lunes, 30 de noviembre de 2009

Autor


Carmen Fernández Galán




Antes, los saberes y su legitimidad se garantizaban por la tradición como voz colectiva y como autoridad. Cuando surge con la imprenta, aparece el autor como personaje moderno: la atribución de la voz a un nombre lo convierte de hombre en ficción.

El autor nace con el copyrigth y muere en la escritura. ¿Quién habla entonces? pregunta Roland Barthes después de escribir S/Z: ¿Balzac, el héroe, el autor, el personaje, la sabiduría universal…? Esta misma pregunta la intenta responder Michel Foucault en una conferencia dictada en 1969, a partir de una frase de Samuel Beckett: “Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla”. La respuesta lo lleva a uno a anunciar la muerte del autor, y al otro, al orden del discurso.

La crítica literaria del siglo XIX se concentra en la biografía y en la psicología del autor, por lo que la obra se valora desde la vida del autor y no desde sí misma. En el siglo XX hubo una reacción contraria a esta postura romántica y a la estética del genio; el formalismo ruso, el new criticism norteamericano, la nouvelle critique francesa establecen la obra como eje de la interpretación. No obstante el imperio del estructuralismo atenta contra la pluralidad del texto, y en términos de historia literaria se olvida la recepción que permite redefinir un clásico por su multiplicidad, por ser (re) escribible. En “La muerte del autor” Roland Barthes menciona cómo dentro del ámbito literario aparecen estrategias de disolución del autor (Mallarmé y Una tirada de dados, Proust que convierte a libro en modelo de la vida, la escritura automática o colectiva del surrealismo, el distanciamiento de Bretch). El texto, al subvertir los géneros y al afirmar su carácter múltiple y paradójico, visto como un tejido de citas, su intertextualidad lo convierten en texto endemoniado: “Mi nombre es legión, somos muchos”, por tanto se encuentra en una encrucijada. ¿Quién habla? Responde Barthes, el lector, para dar vuelta al mito y al eje de la crítica literaria, el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor.

Pero no basta matar a Dios, ni al autor, hay que precisar qué hacemos con el lugar que queda “vacío”. Michel Foucault se propone ubicar los emplazamientos a partir de la noción de función autor que se sostiene en el nombre, la relación de apropiación y atribución, y la posición del autor que determinan el orden del discurso. El nombre como descripción cumple una función clasificatoria independientemente de la existencia real del autor, por ejemplo, durante el renacimiento se atribuyeron los textos herméticos al mítico Hermes Trimegisto, así como se atribuyeron a Homero (o escuela de los homéridas) los “Himnos” y la “Batracomaquia” por estar escritos en hexámetros. La naturaleza indexal del nombre propio sirve para señalar como síntesis conceptual lo que una obra contiene o puede contener.

No es sencillo determinar la manera en que se atribuye la obra a un nombre, en principio por los límites de la misma, ya que de entre todo lo escrito por alguien no es sencillo delimitar lo que se considera “obra” y lo que corresponde a un solo autor. Al respecto Foucault señala que las formas de atribución en la crítica literaria siguen los mismos principios de la hermenéutica bíblica que establece como ejes la coherencia conceptual y cronológica, lo que no da cabida a pensar que un autor pueda retractarse o cambiar su manera de pensar, ni a decir que hubo un primer y un segundo Wittgenstein, Freud, Marx… etcétera.

La relación de apropiación de los discursos aparece dentro de un contexto libresco que necesita reconocer el origen de la voz con fines de censura y control del lucro. Los índices de libros prohibidos de la inquisición y la legislación sobre la propiedad intelectual responden al interés de una ortodoxia, por un lado, y a repartir las regalías que estaban en manos de los libreros e impresores en un contexto ilustrado donde el saber se vuelve público. La propiedad intelectual garantiza la relación entre saberes y poder. No importa quién habla en la medida que la función autor permite a Foucautl defender Las palabras y las cosas contra las objeciones que separan la discursividad de las ciencias humanas.

