Mostrando entradas con la etiqueta Anima y Animus. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Anima y Animus. Mostrar todas las entradas

sábado, 24 de septiembre de 2011

Diez hipótesis sobre una novela de Ricardo Piglia


Gonzalo Lizardo




1. Blanco nocturno de Ricardo Piglia es el producto más acabado de una tradición establecida por una novela inacabada: Museo de la Novela de la Eterna. En muchos de sus textos Piglia ha reflexionado sobre la barroca influencia que Macedonio Fernández ha ejercido en las letras argentinas y en su propia obra. Más allá de la contradicción entre el hombre real —un fiscal de que exculpaba a sus acusados con argumentos extravagantes—[1] y el autor literario —un obsesivo que invirtió su vida entera escribiendo una novela infinitamente interrumpida— Ricardo Piglia reivindica la perpetua preocupación de don Macedonio por la relación entre pensamiento y literatura,[2] así como la importancia que le concedió al lector —o mejor, a la lectora— de la obra. A partir de las premisas macedonianas, Piglia revalora los problemas de la interpretación frente a los problemas de la composición novelística. Tanto la lectura y la escritura tienen un mismo propósito: entablar relaciones entre las cosas, los hechos y las palabras. Si «la comprensión de un hecho consiste en la posibilidad de ver relaciones», como afirma en su novela, entonces «nada vale por sí mismo, todo vale en relación con otra ecuación que no conocemos».[3] Entre la mano que escribe y el ojo que lee, entre el autor que teje los hilos sueltos del mundo y el lector que amarra los cabos de la novela con los eventos de su existencia, se genera un conocimiento específicamente literario, una especie de epifanía que permite conciliar las eternas contradicciones del hombre, atrapado entre la libertad y la necesidad, la memoria y el olvido, el tiempo y la eternidad, el amor y el desamor.

2. Blanco nocturno es una novela sobre la (mala) lectura de la Novela. Como género específico de la modernidad —presiente Piglia— la Novela comienza justo cuando la educación literaria reemplazó a la enseñanza religiosa «en la construcción de una ética personal».[4] Si la edad moderna inició cuando la figura del Creyente fue desplazada por la figura del Lector, «la historia de la Novela es también la historia de la iluminación»,[5] tal como escribe Piglia a propósito de Anna Karenina. Se trata, claro, de una historia marcada por el destino trágico de ciertos lectores como el Quijote, Emma Bovary o los lectores del Werther: lectores que recibieron un mensaje pero lo interpretaron mal, iletrados que no atinaron a «descifrar los signos oscuros de la realidad»,[6] y fallecieron como víctimas de su propia hybris. Por tanto, si quiere cambiar la vida de sus lectores sin contagiarlos de bovarismo, la Novela debe urdir una «teoría de la lectura». Por eso Piglia admira a Kafka y a Borges. Al narrador checo porque descubrió «un nuevo modo de leer: la literatura le da forma a la experiencia vivida, la constituye como tal y la anticipa»,[7] y al narrador argentino porque inventó un héroe que no era un aventurero sino un lector: el lector «más creativo, más arbitrario, más imaginativo que haya existido desde don Quijote».[8]

3. Si toda «verdadera tradición» es clandestina, las afinidades electivas de Piglia lo inscriben dentro de una tradición «secreta» que se caracteriza por la importancia que le conceden al Lector y a la lectura. Para Cervantes y Flaubert, Joyce y Kafka, Borges o Macedonio, sólo la lectura cabal de los signos puede conducirnos hacia la intuición epifánica del Ser: la coincidentia oppositorum que concilie las contradicciones del mundo y las paradojas del hombre mediante una analogía o una síntesis de los contrarios. Un velado dualismo, quizá de origen gnóstico, se agazapa tras los autores que suscriben esta intuición: desde Gustave Flaubert, dividido entre su instinto romántico y su vocación naturalista, hasta James Joyce, cuya obra quiso conjugar el realismo de Ibsen con el simbolismo de Mallarmé. En esta tradición podrían ser incluidos Macedonio Fernández —atrapado entre el deseo de pensar la escritura y el de escribir el pensamiento—, Witold Gombrowicz —escindido entre su escritura polaca y su exilio americano—, Jorge Luis Borges —que invocaba a Homero y al Martín Fierro en una sola escritura—, y a Roberto Alt —quien buscaba conciliar los usos populares de la cultura con una visión excéntrica propia de las vanguardias. Como autor, el dualismo de Ricardo Piglia (y el de su doble, Emilio Renzi) está cifrado por una doble vocación: amalgamar la reflexión teórica con la praxis novelística, la vanguardia con el realismo, el rigor intelectual con el juego imaginativo.

