Mostrando entradas con la etiqueta Abducción. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Abducción. Mostrar todas las entradas

viernes, 7 de mayo de 2010

La abducción según Peirce


Rolando Alvarado


Rémora que carcome la convicción, constituye el primer paso para abandonar la ansiedad primera que llena el espíritu ante la presencia del error. Porque la duda, que Descartes quería universal y principio del filosofar, nunca aparece sin un motivo:«No pretendamos dudar en la filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones».1

En esos corazones la duda solo penetra por medio del error que se siente, que duele, por la catástrofe que sacude las expectativas y nada deja igual, pero nunca haciendo suposiciones gratuitas, nunca por recurso a una époje. La filosofía comienza, para agotarse, en los hechos, la ordenación cognitiva de los mismos y la conducta.2


Si la conducta es la expresión de nuestras creencias más arraigadas, esas de las que no podemos dudar porque ni siquiera las recordamos,3 la presencia del error es la trágica ruptura de las mismas y la manera efectiva de comenzar a tenerlas presentes. La ruptura de esas creencias no fue realizada por argumentos palabreros cargados de oscuros sofismas, sino por una situación empírica tal que esas creencias, ya petrificadas en hábitos,4 desembocan en el error.


Todo error surge de una situación difícil, de verdadera crisis vital que, en primera instancia, produce un estallido en los hechos, y en segunda instancia, una terrible duda en la conciencia.


Ese estado de duda no es agradable, no es cómodo mantenerlo y produce un agudo acicate para la transformación de la situación en asunto de reflexión, para comenzar a pensar, porque el pensamiento aparece cuando queremos sacudir la duda que nos acosa.


Las viejas creencias, con sus hábitos ahora inútiles, deben ceder el paso a algo nuevo.

¿Cómo entonces construiremos las nuevas certezas?, ¿cómo forjaremos el fundamento de los nuevos hábitos?, en suma: ¿cómo construiremos la nueva verdad? No por introspección, porque: «Carecemos de poder de introspección, ya que todo conocimiento del mundo interno es derivado por razonamiento hipotético de nuestro conocimiento del mundo externo»,5 por lo que solo nos queda intentar explicar los hechos aceptando que esa búsqueda de la verdad no se reduce a consuelo de nuestra conciencia, sino que, en la construcción de los hábitos, constituye un modo de vida.

Por ello nunca estará en mayor riesgo el espíritu de la humanidad que en ese momento en el que acepta arrojar por la borda la lógica, que no surge de la placida torre de marfil, sino de la lucha directa con el mundo.


Cuando se abandona esa lucha la brutal lógica de los que quieren pensar, controlar y dirigir por nosotros será naturalizada, nuestros hábitos se volverán imposiciones tristemente asumidas, nuestra conducta el fútil ademán de una marioneta y los errores ajenos se harán nuestros, pero su solución se mantendrá en la opacidad, hundiendo nuestros espíritus en el caos mientras nuestros cuerpos, cercados por los automatismos de hábitos inútiles, permanecerán en una ruidosa inmovilidad.


Para lograr disipar la duda no recurriremos a la deducción, porque de ella solo obtenemos lo que ya estaba ahí, mientras que
«El objeto del razonamiento es encontrar, a partir de la consideración de lo que ya sabemos, algo más que no sabemos».6

No tenemos recurso a la inducción simple, que únicamente sabe contar, así que nos guiaremos con la
«hipótesis», «inferencia hipotética» o «abducción»: «Por Hipótesis quiero decir, no una simple suposición sobre un objeto observado,…, sino otra verdad supuesta desde la que son deducibles los hechos observados».7

En otras palabras, recurrimos a imaginar una causa que logre dar cuenta de la situación que se nos presenta. Y es claro porque no funciona la deducción: los viejos principios han fallado, ni la inducción: las observaciones nunca serán suficientemente concluyentes, así que debemos, dentro del contexto vuelto problemático por la presencia de algo nuevo manifestado en el error al que nos llevan los hábitos (ahora instantáneamente envejecidos), hacer un esfuerzo de la imaginación, activar la capacidad de pensar anquilosada por la placidez de los automatismos, y lograr postular una causa, una razón, un principio, que logre abarcar la novedad y disipar el error.