En el imperio del lector, la escritura es el protagonista, y en las posibilidades de interpretación, los argumentos de la crítica literaria se disuelven. El estatus del texto sigue siendo problemático. Para evitar que la crítica oscile entre el eje del autor, del texto o del lector, hay que observar el circuito de la comunicación que permite distinguir las voces que habitan o que se pueden verter en el texto, para jerarquizar los puntos de vista entre las máscaras que toma el autor.

De acuerdo a Seymour Chatman no hay que confundir autor con narrador, y propone el término autor implícito (porque hay que deducirlo del texto) para denominar a los múltiples egos del autor real como principio ordenador del texto que está en correspondencia con un lector implícito, también dentro del texto, como itinerario de sentido. Desde esta perspectiva la omnisciencia del narrador es imposible pues todo punto de vista se articula con una ideología, así como con los intereses encontrados que dialogan entre sí. Por su parte, Umberto Eco retoma los conceptos de Chatman, aunque denomina Autor Modelo al autor implícto y Lector Modelo al lector implícito de aquél. Añade, además, una categoría intermedia entre el Autor Modelo y el Autor Real: el Autor Liminal, que no sería sino el Autor Real durante su proceso de conversión en Autor Modelo —es decir, durante el proceso de escritura.

¿Quién habla? El autor que muere en el acto de escribir, el narrador que cuenta y el narratario que escucha, el texto que supera el sentido propuesto, el lector que se universaliza, el contexto que se actualiza, la escritura como palimpsesto… todos.


BIBLIOGRAFÍA

BARTHES, Roland, El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 2002.
BARTHES, Roland, S/Z, Siglo XXI, México, 1992.
CHATMAN, Seymour, Historia y Discurso. La estructura narrativa en la novela y en el cine, Taurus, Madrid 1990.
ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998
FOUCAULT, Michel, Entre filosofía y literatura, Paidós, Barcelona, 1999, México, 1985.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Géneros literarios


Carmen Fernández Galán



El principal dilema en la polémica sobre los géneros radica en la tensión entre norma y creación, entre lo que el género exige y lo que el ingenio hace posible, entre esta distensión y compresión es probable incluso la desaparición de la norma o la ampliación de las posibilidades del género. A esta tensión contribuye la complejidad del discurso literario que si bien siempre se basa en modelos también los transforma.

Dentro de la historia de los géneros se verifica una falta de unidad en los modos de definir el término: mientras unos se basan la categoría de tiempo de la narración, otros recurren al criterio de ficcionalidad - no ficcionalidad, a la estructura interna, o a la intención del autor. Esta disparidad en los criterios de clasificación obedece a varios motivos: que la literatura es una configuración histórica por lo que resulta difícil llegar a un lenguaje científico, la diversidad de escuelas que genera incongruencias entre los conceptos científicos literarios internacionales, y por supuesto la diversidad de tipos textuales que dificulta la tarea de sistematización. Esto último se ha intentado resolver recurriendo al esquema triádico de los géneros (narrativa, drama, lírica) considerando a los demás como variantes o subgéneros, lo que no ha sido una solución exitosa.

En el siglo XX la investigación de los géneros avanzó con las aportaciones del formalismo ruso, la teoría de la recepción y la literatura comparada. Los formalistas rusos insistieron en el carácter procesal de los géneros, a los que conciben como un sistema de referencias que evoluciona y se modifica permanentemente. El género está determinado por la estructura de la obra (aspecto verbal, sintáctico y semántico), según Todorov, que introduce la distinción entre géneros históricos y géneros teóricos, de acuerdo a como han sido tradicionalmente definidos. Por otro lado, está la investigación estético receptiva de Weinrich y Jauss, que plantean la noción de “horizonte de expectativa” basada en la recepción de la obra: los géneros serían las concreciones de la fundación de horizonte y/o transformación del mismo. En la literatura comparada la discusión de los géneros es esencialmente discusión de los métodos, algunas investigaciones (según las diversas escuelas: norteamericana, francesa o alemana) se orientan a lo histórico literario, otras a la tematología y/o a la investigación histórica y tipológica, y al componente literario-sociológico. El objetivo de la literatura comparada es lograr crear un concepto universal de género.