4. El pensamiento dualista de Ricardo Piglia —influido por los formalistas rusos y los historiadores de la lectura— se manifiesta cabalmente en su conocida «Tesis sobre el cuento», según la cual cada cuento es o debiera ser una síntesis entre dos historias. «Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad», indica Piglia, porque «los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas».[9] La lectura de Edgar Allan Poe y de Raymond Chandler, le sugirió que la novela policíaca le permitiría enlazar dos historias en un texto o —lo que es equivalente— leer un mismo evento desde dos órdenes distintos: por un lado, la novela como representación de lo real, como relato de las muertes concretas, como crónica de los crímenes contingentes; por el otro, la novela como artificio de palabras para «hacer visible lo invisible» y evidenciar las esencias inmanentes que se ocultan tras las apariencias contingentes. A la manera de Hermes, el detective privado funciona como «psicopompos»: como mensajero, como mediador ideal entre ambos sistemas, entre el lector y la obra, entre el misterio y la solución, entre el crimen y su causa primera. Desde Auguste Dupin hasta Philip Marlowe, el antihéroe del género policíaco se manifiesta como el arquetipo de cierto lector moderno. El detective como hermeneuta salvaje «destinado a establecer la relación entre la ley y la verdad»[10] interpretando lo sucedido a partir de sus signos dispersos: Bouvard y Pécuchet como antecesores de Arturo Belano y Ulises Lima.

5. Un personaje central de Blanco nocturno —el comisario Croce— conjuga las figuras de Dupin y de Marlowe. Como ambos, Croce es un marginal, un aislado y sobre todo un célibe, pues el celibato es una alegoría extrema de su autonomía. Esta característica no es gratuita sino fundamental. Como lo enseñan los tangos y la obra de Macedonio Fernández, «el hombre que perdió a la mujer mira el mundo con mirada filosófica y extrema lucidez. La pérdida de la mujer es la condición para que el héroe del tango [y de la novela policíaca] adquiera esa visión que lo distancia del mundo y le permite filosofar sobre la memoria, el pasado, la pureza olvidada, el sentido de la vida».[11] Aun cuando su celibato lo coloca por encima de su «alumno» Emilio Renzi —quien nunca ha podido separarse por completo de su mujer Julia—, el comisario Croce debe alejarse aún más del razonamiento institucional, «científico» o «deductivo», apostando por un conocimiento fundado en la «intuición» que le ocasiona la desconfianza de sus colegas y que podría ser analogado con el método abductivo de Charles Sanders Peirce: «Las evidencias eran certezas a priori, ningún descubrimiento empírico podía invalidarlas. Croce llamaba a este método de deducción tocar de oído».[12] Las manías de Croce son similares a «la vida nocturna y un poco perversa de Dupin, la cocaína de Sherlock Holmes, el alcohol y la soledad de Marlowe»:[13] manifestaciones psicotrópicas de su marginalidad y de su soberanía hermenéutica.

