jueves, 27 de noviembre de 2008

Ramón López Velarde, músico


Gonzalo Lizardo




En su Teoría de la música, Claude Abromont sugiere que “la música tonal suele compararse con el lenguaje hablado, pues se compone de frases y miembros de la frase que respiran y se articulan, y tiene momentos tanto de interrogación como de afirmación o suspenso”.[i] Esta analogía parece más pertinente en el caso de la poesía porque, al igual que la música, es un arte que manipula la materia sensible con un fin estético, y además, porque en el lenguaje habitual, suele confundirse la “música” del poema con su simple sonoridad. La poesía somete los signos lingüísticos a un ritmo, una melodía o una armonía, de la misma forma que la música maneja una sintaxis, una gramática o una semántica de los signos musicales. Así como la música podría analizarse mediante algunas herramientas de la teoría literaria, es posible analizar un poema a partir de la musicología… por ejemplo, “Mi corazón se amerita” de Ramón López Velarde.

Mucho se ha hablado o escrito sobre los temas, los tics y los tiempos de López Velarde. Poco, en cambio, sobre su poética: ese sistema personal de preceptos y convicciones que utiliza para escribir su obra, para consignar por escrito sus ideas, sus sonidos y sus imágenes. Sin convertirse en una filosofía, esta poética lopezvelardeana expone, tácita e inconscientemente, una conjetura de índole ontológico: una reflexión sobre los problemas y desvelos más graves y constantes del hombre. Algunos rasgos de esta poética han sido ya señalados, especialmente su dialéctica de opuestos: los funestos dualismos que regían los dilemas del hombre, dividido siempre entre el alma y la piel, entre el amor carnal y el amor místico, entre la vocación poética o religiosa, entre la acción y la contemplación.

A partir de este sutil sistema de dualidades implícitas, para López Velarde el mundo se volvía plural, polígamo, polimorfo en sus manifestaciones específicas, fueran sensibles o inteligibles. En consecuencia, el autor proponía para el poeta —al menos para sí mismo— una misión: someter la palabra a los rigores del arte, hasta que expresara los matices más fugaces y sutiles de la realidad. «El alma del hombre más rudo atesora, en sus alas, matices fugitivos y múltiples», escribió, en un ensayo sobre la función de la poesía, antes de añadir: «Quien sea capaz de mirar estos matices, uno por uno, y capaz también de trasladarlos, por una adaptación fiel y total de la palabra al matiz, conseguirá el esplendor auténtico del lenguaje y lo domeñará».[ii] La «adaptación» implica, tácitamente, el ejercicio de una «capacidad»: el oficio de un arte. Sólo al compás de un ritmo métrico, de una melodía fonética y sintáctica, y de una armonía semántica, el poema puede convertirse en el son del corazón.

Lo anterior se comprenderá mejor si se relee el poema anunciado:

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor… todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica,
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula… yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Desde una cumbre inhiesta yo lo he de lanzar
como sangriento disco a la hoguera solar.
Así extirparé el cáncer de mi fatiga dura,
seré impasible por el este y el oeste,
asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.[iii]

Cuando se pronuncia con claridad, el poema revela al puro oído su esqueleto rítmico: una métrica uniforme, basada en versos alejandrinos, con estrofas irregulares y una rima siempre consonante y siempre impredecible. Compuesto por dos hemistiquios, cada uno con siete sílabas, el verso alejandrino tiene una cadencia binaria que estructura las imágenes en dos partes simétricas: en el primer hemistiquio el punto (“Mi corazón leal”) y en el segundo el contrapunto (“se amerita en la sombra”). La dualidad de este verso –congruente con el tema dominante de la dualidad– es sostenida hasta el final. Para evitar la monotonía, el poeta recurre a eventuales y juguetonas síncopas: esas palabras agudas o esdrújulas que modifican la cadencia sin traicionar el tempo. Tales síncopas rematan, por cierto, algunas de las imágenes más nítidas del poema… como esa “cruel carrera logarítmica” del corazón: esa curva que traza, con precisión matemática, la irremediable erosión de la vida humana, anunciada por una veloz caída y concluida por una lentísima agonía.