Si tal abducción es exitosa, si hemos hecho una inferencia hipotética correcta, entonces la duda cede, el caos vuelve al orden, el nuevo hábito se forja y podemos continuar entregados a
«Placenteras y agradables visiones, independientemente de su verdad».8

Pero si no es así, si la hipótesis falla, entonces es necesario reiniciar todo de nuevo, abandonar el viejo arsenal de trucos y sofismas para arriesgar una hipótesis prodigiosa, tomando en cuenta los resultados de la errónea hipótesis previa.


Como la abducción nunca es perfecta el caos no cede al cosmos, pero, y esta es la esperanza del pragmatista, en el futuro,
«in the long run», en el páramo indescriptible de lo que aún no es, la verdad será alcanzada, el error eliminado, el pensar cesara por fin y la entrega a deliciosos placeres será realizada sin culpa ni dolor:

«
En cualquier momento de tiempo subsiste un elemento de puro azar que perdurará hasta que el mundo llegue a ser absolutamente perfecto, racional y simétrico, un sistema en el que cristalizará la mente en el infinitamente lejano futuro
».9 Lo que fue una crítica abierta de Descartes a la esterilidad de la silogística aristotélica es retomado por Peirce cuando critica el canon filosófico del período moderno: al mismo Descartes y, sobre todo, a Kant.

Peirce desarrolla la lógica como instrumento de crítica contra los sistemas filosóficos que le precedieron, y tras afirmar que había leído concienzudamente a Kant, concluye que sus libros deben ser, casi en su totalidad, tirados al fuego, por no contener otra cosa que sofisma e ilusión envueltos en crasos errores lógicos.10


William James, apoyándose en los dichos de Peirce, no dudara en afirmar, en sus presentaciones públicas del pragmatismo, que Kant no es más que una mente laberíntica pletórica de antiguallas y falacias. Un movimiento semejante, de más vastas proporciones, estaba siendo desarrollado en Inglaterra por la nueva lógica que Whitehead y Russell tomaron de Peano y Schroeder y que con el tiempo les permitiría desafiar los sistemas filosóficos continentales. Pero Peirce no desarrollo su lógica para criticar los fundamentos de la matemática, sino con un objetivo más ambicioso: definir las reglas que usan los científicos en su práctica cotidiana y extenderlas a la totalidad de la vida humana.


Es conocido que Descartes y Newton no dominaban los misterios de la deducción material,11 y que pensaban que podía existir algún medio de pasar de la multiplicidad de los fenómenos naturales a la unicidad de las leyes de la naturaleza. Peirce, apercibido de la imposibilidad de sobrevolar el abismo que separa al fenómeno de la ley que lo explica, diseña su teoría como un desarrollo evolutivo autocorrectivo: la lógica no es pura, sino impura, no se descubre en el interior del sujeto, sino en el exterior mediante las acciones del mismo. No descubrimos a cada paso el mundo: ya lo conocemos y sobre ese conocimiento se construirá el siguiente por un proceso de arrojar hipótesis, contrastarlas y corregirlas. Ese arrojar hipótesis es parte de la evolución de la especie, en una metáfora inspirada en Darwin, y se denomina
«abducción».

La abducción consiste en diseñar hipótesis que expliquen lo que ha hecho fallar la conducta basada en hábitos construidos sobre conocimiento previo, para poder fundar nuevos hábitos. Si la hipótesis arrojada falla, se construye otra mejor utilizando lo ya obtenido con la hipótesis previa, en un proceso de realimentación constante de la conducta.


Contrariamente a metodólogos que hacen de la curiosidad un hábito humano y de la construcción de hipótesis, una rutina, el pragmatismo considera que las hipótesis son lo menos común de los seres humanos. El origen de la ciencia no es la curiosidad, sino la férrea necesidad.