6. Blanco nocturno puede leerse como la praxis de una teoría, específica de Piglia, que busca unir la vanguardia con el realismo para mostrarnos el «choque entre los dos mundos antagónicos»,[14] representados por la urbe y la provincia, mientras reflexiona sobre nuestra trágica impotencia para conocer el mundo. Como ampliación de su «Tesis sobre el cuento», Piglia condensa en un solo texto dos historias opuestas. La primera —conducida por el comisario Croce— gira en torno al asesinato de Tony Durán. La segunda —dirigida por el periodista Emilio Renzi— se desarrolla en torno al proyecto de Luca Belladona por construir el Nautilus: un Aleph artificial que llevaría «el mundo hacia nosotros en lugar de tener que viajar nosotros hasta el mundo».[15] Junto a una intriga policíaca que involucra la historia argentina, se nos narra una ficción simbólica sobre la naturaleza de nuestros sueños. Así como la novela inconclusa de Macedonio Fernández fue construida en torno a la dualidad entre el Presidente y Eterna, Blanco nocturno agrupa a sus personajes en alegóricas parejas: además de dos investigadores —Croce y Renzi—, tenemos a dos sospechosos —Yoshio el mayordomo y Anselmo el jockey—; además de dos gemelas —Ada y Sofía—, tenemos a dos hermanos —el mujeriego Lucio y el célibe Luca—, además de dos patriarcas —el abuelo Bruno y el padre Cayetano— tenemos a dos madres —Matilda Ibarguren, la lectora, y Regina O'Connor, la adúltera.

7. Un indicio para conciliar las dos historias antagónicas de Blanco nocturno, podríamos encontrarlo en un libro que el azar —o el destino— puso en las manos de Luca —y del lector. Convencido de que su mensaje le «estaba personalmente dirigido»,[16] Luca encontró en El hombre y sus símbolos, de Carl Jung, un método para entender el propósito de su vida onírica y, por lo tanto, de su vida entera. Se propuso a partir de entonces analizar cada uno de sus sueños hasta descubrir la recurrencia de sus contenidos simbólicos. El método produjo profundos cambios en su vida. Si Luca pudo comprender y perdonar la traición de su hermano, si Luca pudo concebir, diseñar y construir el Nautilus, lo hizo gracias a esa jungeana interpretación onírica. Pero el método falló a la hora de reconciliarse con su padre o de enfrentar la trampa legal que le tendió el fiscal Cueto —villano indiscutible de la novela. Como don Quijote y Emma Bovary, la tragedia de Luca fue originada por su incompetencia como lector: por su incapacidad para descifrar adecuadamente los signos. Si Luca hubiera leído desde otra perspectiva la «teoría de los arquetipos» que Carl Jung expuso en ese mismo libro, hubiera comprendido que su inconsciente estaba dominado por esas figuras simbólicas mediante las cuales el inconsciente colectivo se hace escuchar en sueños por nuestro inconsciente individual. En otras palabras, hubiera entendido que su interior era el campo donde luchaban su rencor hacia el Animus y su nostalgia por el Anima.

8. Piglia ha advertido un tema recurrente en la narrativa argentina. Adán Buenosayres, Rayuela, Los siete locos y Museo de la Novela de la Eterna son novelas animadas por la pérdida de la mujer o —en palabras de Jung— por la búsqueda arquetípica del Anima: como lo comprobó Fausto —en la versión de Goethe— de poco sirve nuestro afán por conocer o dominar el mundo sin la intercesión del Eterno Femenino. Se llame la Maga o la Eterna, Beatriz Viterbo o Regina O'Connor, la ausencia de la mujer se convierte en «la condición de la experiencia metafísica». Por ello Borges inventó el Aleph y Morel concibió su Invención: ese par de objetos mágicos que concentraban el universo y que sustituían alegóricamente «a la mujer que se ha perdido».[17] Esa misma carencia, en el fondo, motivó el utópico proyecto de Luca Belladona. Así como el narrador de Borges se asomó al Aleph para leer, en el último rincón del universo, las cartas amorosas de Beatriz Viterbo, así el héroe de Piglia construyó el Nautilus con el objetivo de observar los pasos a su madre irlandesa, la pelirroja que dejó a su esposo Cayetano cuando su hijo Lucio tenía tres años y Luca estaba en su vientre, una mujer inconstante que «luego, cuando yo también tuve tres años, me abandonó a mí (como había abandonado a mi hermano)».[18] Desde esa perspectiva, puede interpretarse la fábrica como un símbolo materno cuya posesión ocasionó el enfrentamiento de Luca con don Cayetano, ese Animus autoritario que no supo retener a su madre ni conservar la fábrica. Dando la espalda a su padre y al mundo, Luca se encerró en el casco amniótico de la fábrica abandonada para construir su propio Museo: una «novela» escrita para ser leída por una mujer, Regina O'Connor, la madre adúltera, su Ánima ausente. No en vano, cuando fracasó su proyecto, Luca «se sintió vacío, como si hubiera quedado sin alma».[19] Había obtenido el dinero que necesitaba para concluir el Nautilus, a un precio que fue incapaz de pagar y que lo llevó a la muerte.