Ahora bien, si el ritmo tiene que ver con la secuencia fonética de las sílabas y los acentos, la melodía tiene que ver con la sintaxis: con la disposición que el poeta otorga a los fonemas primero, a las palabras y a las frases después. Aliteraciones, piruetas fonéticas, sutilezas en la puntuación, conjugaciones heterodoxas, transmutaciones sutiles, son recursos melódicos que manipulan no sólo el sonido, volviéndolo más grato o memorable, sino que también hacen cantar al sentido. Por ejemplo el último verso, donde las consonantes suaves, la ese, la de y la efe, se alternan con las fuertes, como la ene y la ere, haciendo resonar con fuerza “el incendio sinfónico de la esfera celeste”. Algo similar acontece con el sexto verso —“y me hundo en la ternura remordida de un padre”–, donde la aliteración con las enes, las des y las eres se remata con una maliciosa (y muy audible) inversión entre sustantivo y adjetivo: nunca será lo mismo un “tierno remordimiento” que una “ternura remordida”, pues la primera expresión enfatiza la culpa y la segunda la querencia.

Mientras que la melodía y el ritmo son valores que se aprecian diacrónicamente, la armonía tiene que ver con la sincronía: con la simultaneidad y la integridad de la obra. En música, la armonía establece las leyes que rigen la combinación de notas musicales para formar los acordes y configurar la tonalidad de la obra. Mientras un acorde musical se forma con las diversas notas que acompañan a la nota principal —o Nota tónica—, el acorde poético se conforma con las diversas connotaciones semánticas que el texto impone alrededor del tema principal —es decir, la metáfora tácita que engloba a las demás metáforas y que se podría llamar, provisionalmente, el Sema tónico del texto. Así como hay piezas musicales que indican su tonalidad en el título (Sonata para Violín y Orquesta en D mayor), el poema de López Velarde podría subtitularse, con toda precisión, Poema alejandrino libre en Yo dislocado.

La imagen central, la metáfora que cifra la tonalidad del texto, se plantea desde el primer verso, que da título al poema y se repite cuatro veces, como obseso estribillo: el corazón como una entidad propia, cautiva dentro del cuerpo, que late y se engrandece a la sombra del Yo. Lejos de la unidad original, el hombre es un ser desgarrado entre el corazón y su sombra; el corazón que es luz y llama, pero que vive cautivo dentro el Yo: bajo esa sombra que es cuerpo y cárcel, placer y amor, fatiga y ultraje. Pero tampoco el corazón es homogéneo, sino doble: “la mitra y la válvula” de nuestra persona; por un lado, la mitra episcopal que corona y dignifica al cuerpo; por el otro, una simple válvula: dispositivo hidráulico, bomba de paso que la sangre utiliza para nutrir y limpiar cada célula.

El poema expresa así, musical y verbalmente, una fenomenología del Yo: una psicografía plural y múltiple que se opone a las nociones unívocas o unidimensionales de la persona. Por ello, las metáforas y símbolos de López Velarde son afines a las tonalidades armónicas de otro contemporáneo suyo, ese exquisito esquizoide llamado Pessoa –o Alvaro de Campos, o Ricardo Reis–, e incluso se emparentan, muy de lejos, con las negras armonías de Rimbaud –cuyo poema “El corazón atormentado” podría interpretarse como la contraparte satírica del tema. Más sospechosa o didactica, resulta la afinidad del poema lopezvelardeano con un mito fundamental de la Modernidad: el desgarramiento del individuo que caracteriza a Fausto, sobre todo en la versión de Goethe:

Dos almas ¡ay de mí!, imperan en mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que nunca se fatiga, como con garras de acero a lo terreno se aferra; la otra a trascender las nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe.[iv]

Leído en clave fáustica, esta pieza de López Velarde plantea la tentación de un hombre que, ante la dualidad de su persona, piensa en renunciar a una parte de sí: arrancarse el corazón para que éste, libre del Yo, baile la sinfonía de las esferas, y para que el Yo, exento de corazón, pueda vivir indiferente y cínico frente “las ineptitudes de la inepta cultura”. Sólo que, al revés de Fausto, el poeta renuncia al pacto, y prefiere permanecer escindido, en constante tensión. Respecto a su partitura, el contraste es más amplio: mientras que la obra de Goethe tiene la estatura de una sinfonía, grave y wagneriana, la balada de López Velarde revalora otras virtudes: más levedad y menos filosofía, más humor y menos utopismo: no puede negarse que el asunto, con toda su seriedad, se resuelve como un conjuro ante la imagen de “el cíngulo morado de los atardeceres / los astros y el perímetro jovial de las mujeres”.

