alto la palabra «Nevermore».[8]

Los siguientes pasos del proceso escritural se deducen, según él, mediante una lógica implacable: concebir a un ser irracional y de mal agüero que repita obsesivamente la palabra «Nevermore» (el cuervo), delimitar el más melancólico de los temas posibles (la muerte de una mujer bella y amada), el cual será descrito por un narrador adecuado (el amante que llora dicha muerte). Una vez determinadas estas variables, Poe se anima a escribir la estrofa final para establecer el clímax y «fijar definitivamente el ritmo, el metro y la longitud y arreglo general de la estrofa, así como graduar las estrofas precedentes para que ninguna sobrepasara a ésta en efecto rítmico».[9] Desde ese instante, El cuervo estaba ya concebido por entero y al poeta sólo le restaba el largo, inacabable proceso de redactarlo y corregirlo y volverlo a redactar y a corregir.

Diseñado por el «romántico» Poe, este método generó una doctrina «clásica» de la inspiración poética que se opone «a la doctrina romántica de la inspiración que los clásicos profesaron»,[10] como bien ironiza Borges. En un ensayo sobre Flaubert, el autor argentino nos recuerda que, para los griegos, el poeta era una especie de caracol, un hueco cuya función consistía en amplificar las revelaciones de dioses sin apartarse del canon establecido por los poemas heroicos de Homero. John Milton, por el contrario, consideraba que el poeta, si deseaba crear una obra meritoria, debería educarse él mismo hasta volverse un poema, «es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores».[11] Más radical aún, Flaubert sostuvo que el talento no era un don, sino una larga disciplina, y cultivó con voluntad ejemplar esa disciplina hasta convertirse en «el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir».[12]

Esta perspectiva histórica que Borges nos traza parece indicarnos que los poetas han transitado desde una fe absoluta en el Delirio poético —el cual, inducido por los dioses, anula tanto la voluntad como la mediocridad del sujeto— hasta una confianza también absoluta en el Método poético —el cual, regido por la razón y la voluntad, anularía la necesidad del auxilio divino. Durante el trayecto de la Odisea al Ulises, los poetas habrían dejado de ser unos individuos poseídos fatalmente por los dioses, para volverse unos sujetos metódicos que se construían libremente a sí mismos. De acuerdo con la evidencia, este paradigma alcanzó su culminación a principios del siglo XX: antes de que brotaran las vanguardias históricas y el surrealismo proclamara que la inspiración debería buscarse, no en las musas ni en la voluntad, sino en el «automatismo psíquico»: en ese delirante método que captaba lo real «en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral».[13]

Es de esperarse que ambos paradigmas sean inalcanzables en su forma pura. El poeta no puede confiar del todo en la disciplina ni abandonarse por completo a la inspiración sin caer en la infertilidad o en la autocomplacencia. En los casos de Valéry y de Poe se evidencia que sus premisas y métodos no son tan racionales y premeditados como ambos pretenden. El primero, por ejemplo, afirma que se le ocurrió reanimar sus versos ordenándolos en «una estrofa de seis versos»,[14] pero jamás nos explica por qué esta estrofa —y no otra— puede renovar los decasílabos, como tampoco demuestra por qué era preciso que cada verso «fuera denso e intensamente rimado».[15] Lo mismo sucede con Poe, quien jamás argumenta porqué la Belleza «invariablemente mueve a las lágrimas al alma sensitiva»,[16] ni por qué la muerte de una mujer bella «es incuestionablemente, el tema más poético del mundo».[17] Muy sospechosa resulta la manera en que concibe su estribillo: una vez que ha determinado su sonoridad ideal, la primera palabra que se le ocurre es la palabra «Nevermore» y de manera completamente ilógica —irracional, surrealista— la acepta como tal, sin inquirir otras posibles alternativas, sin consultar un diccionario, sin meditarlo siquiera.

En conclusión, ambos poetas quieren que aceptemos sus irracionales e inconscientes intuiciones como si fueran proposiciones razonadas y conscientes. Esta paradoja, lejos de refutarlas, fortifica sus teorías. Si aceptamos que El cementerio marino y El cuervo jamás intentaron expresar la verdad sobre el mundo (o sobre la poesía) sino producir un efecto sobre el lector, podemos sospechar entonces que «Sobre El cementerio marino» y «La Filosofía de la Composición» buscaban lo mismo: más que hablarnos sobre sus respectivos poemas, estos ensayos sólo quisieron inducir en nosotros, sus lectores, la emoción suprema a la que aspira el arte: invistiendo al Delirio con el prestigio del Método y hurtando para el Método los poderes del Delirio, Valéry y Poe sólo intentaban que Apolo y Dionisos nos hablaran con la misma lengua.


NOTAS

[1] NIETZSCHE, Friedrich, El origen de la tragedia, Espasa-Calpe, 16ª edición, México 1995, p. 129.
[2] VALÉRY, Paul, El cementerio marino, Alianza Editorial, Madrid 1967, p.13.
[3] Íbidem, p. 25.
[4] Íbidem, pp. 23-24.
[5] POE, Edgar Allan, El cuervo. Seguido de La Filosofía de la Composición, Colegio Nacional/ El Tucán de Virginia, México 1998, p. 55.
[6] Íbidem, pp. 55-57.
[7] Íbidem, pp. 59.
[8] Íbidem, p. 63.
[9] Íbidem, p. 67.
[10] BORGES, Jorge Luis, Discusión, Emecé Editores, Buenos Aires 1957, p. 146.
[11] Íbidem, p. 147.
[12] Íbidem, p. 145.
[13] BRETÓN, André, Antología (1913-1966), Siglo XXI, 4ª edición, México 1979, p. 49.
[14] VÁLERY, Paul, Op. Cit., p. 23.
[15] Íbidem, p. 24.
[16] POE, Edgar Allan, Op. Cit., p. 61.
[17] Íbidem, p. 63.