9. Aunque Luca fracasara, en gran medida, por su deficiente interpretación de la realidad, debe reconocerse la habilidad de su turbio adversario —su Sombra arquetípica— para manipular los signos, los indicios, las pistas del caso hasta acorralar a su víctima como acorrala un cazador a su blanco nocturno. Como su rival, es factible que también el fiscal Cueto, alias el Buitre, actuara motivado consciente o inconscientemente por la pérdida de una mujer: por esa rica pelirroja, hermosa, liberal e inteligente, que de pronto lo abandonó para viajar a Estados Unidos, junto con su hermana gemela, y para liarse con Tony Durán: el valijero norteamericano cuya muerte originó la intriga. El amor mueve las dos historias de la novela, según parece, aunque se trata de amores muy distintos: mientras uno se manifiesta como ensueño y voluntad de saber, el otro se configura por la pasión y por la voluntad de poder. Sin mancharse de manos la sangre, Cueto ha movido sus piezas con habilidad de matemático o poeta para deshacerse de Tony Durán, encarcelar a Yoshio, inducir el retiro de Croce, arruinar a Luca y hacer que Ada Belladona vuelva a sus brazos. Blanco nocturno es una novela sobre la tragedia del mal lector y el triunfo de su Sombra.

10. Si nos guiamos por la fortuna final de sus personajes, la habilidad para leer los signos no depende de nuestras cualidades éticas, sino de nuestra capacidad intelectual. La novela plantea, por tanto, una contradicción radical entre la sabiduría y la justicia, una paradoja que sólo podría ser resuelta por uno de sus sobrevivientes, el periodista Emilio Renzi. La primera en entenderlo, faltaba más, es una mujer: una bibliotecaria llamada Rosa Echeverry, que fue amante de Croce y que entabla con Renzi una afecto cómplice y maternal. «Usted, querido, seguro va a escribir un libro con este pueblo», le dice. «Una novela, una crónica, algo que pueda vender con facilidad para comprarle ropa a sus hijos o pagarse unas vacaciones con su mujer, y cuando lo haga se acordará de mí…»[20] ¿Una novela negra sobre los motivos criminales del fiscal Cueto, por ejemplo? ¿O una biografía libertina de Ada y de Sofía? ¿O una ficción intertextual sobre lo que le ocurriría a la hija de Emma Bovary si emigrara a la pampa y fuera secuestrada por un gaucho? ¿O una fantasía científica sobre una fábrica encantada, habitada por los inventos mecánicos de Luca Belladona? Considerando esas posibilidades, latentes en la escritura de Piglia, Blanco nocturno puede leerse como una metanovela que contiene, dentro de sí, no sólo las novelas que la precedieron, sino los gérmenes de su propia tradición.