Antes del psicoanálisis, del surrealismo incluso, Ramón López Velarde compone polifonías con las voces que habitan en los sótanos, en los pozos, en los laberintos de la inconsciencia. Esta exploración es aún vigente, en tanto que ni la ciencia ni la religión han resuelto estos desgarramientos de la subjetividad. Pero más vigencia todavía conserva su álgebra musical: ese lúdico oficio que permite al espíritu del poeta adaptarse a la botella que la contiene: a la forma de su voz, consciencia del alma humana.



NOTAS

[i]. Abromont, Claude y De Montalembert, Eugène, Teoría de la Música, fce, México 2005, p. 71.
[ii]. «La derrota de la palabra», en López Velarde, Ramón, La grulla del refrán, Instituto Zacatecano de Cultura, Zacatecas 1999, p. 104.
[iii]. «Mi corazón se amerita», en Íbid, p. 37.
[iv]. Goethe, Johann Wolfgang Von, Fausto y Werther, Porrúa, México 1963, p. 20.

sábado, 8 de noviembre de 2008

El lector y el control del sentido: hipertexto y literatura


Carmen Fernández Galán




La literatura es esencialmente viaje y lugar de encuentro entre horizontes: tránsito de la oralidad a la escritura, del mito a la letra, de la circunstancia al distanciamiento. La escritura como fisura está íntimamente relacionada con la muerte, porque los libros permiten un diálogo entre muertos en el tiempo. La permanencia del texto en un soporte que rebasa espacio y temporalidad confiere al mito como relato una configuración y una atribución distintas. El anonimato cede sitio a la autoría, la voz del pueblo al monólogo interior. Así, es posible leer la historia de la literatura a través de la transformación de sus soportes y mediaciones, desde editores y censores hasta las técnicas que difuminan la distinción entre artes.

En el tránsito a la escritura, la literatura se volvió una práctica de élites en tanto producción y consumo, hasta la invención de la imprenta que posibilitó la difusión masiva del conocimiento. No obstante esta restitución del saber al pueblo fue contradictoria y parcial, pues se demostró que la difusión de ciertas ideas permite el control ideológico y que la difusión de otras puede producir revoluciones. En tal contexto fue indispensable la atribución de los saberes a un nombre: nacen la propiedad intelectual y la censura, por lo que el lugar de lo literario se sujeta no ya al criterio de antigüedad u origen, ahora su validación depende de una crítica que norma y establece los parámetros del arte.

La crítica literaria se desplaza del autor a la primacía del texto, y posteriormente al lector, por lo que éste se convierte en el eje de la significación. En el seno de la semiótica y de la hermenéutica, desde enfoques fenomenológicos e histórico-hermenéuticos, hasta las prácticas empíricas de lectura, se intenta aprehender al escurridizo lector y bajo el nombre de teorías de la recepción se explora este ignoto territorio a donde se ha abandonado el sentido. Más allá de su impacto en la teoría y crítica literarias, la primacía del lector, tiene consecuencias tanto en la historia como en la noción de arte en sí, y es sintomática de las prácticas de lectura y apropiación de ciertos objetos culturales. Pareciera que se devuelve a los más lo que era de la élite, que se democratiza (falazmente) no sólo el saber sino el arte que se abre al consumo masivo y se confunde con el espectáculo. Si antes se sobrevaloró al autor como eje de control del sentido del texto, actualmente se sobrevalora al lector como constructor de significaciones y coautor de un texto que se entrega a la multiplicidad de voces bajo el supuesto de que en la polifonía no hay jerarquías.

Repasando la historia literaria a través de sus soportes, los hipertextos e hipermedias en la red posibilitan primero una difusión realmente masiva, pero sobre todo presumen conferir al lector un papel cada vez más activo (“lectura interactiva”) en el proceso de interpretación-creación. La noción de hipertexto aparece a mediados de los sesenta, y de acuerdo a Thomas Nelson, implica una escritura no secuencial que se bifurca, son una serie de textos conectados por nexos o links que permiten diferentes itinerarios para el usuario. Se supone que el hipertexto es un sistema intertextual que no permite que haya una sola voz tiránica. El centro se desplaza conforme el lector se mueve en la red. Desde esta perspectiva la lectura es un proceso sumamente activo que abarca incluso la escritura.