Otras propuestas para el estudio del género son: la sociología de los géneros, que busca las relaciones entre el surgimiento de los mismos y las estructuras sociales; y la de Bajtín, que introduce la idea de los géneros discursivos, ampliando su significado fuera del terreno exclusivamente literario, para señalar que siempre hay ciertas estructuras que modelan el habla. Como señala Michal Glowinski, desde esta perspectiva, junto a la lingüística del texto o teoría del discurso, “la teoría de los géneros se convierte entonces en una teoría del discurso literario (...) los géneros son los arquetipos del discurso literario, fijados por la tradición, más o menos codificados, dotados de características claras e identificables”.[1] La conciencia genérica (tanto del autor como del receptor de la obra), las convenciones literarias y las relaciones entre géneros, constituyen elementos claves en su funcionamiento histórico. Primeramente, existen “directivas que norman algunas prácticas relativas a la construcción del texto literario y a su recepción”,[2] y aunque a veces no se tenga conciencia de estas directivas (que sólo posteriormente son definidas), son las que trazan la frontera entre lo necesario y lo posible dentro de un género: cuando la obra literaria sobrepasa el límite de lo necesario para ampliar el de lo posible, las fronteras se borran, y comienza la confusión de géneros, o simplemente se da pauta a uno nuevo. Los géneros se interrelacionan entre sí y forman subsistemas, y es ahí donde se observa su historicidad.

La noción de literatura está definida a partir de estas convenciones denominadas “géneros”, ya que la recepción de un texto como verdad o como ficción depende no sólo de las formas, sino del universo de creencias que desplaza continuamente las fronteras de lo ficcional.

NOTAS

[1] GLOWINSKI, Michael, “Los géneros literarios” en: ANGENOT, Marc, BESSÈRE, Jean, et al., Teoría literaria, S. XXI, México, 1993, p. 96.
[2]
Op. cit., p. 99.


miércoles, 18 de noviembre de 2009

Borges, Eco y Foucault: el cuento de los autores que se bifurcan


Gonzalo Lizardo




Nada es menos obvio que algunas preguntas obvias, como la que Michel Foucault exploró en su conferencia del 22 de febrero de 1969, dictada ante la Sociedad Francesa de Filosofía. En esa ocasión el filósofo francés se interrogó «¿Qué es un autor?» para analizar de qué manera el nombre de quien escribe condiciona nuestra interpretación de lo que se escribe: aunque haya o no existido una persona «real» que se llamara, por ejemplo, Miguel de Cervantes, o Vernon Sullivan, o Hermes Trimegisto, tanto los nombres como los pseudónimos de los autores cumplen con una función clasificatoria que nos permite, a los lectores «reales», agrupar ciertos textos mediante relaciones «de homogeneidad o de filiación, o de autentificación de unos por los otros, o de explicación recíproca, o de utilización concomitante» [1]. Gracias a esta función, el nombre «Michel Foucault» nos autoriza a confrontar lo que se plantea en Las palabras y las cosas, con lo que se afirma en El nacimiento de la clínica, de tal modo que lo leído en una obra nos prepara para lo que leeremos en la otra, y nos ayuda a percibir concordancias o contradicciones de diversa intensidad o jerarquía.

Puede suponerse que, a semejanza de otras nociones, la de autor varía con el devenir de la Historia: cada cultura y cada época le otorga a la figura autoral un significado distinto con respecto al que le otorga a sus propios sujetos. En la antigüedad, los únicos libros que debían leerse eran divinos: se leían las palabras de Moisés o de Homero como si las hubieran dictado los dioses. Aristóteles y Platón conservaron un prestigio semidivino durante siglos, hasta que el Renacimiento y la Ilustración los redujeron a una estatura humana. En la actualidad, apenas se espera de un autor algo mejor de lo que se espera de cualquier ser humano: cuando mucho, que sea talentoso o trabajador, inteligente o ingenioso, emotivo o emocionante, universal y único. La confianza de que un nombre puede autentificar distintos textos, proviene de una superstición: la de pensar que cada nombre designa a un individuo idéntico, indivisible e inmutable, siendo que las personas reales son casi siempre mutables, escindidas y heterogéneas —tal como lo manifiestan las biografías, las ideas y las obras de Maupassant, Ducasse o Pessoa, por mencionar los casos más descarados.