En su Tratado de semiótica general,12 Umberto Eco explica la abducción como un caso particular del modelo de Quillen y como el ejemplo más evidente de producción de función semiótica, paso intermedio de la catacresis.


Quizá sea eso, y el hábito, la catástrofe, la duda, el esfuerzo de la imaginación, la paz mental, todo ello se condense en las formulas de una semiótica general.


En 1902 Charles S. Peirce estaba cercado por la pobreza, la enfermedad y los interminables —pero mal pagados— artículos del Baldwin`s Dictionary. Vivió de prestado y regalado hasta 1912, año en que —como su compatriota E. A. Poe en 1849— murió desconocido para todos —excepto para sus acreedores y para William James.


Un pragmatista no llora ante la muerte ni acepta su inmediato aniquilamiento. Quizá se quede solo, pero esa soledad no implica una derrota, porque el significado de una vida adviene después de ella. Si valió o no la pena es una cuestión intrínsecamente práctica. Todas sus lágrimas y frustraciones deberán ser calibradas en relación con las consecuencias que tengan, en el futuro, sobre la totalidad de este mundo contra el que intentó imponerse.


Notas

1. Peirce, Charles S., «Some consequences of four incapacities», p. 228 en Justus Buchler, Philosophical writings of Peirce, Dover (1955) NY. El original dice: «Let us not pretend to doubt in philosophy what we do not doubt in our hearts».
2.
Cfr. «The principles of phenomenology», en íbid. p. 87.
3.
«Your problems could be greatly simplified if, instead of saying that you want to know the “Truth”, you were simply to say that you want to attain a state of belief unassailable by doubt», Cfr. «The essentials of pragmatism», en íbid. p. 257. La traducción es: «Tus problemas serán grandemente simplificados si, en lugar de afirmar que quieres conocer “la verdad”, simplemente dices que quieres obtener un estado de creencia inatacable por la duda».
4.
Cfr. Cap. IV «Habit», p. 68 en James, Williams, The principles of psychology, Henry Holt and Company (1954) NY. También: Dewey, John, Human Nature and conduct, The Modern Library (1930) NY.
5.
Cfr. «Some consequences…», p. 230. El original dice: «We have no power of introspection, but all knowledge of the internal world is derived by hypothetical reasoning from our knowledge of the external world».
6.
Cfr. «The fixation of belief», en íbid. p. 7. El original dice: «The object of reasoning is to find out, from the consideration of what we already know, something else which we do not know».
7.
Cfr. «Abduction and induction», ibid. p. 15. «By a “Hypothesis” I mean, not merely a supposition about an observed object,…,but also any other supposed truth from which would result such facts as has been observed».
8.
Cfr. «The fixation of belief», en íbid. p. 8. «Pleasing and encouraging visions, independently of their truth».
9.
Cfr. Whittemore, R. C., Makers of the american mind, W. Morrow and Company (1964) NY, p. 358, el original dice: «At any time, however, an element of pure chance survives and will remain until the world becomes an absolutely perfect, rational, and symmetrical system, in which mind is at last crystallized in the infinitely distant future».
10. En la antología: Fraire, Isabel, Pensadores norteamericanos del siglo XIX, SEP/UNAM, México 1983. En el artículo de James, William,
«Conceptos filosóficos y resultados prácticos» podemos leer, en la p. 246, lo siguiente: «El verdadero camino del progreso filosófico no pasa, en mi opinión, y para decirlo en pocas palabras, a través de Kant, sino alrededor de él».
11.
Pero confiaban en Dios. Véase: Lakatos, Imre, Matemáticas, ciencia y epistemología, Alianza Universidad 294, Madrid 1987, cap. 5, p. 103.
12.
Eco, Umberto, Tratado de semiótica general, Random House- Mondadori, México 2006, p. 208.