La literatura es viaje y leer es navegar en la red con el peligro de naufragar y con la responsabilidad de arribar a ningún lugar, pues la novela ideal hipermediática no tiene inicio ni fin y es reversible, no tiene estructura ni frontera, el lector está bajo control (véase al respecto Idealism, a search, Courtney Ka ohinani Rowe, 1999), aún así toda vanguardia requiere su manifiesto (Cause everybody needs a good manifiesto…), anónimo obviamente. Manifiesto sin preceptiva que asume como tareas la radical experimentación a partir de la tecnología y la (supuesta) no-linealidad del texto, pero que tiene el objetivo reconsiderar la posición del lector frente al autor. La hiperautoría se asume como un nuevo arte con el único objetivo de cambiar las convenciones literarias, continúa así la tradición de la ruptura pero desde una estética neobarroca
[1] llena de monstruosidades y laberintos donde las “palabras ceden” y las artes entran en sinfonía (véase Afternoon y Twilight, a symphony de Michael Joyce) y donde las junturas y cicatrices evocan al sueño de la razón: "I am a monster, because I am multiple, and because I am a mixture" (Shelley Jakson, Patchwork girl). Literatura hecha de fragmentos, cadáver exquisito sobre el cadáver del autor y sobre el cadáver del texto. ¿Hegemonía del usuario-lector?

Ante esta fusión de arte y técnica la teoría literaria retoma el concepto de intertextualidad para caracterizar una visión deconstruccionista de la escritura como injerto condenado a la recontextualización infinita. Barthes y las lexías, Bajtín y el dialogismo, Foucault y el espacio vacío que deja el autor, Deleuze, Guatari y el rizoma o redes de nudos, son las referencias teóricas obligadas en la construcción hipermediática, junto a Nelson, Landow y Bolter. Cyborg sin identidad, narrador sin voz, lectores líquidos de textos que niegan el producto y recorren el proceso, la literatura en Internet es además de proliferación, multiplicidad de manifiestos. Las reglas del arte se reescriben, la crítica también es hipertexto, fragmentos de voces, por ello los principales géneros del hipertexto son autobiografías, mystories (my history, noción de Gregory Ulmer de cómo la historia personal puede ser relevante en el salón de clases), non-fiction, ciber-punk, junto a los poemas visuales, navegadores poéticos: la teoría antes y por encima del arte. En la arquitectura del hiperespacio donde ciencia y arte confluyen, o mejor donde todas las artes confluyen, habitan textos híbridos hechos de añicos, tejidos intertextuales cuyo soporte es una red, pastiche sobre el tejido, que permite mezclar lexías, imágenes, música… Arte total que apunta a un vacío que sólo es cubierto por un efecto gestalt, por una resonancia perdida en una trama que nunca termina.

Al difuminar los límites del libro las fronteras entre autor y lector también se difuminan, igual los límites entre textos e intertextos, entre géneros literarios y géneros discursivos, entre creación y crítica, arte y vida, realidad y ficción. Y a pesar de ello permanece como pastiche, la ventada no es palimpsesto, pues no hay sentido oculto, todo está en la superficie; pero existe el peligro de confundir el entremundo (lo virtual) con sus extremos.

¿Qué pasa con el papel del lector en segundo grado? Por un lado está la crítica que se vuelve creación, y por otro, la crítica que sospecha y contabiliza los itinerarios posibles en un intento de validar las lecturas, de poner límites a la sobreinterpretación. Finalmente, la literatura hipermediática o interactiva no nace en la red, sino en el libro. Se considera a Lewis. G. Carroll, Alfred Tennyson, James Joyce, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, W. Burroughs e Italo Calvino como los precursores del hipertexto
[2], por lo que el hipertexto no es algo que dependa totalmente del soporte físico del discurso. Por otra parte, la historia cultural o del libro ha puesto de manifiesto ciertos géneros donde lectura y escritura eran actividades inseparables como los libros de lugares comunes[3] que aparecieron entre Renacimiento e Ilustración, y donde se desmenuzaban textos para reunirlos en nuevos patrones, como un registro de lecturas donde uno iba formando un libro propio (muy parecido al mystorie hipertextual).