Si en la modernidad la evolución del autor depende de la genealogía del sujeto, parece obvio que la fragmentación de la subjetividad moderna ha generado una fragmentación de la identidad autoral, la cual debe ahora discernirse conjuntando las escurridizas definiciones de Autor Modelo, Autor Real y Autor Liminal. Pero así como las divisiones entre mente y cuerpo, alma y carne, consciente e inconsciente no han obviado el problema de examinar la identidad, cada vez más compleja, de la persona humana, estas nociones subrayan la importancia de esclarecer la intención del autor (intentio auctoris) como un paso indispensable antes de determinar la intención de la obra (intentio operis), tal como intenta ejemplificarlo Umberto Eco, en Los límites de la interpretación:

Una vez Borges sugirió que se podría y debería leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline. Espléndida sugerencia para un juego que incline al uso fantasioso y fantástico de los textos. Pero la hipótesis no puede ser sostenida por la intentio operis. Yo he intentado seguir la sugerencia borgesiana y he encontrado en Tomás de Kempis páginas que podrían haber sido escritas por el autor del Voyage au bout de la nuit […]. Pero lo que no funciona en esta lectura es que no se pueden leer con la misma óptica otros pasos del De Imitatione [2].

Un argumento intachable, al igual que su corolario: si un texto que la tradición atribuye a un autor determinado lo atribuimos a otro, se modifica no sólo el sentido del texto original, sino también el de las obras que solemos atribuir a sus hipotéticos autores. Pero el párrafo citado tiene la paralela virtud de estimular nuestra suspicacia: la sospecha de que Umberto Eco, falazmente, le ha achacado al autor argentino una afirmación que éste jamás sostuvo. Se explicaría así que omitiera referirnos en qué página planteó Borges ese juego «fantasioso y fantástico» con los textos… a menos que Eco supusiera que el lector evocaría por sí mismo a «Pierre Menard, autor del Quijote». Como se recordará, esta ficción ensayística de Borges —compilada en su libro Ficciones, de 1941— nos reseña el esfuerzo que invirtió un ficticio escritor francés para escribir por él mismo el Quijote de Cervantes. Por supuesto, Pierre Menard no se propuso elucubrar, a la manera de Avellaneda o Flaubert, otra versión del Quijote más o menos transformada. Su «admirable ambición», por el contrario, consistía en «producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes» [3].

Nada es menos obvio que algunos proyectos obvios, como el de Pierre Menard: un proyecto secreto y banal que no buscaba revolver nuestras maneras de escribir el mundo, sino multiplicar nuestras formas de leerlo. La premisa es simplísima: cuando la suponemos escrita por dos plumas distintas, una misma página genera dos interpretaciones irreconciliables. Según la perspectiva habitual, el Quijote es un relato costumbrista que un soldado español escribió en el siglo XVII como parodia de las novelas caballerescas. Si lo suponemos escrito por un poeta francés —un lector de Nietzsche y de Válery que propagaba «ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él»— entonces ocurre la magia y el Quijote se transforma, sin modificar una sola letra, en una novela histórica, una minuciosa reconstrucción literaria de nuestro pasado, al estilo de Ivanhoe o de Salammbó. En consecuencia,

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esta técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esta técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? [3]

Si las leemos con atención —y con ironía—, estas palabras demuestran que Jorge Luis Borges —en contra de lo que piensa Umberto Eco— no recomienda «leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline». Ciertamente, eso se afirma literalmente en un libro que le atribuimos a Jorge Luis Borges —el más «fantasioso y fantástico» de los fabuladores—, pero se trata de un libro que no reúne reflexiones teóricas, sino un hatajo de alegorías llamado Ficciones. Confundido por la jerga ensayística del texto, Eco olvida (acaso sin quererlo) que estas palabras, aunque fueron transcritas por el autor argentino, provienen de un narrador ficticio: un personaje sin nombre que convivía en Nimes con poetisas y baronesas y que mantenía correspondencia con literatos imaginarios mientras despotricaba contra los diarios protestantes y sus deplorables lectores —«si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos»—; en fin, un autor lleno de prejuicios ideológicos y literarios que Borges ha inventado para que escribiera en su nombre un fementido ensayo sobre Pierre Menard… en el cual se propagan, precisamente, aquellas ideas que representan «el estricto reverso de las preferidas por él».