miércoles, 6 de enero de 2010

La espada de Juana contra la navaja de Ockham


Gonzalo Lizardo



Ante cualquier texto o signo que el mundo ofrece, cada lector establece conjeturas más o menos viables para interpretarlo, aunque no siempre se detenga a meditar hasta qué punto puede corroborarse la pertinencia o la falsedad de dichas hipótesis. Desde Aristóteles hasta la Lógica Moderna, pasando por la Escolástica, se han formulado mecanismos formales —como la deducción o la inducción— para contener el dispendio subjetivo de nuestras conjeturas. En nuestros tiempos postmodernos, tanto la Hermenéutica como la Semiótica han apostado por un método al que se conoce como abducción, y que puede ser definido como «un procedimiento de prueba indirecta, semidemostrativa […] en el cual la premisa mayor es evidente, la menor en cambio es sólo probable o de todos modos más fácilmente aceptada por el interlocutor que la conclusión que se quiere demostrar»[1].

Aunque este método fue desarrollado desde Aristóteles, fue el filósofo norteamericano Charles S. Peirce quien lo refinó, hasta convertirlo en una herramienta muy adecuada de exégesis textual. De hecho, la especificidad de dicho método sólo se evidencia al ser contrastado con sus contrapartes. Para expresarlo con una metonimia, el saber Escolástico era esencialmente deductivo —pues a partir de unas cuantas leyes emanadas del dogma, se pretendía deducir la infinita variedad de la creación—; a contrapelo, el saber Ilustrado privilegió un método inductivo —el cual anhelaba inducir leyes a partir de la inagotable diversidad del ser y del tiempo. Ante estos dos saberes, ansiosos por formular verdades eternas y universales, la Hermenéutica sólo cuenta con un saber abductivo como la vía más sensata —y modesta— para comprender, de manera precaria y aproximativa, el sentido del mundo y los libros concretos.

Pero si el método abductivo acepta conjeturas más o menos probables, necesita establecer algunos criterios que le ayuden a valorar los distintos tipos de hipótesis que pueden ser formuladas. Luego de aceptar que la abducción «parece más un movimiento libre de la imaginación alimentado por emociones (como una vaga “intuición”) que un proceso normal de descodificación» [2], Umberto Eco propone una taxonomía bastante económica, basada en cuatro tipos generales, de acuerdo el grado de dificultad que debe superar el intérprete para demostrarlas o refutarlas: la hipercodificada (aquella donde la conjetura se demuestra con el mínimo esfuerzo interpretativo), la hipocodificada (o aquella que requiere elegir entre varias hipótesis equiprobables), la abducción creativa (aquella donde el intérprete convierte la conjetura en ley) y la meta abducción (aquella que, por sus implicaciones, modifica la visión del mundo de quien formula la abducción) [3].

Una escena de la película Juana de Arco (Luc Besson 1999) plantea con claridad esta taxonomía. En ella vemos a la santa francesa (Milla Jovovich) mientras aguarda en su celda la sentencia que la conducirá a la hoguera. Rezando un padrenuestro, la doncella invoca las «visiones» que suelen aconsejarla. En lugar de Dios o de un ángel, se apersona ante ella un monje anónimo e impasible (Dustin Hoffmann): un anciano que para colmo no ha venido a aconsejarla, sino a cuestionar su capacidad abductiva: a hacerle ver con qué ligereza ha interpretado las «señales» que Dios, presuntamente, le había remitido. En específico, se refiere a esa espada, tirada en el campo, que Juana quiso interpretar como una orden divina:



De inicio, el monje imagina cinco conjeturas que pudieran explicar la presunta señal: 1) la espada se le cayó a un jinete, sin que él lo notara; 2) la espada pertenecía a un hombre que fue asesinado durante un duelo; 3) la espada fue arrojada por un hombre que huía de sus adversarios y quería aligerar su fuga; 4) la espada la soltó un hombre al ser asesinado por un arquero; 5) la espada fue abandonada por un hombre que, sin motivo aparente, se cansó de ella. De acuerdo con las definiciones de Eco, las cuatro primeras son hipercodificadas: si comprendemos el contexto de violencia que caracterizaba a la Edad Media, las cuatro explican, de manera casi automática, la inusual presencia de una espada tirada sobre el campo. En contraste, la quinta abducción pertenece al grupo de las hipocodificadas, pues requiere explicaciones adicionales: ¿por qué motivo ese hombre se deshizo de su arma?, ¿por un conflicto moral, por flojera, por locura?, ¿o simplemente decidió convertirse en eremita, como San Julián, o en libertino, como Gilles de Rais?

Parece irrefutable, en consecuencia, el reclamo del monje: entre las infinitas conjeturas que pudiera haber imaginado para explicar el fenómeno, resulta absurdo que ella eligiera la sexta explicación, la más inverosímil: que la espada le haya sido entregada por Dios para que Juana, cumpliendo las profecías, liberara a Francia del dominio inglés.

Al comprometerse con ese designio, Juana no ha hecho sino formular una abducción creativa que así podría resumirse: «Esta espada es una señal divina; yo me encontré esta espada; ergo, yo he recibido una señal divina»… lo cual no demuestra que la espada en el campo sea una «señal», sino que lo presupone sin mayor análisis. Este silogismo es tan débil que el monje lo refuta con un artilugio escolástico muy simple: el principio de economía conocido como «la navaja de Ockham», según el cual, entre varias explicaciones posibles el sujeto debe elegir siempre la que explique el mayor número de fenómenos de la manera más «económica» posible… lo cual no demuestra que Juana esté equivocada: tan sólo señala que su abducción es demasiado complicada para ser verdadera.

Como sea, el monje aprovecha el desconcierto de Juana para proponerle una meta abducción: una conjetura de segundo grado que pone en tela de juicio la visión del mundo que configuran las disparatadas conjeturas de la joven doncella. «Viste lo que querías ver», sentencia, acusándola de cometer un error muy frecuente entre aquellos que se dejan cegar por sus propios complejos, prejuicios o fantasmas… Una confusión muy válida si consideramos que la crédula Juana habita un mundo regido por la Fe: un mundo en crisis, donde cada cosa es una señal, un signo que expresa el impenetrable designio de Dios. El escéptico monje representa, en cambio, un mundo por venir: el mundo de la Razón, donde las cosas no son sino cosas, y no tienen sentido sino como causa o consecuencia de una cadena de causalidades.

Desde la perspectiva del monje, Juana se equivoca juzgando los profanos sucesos de este mundo como signos, visiones, mensajes divinos. Lo cual parece muy sano y muy sensato, excepto si lo analizamos desde la perspectiva de Juana, pues para ella el monje no es sino aquello que él mismo intenta refutar: una visión que la conmina a no dejarse engañar por las visiones. La joven prisionera se encuentra atrapada por una paradoja: para acatar el consejo del monje, debe desoír sus consejos, pues si los acata, estará recayendo en su viejo error, interpretando como «mensaje divino» las palabras de un monje cualquiera, mundano y falible. No debe extrañarle al espectador, por lo tanto, que Juana decida desoír los sensatos cuestionamientos del monje y permanezca fiel a sus abducciones, por muy creativas y descabelladas que pudieran parecer.

Ciertamente, si se hubiera conformado con las inofensivas abducciones hipercodificadas que la Razón le aconsejó, tal vez hubiera evitado la hoguera: no se hubiera equivocado jamás, pero tampoco hubiera sido santa, ni hubiera puesto en jaque a los ingleses. Para ciertos intérpretes, como Juana, vale más cometer un heroico error que conformarse con una pusilánime certeza.

NOTAS:

[1] ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, 4ª edición, México 2004, p. 21.
[2] ECO, Umberto, Tratado de semiótica general, Lumen, 5ª Edición, Barcelona 2000, p. 208.
[3] ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª Edición, Barcelona 1998, pp. 263-264.