La escritura como incisión, el texto como tejido y la lectura como costura o rasgadura fabrican verdaderas cosmovisiones, como aquella donde Dios es un queso y los ángeles gusanos. ¿Acaso la hermenéutica no ha demostrado que cualquier texto es hipertexto en la medida que proyectamos otro horizonte en él? A pesar de que toda interpretación sea traición, pues el pasado se mueve conforme nos acercamos, la tarea del crítico deber ser identificar la pregunta, no la respuesta, o mejor, mediar entre ambas. Tal vez nadie haya muerto, ni el autor, ni el texto, ni el arte, ni el libro, ni siquiera Dios… (ni el narrador por más que ha querido esconderse en la polifonía) su estrategia ha sido convencernos de que no existen.

En los textos sin fronteras, la tecnología está al servicio del arte, pero también la teoría, y los fragmentos circulan para insertarse en textos que argumentan una ruptura inexistente: la literatura hipertextual parece una retrospectiva de las vanguardias llevadas a la red (Dadá, Joyce, Cubismo y Boom Latinoamericano). En la reexperimentación "radical", la escritura colectiva dadá es el síntoma de las formas de construcción de identidad e interioridad en un espacio mental público. El supuesto de escritura no secuencial y reversible no se actualiza, pues se desconoce que “el jardín de los senderos que se bifurcan" es un laberinto en el tiempo, no en el espacio y que la linealidad de la lectura nunca se rompe, (ni siquiera en la pintura, como demostró Gombrich), solo sigue rutas jerárquicas y zigzaguentes que pueden confluir.

El link más que bifurcar, confluye, construye tramas verticales y horizontales, pero lineales todavía. El ideal de la literatura que termina hasta que la mirada alcanza tiene los límites de una pantalla, marco y espejo de nuestra propia expectativa: “El espejo sólo es posible porque yo soy vidente-invisible, porque hay una reflexividad de lo sensible que el espejo traduce y duplica. Él es instrumento de una magia que convierte al espectador en espectáculo, y al espectáculo en espectador”[4]. En esta especularidad y fantasmagoría es posible distinguir todavía los roles del autor que puede proponer un itinerario donde las posibilidades no son infinitas, o dejar el juego abierto, es decir, hay que distinguir entre hiperficción explorativa e hiperficción constructiva, el salto del hipertexto con link limitados al hipermedia donde los usuarios continúan escribiendo la historia como en Gabriela infinita del colombiano Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz.

El lector no detenta el poder y no es libre totalmente, sólo consume imágenes de libertad guiado por mapas del ciberespacio, pues no se le permite cambiar el código primario, su juego es inocente y lúdico, no así el de los verdaderos partícipes en la construcción de la red, los hackers que atacan el “corazón de los textos” gracias al copyleft, y en su destrucción, los crackers; ambos bordean los límites entre la creación cooperativa y el delito que vuelven a recordarnos que siempre hay censura. Al usuario-lector de hiperliteratura sólo queda el placer de la semiosis delirante y el consumo invisible, pues siempre hay apropiaciones no previstas.

Sin considerar ya los demiurgos de la red, es necesario repensar las prácticas de lectura y la vulnerabilidad de la escritura que se vuelve “líquida”. La movilidad de las convenciones a través de los soportes del discurso y de las relaciones que promueven difumina constantemente la noción de arte y ante el exceso de comunicación y de ruptura, el silencio es la única solución. ¿Qué diría Hermes el mediador entre dioses y hombre, entre la salida y la llegada, entre la palabra del poder y el poder de la palabra? Diría: robar, pues el sentido debe circular aunque sea pervirtiendo los signos. La literatura es viaje y Hermes ambiguo y polivalente que guía viajeros y apadrina ladrones, es la inventiva y astucia que negocia el significado para modificar las relaciones entre saber y poder. Tal vez sólo desembrando al dios (texto como estructura o deconstrucción), vuelva a renacer.

NOTAS

[1] Lauro Zavala, “Elementos del análisis intertextual”, en: Lauro Zavala, Elementos del discurso cinematográfico, UAM-Xochimilco, México, 2005.
[2] Carlos A. Scolari, “Hipertextos, interfaces, interacciones”, en: deSignis 5. Corpus digitalis. Semióticas del mundo digital, Gedisa, Barcelona, 2003. p. 24.
[3] Robert Darnton, El coloquio de los lectores, FCE, México, 2003, p.127.
[4] Corinne Enaudeau, La paradoja de la representación, Paidós, México, 1999, p. 64.