Tal hipótesis podría refutarse, con facilidad, si se argumenta que muchos escritores usan a sus personajes como muñecos de ventrílocuo: como monigotes de papel y tinta que no repiten sino las convicciones y las dudas de sus creadores. Así les ocurrió, en desigual grado, a Cervantes y a su Quijote, a Papini y a su Gog, a Bolaño y a su Belano, a Montaigne y a su Montaigne. Es posible, por tanto, que Borges haya bifurcado su voz para amplificar sus teorías personales sobre el autor y sus personajes. Pero podemos, igualmente, sostener que el narrador del texto no es el reflejo sino la némesis del autor. Esta doble conjetura no sólo evidencia cuán complicado resulta leer las ficciones de Borges como si el mismo Borges las hubiera escrito. Demuestra también que la noción moderna de autor se ha bifurcado una y otra vez, multiplicándose por los senderos de la página, para compensar de algún modo el histórico menoscabo de su prestigio… o para reproducir mejor la fractura del sujeto moderno: esos hombres y esas mujeres que viven y medran, vacilando a cada instante entre el alma y la piel, la vigilia y el sueño, el interdicto y la transgresión, el saber y el placer, la libertad y la tranquilidad, lo real y sus ficciones, el Yo y el Otro.

NOTAS:

1. FOUCAULT, Michel,
«¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, volumen 1, Paidós, Barcelona 1999, p. 338.
2. ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998, p. 40.
3. BORGES, Jorge Luis, «Pierre Menard, autor del Quijote», en Ficciones, Alianza, Madrid 1971, p. 59.


miércoles, 11 de noviembre de 2009

La construcción del tiempo


Carmen Fernández Galán,
Gonzalo Lizardo y Maritza M. Buendía





Algunos herejes, para desconcertar a los teólogos, solían argumentar que el tiempo no existe, pues el pasado ya fue, el futuro no es aún, y el presente a cada instante deja de serlo. Inquietado por esta paradoja, San Agustín se preguntó cómo podemos, en efecto, percibir el flujo o la duración o el significado de algo inexistente. «¿Qué es, entonces, el tiempo? —escribe en sus Confesiones— Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé» [1]. Así inicia San Agustín un ejemplar análisis de nuestra experiencia del tiempo que concluye con rigurosa modestia: si bien no puede demostrarse la existencia del pasado, del presente y del futuro, tampoco podrá negarse que existan en nuestra alma la memoria de las cosas pasadas, la atención hacia las cosas presentes y la espera de las cosas futuras. Así lo explica él mismo, tomando un ejemplo de la música, el Arte por excelencia del Tiempo:

Voy a cantar una canción que conozco. Antes de empezar extiéndese hacia todo el conjunto de esa canción mi espera, pero una vez que he comenzado, a medida que los elementos extraídos de mi espera se convierten en pasado, mi memoria se extiende hacia ellos a su vez; y las fuerzas vivas de mi actividad se distienden, hacia la memoria por lo que ya he recitado, hacia la espera por lo que voy a recitar. No obstante, mi atención está ahí presente; por ella pasa a hacerse pasado lo que era futuro. Cuanto más avanza y avanza esta acción, más disminuye la espera y crece la memoria, hasta que se agota del todo la espera, cuando la acción termina por completo y pasa a la memoria [2].


Al depositar en el alma de cada hombre la semilla que origina el tiempo, San Agustín inauguró una tradición reflexiva que ha sobrevivido hasta nuestro siglo. Desde entonces y hasta ahora, los hombres se han esforzado por interpretar, demoler y reconstruir nuestra noción del tiempo, desde las diversas y a veces confrontadas perspectivas que le ofrecen la religión o la filosofía, la física o la astrología, la lingüística o la política, la poesía o la historia. Consciente ya del carácter histórico —o temporal— del tiempo, Jorge Luis Borges propuso en 1936 su Historia de la Eternidad, donde confrontó los inmutables arquetipos de Platón con la trinitaria eternidad que urdió San Agustín, antes de esbozar su propia conjetura, cifrada en el carácter homogéneo de ciertas imágenes que hacen coincidir nuestra memoria, nuestros sentidos y nuestra imaginación: «el tiempo», concluye, «es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo» [3].

Más recientes son los intentos no por definir el tiempo, sino por historiar nuestras formas de medirlo: por «someter el propio tiempo a una perspectiva temporal» (4). A partir de los métodos que los hombres han usado para administrar el flujo temporal, G. J. Withrow se pregunta por el significado que tiene el tiempo para los hombre de distintas épocas: interesado por la relación tiempo-poder, conjetura que los avances técnicos en torno a la medición del tiempo tienen implicaciones ideológicas. La misma preocupación motiva a Jacques Attali, quien relaciona el tiempo con la violencia y con el poder:

Como todo grupo debe preservarse contra la violencia aislada, anárquica, imprevisible […] todo orden social, para durar, debe saber limitar los periodos y las fechas en que puede actuar esa violencia [5]. Por tanto, el calendario es el primero de todos los códigos de poder y en cada encrucijada de la historia del poder, cambia la medida del tiempo, signo anunciador [6].


A partir del marco de referencia utilizado para contener el flujo del tiempo, Attali divide la historia en cuatro grandes etapas: 1) tiempo de los dioses, cuando el tiempo es regido por los ciclos de lo sagrado; 2) tiempo de los cuerpos, cuando se vuelve necesario organizar las ciudades mediante campanas y relojes de pesas; 3) tiempo de las máquinas, cuando la violencia se circunscribe a la fuerza de trabajo, regulada por los cronómetros; 4) tiempo de los códigos o de tiempo-signo, del hombre programado y de la proliferación de artefactos [7]. Esta división coincide en gran medida con la postura de Whitrow quien reconoce en el reloj, y no en la máquina de vapor, la clave de la moderna era industrial. A partir de la historia de los artefactos que miden el tiempo comprueban que éste no es sino una más entre las múltiples construcciones de la cultura.

Desde la perspectiva filosófica, el problema se ha centrado en ubicar la conciencia del tiempo, que no es sino la consciencia de la muerte como rasgo constitucional del ser humano: «El problema del tiempo en el plano filosófico va más allá de toda concepción meramente psicológica o existencial. Debe plantearse, comprenderse, a partir de la estructura ontológica del ser del hombre» [8]. El tiempo sin tiempo de Parménides, el tiempo líquido de Heráclito, el eterno retorno de Nietzsche, el instante como huida hacia la eternidad de Kierkegaard, el tiempo como condición a priori de Kant, el tiempo como Ser de Heidegger: todas ellas son construcciones del tiempo que generan, a su vez, variados debates sobre el destino del hombre: entre la circularidad del mito y la persecución lineal del progreso, entre recorrer la espiral de lo mismo y tomar consciencia del ser para la muerte, entre rendirse ante el azar o resignarse al hado.

NOTAS:

1. San Agustín, Confesiones, Editorial Porrúa, México 17ª edición, 2007, p. 249.
2. Íbid, p. 262.
3. Jorge Luis Borges, Historia de la Eternidad, Alianza, Madrid, 1998, p. 43.
4. G.J. Whitrow, El tiempo en la historia, Crítica, Barcelona, 1990.
5. Jacques Attali, Historias del tiempo, FCE, México, 1985, p. 15.
6. Ibid, p. 11.
7. Ibid, pp. 33-34.
8. Luis Tamayo, La temporalidad del psicoanálisis, Universidad de Guadalajara, 1989, p. 10.