NOTAS

1. PIGLIA, Ricardo, Formas Breves, Anagrama, Barcelona 2000, p. 15.
2. Íbid, p. 83.
3. P
IGLIA, Ricardo, Blanco nocturno, Anagrama, Barcelona 2010, p. 265.
4. P
IGLIA, Ricardo, El último lector, Anagrama, Barcelona 2005, p. 105.
5. Íbid, p. 146.
6. Íbid, p. 86.
7. Íbid, p. 53.
8. Íbid, p. 26.
9. Formas breves, op. cit., p. 106.
10. Íbid, p. 66.
11. Íbid, pp. 25-26.
12. Blanco nocturno, p. 266.
13. Formas breves, p. 68.
14. Blanco nocturno, op cit., p. 89.
15. Íbid, p. 257.
16. Íbid , p. 238.
17. Formas breves, op. cit., p. 25.
18. Blanco nocturno, op. cit., p. 240.
19. Íbid, p. 195.
20. Íbid, p. 189.


domingo, 17 de abril de 2011

La Estrella y la Luna


Hacia una tipología arquetípica de los personajes literarios

Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo

Entre todas las categorías del análisis narrativo, la noción del «personaje» es una de las más confusas y menos investigadas. Para remediar esa indefinición, Ducrot y Todorov delimitan cuatro categorías presentes dentro del «personaje literario»: como representación lingüística de una persona, como punto de vista de los sucesos, como un sujeto dotado de ciertos atributos, o como expresión de una psicología tácita. Con base en una o varias de estas categorías, se han ensayado diversas clasificaciones. Las tipologías formales analizan los atributos, la importancia y la complejidad de los personajes para distinguir a los estáticos de los dinámicos, a los principales de los secundarios, a los chatos de los densos. Las tipologías sustanciales, en cambio, los catalogan de acuerdo con sus funciones dramáticas o narrativas, como lo hace Propp cuando habla del agresor, el donante, el auxiliar, el padre, el mandante, el héroe y el falso héroe, o Greimas cuando determina las relaciones entre los actantes del relato: sujeto, objeto, emisor, destinatario, adversario, auxiliar. [1]

Las tipologías anteriores, cimentadas sobre el sentido literal del relato, podrían conducirnos a otras, tan complejas como lo exija la intención del lector o del crítico. En la literatura abundan los personajes que contienen potencialmente un sentido metafórico, simbólico o mítico. Los personajes homéricos de Ulises, Penélope y Telémaco, por ejemplo, más que representar a «personas» concretas, nos remiten a las figuras míticas del Padre ausente, la Madre que espera y el Hijo que busca. Podemos sospechar que ciertos relatos literarios, de manera más o menos implícita, ponen de manifiesto a esos «contenidos del inconsciente colectivo» que Carl Gustav Jung ha denominado «arquetipos»: esos tipos arcaicos y primitivos que reflejan la naturaleza del alma y ponen de manifiesto el estrato más profundo del inconsciente, un estrato que trasciende a los individuos, que es idéntico en todos ellos y «constituye así un fundamento anímico de naturaleza suprapersonal existente en todo hombre». [2]

De acuerdo con Jung y sus discípulos, existen tres arquetipos primordiales: el Anima, el Animus y la Sombra. El Anima es el arquetipo de la «vida», está relacionado con los elementos del agua y el aire, y se proyecta en forma femenina como madre o diosa, sirena o sacerdotisa. El Animus, es el arquetipo del «sentido», está relacionado con los elementos del fuego y la tierra, y se proyecta como padre o dios, ogro o rey. La Sombra, por su parte, está relacionada con la figura del doble, con «el otro lado» de la persona, «el otro yo» y, en general, con las cualidades y atributos desconocidos o poco conocidos del ego, así como con los «valores necesitados por la consciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlas en nuestra vida».[3] En el ejemplo citado de la Odisea, parece evidente que Ulises expresa literariamente al Animus, Penélope al Anima y Telémaco al hijo que busca su Sombra.

Ahora bien, parece obvio que estos arquetipos no se manifiestan en su forma pura sino modificados por una serie de arquetipos que «no son personalidades, sino más bien situaciones, lugares, medios, caminos, etcétera, típicos que simbolizan los distintos tipos de transformación».[4] Para visualizar en su conjunto estos arquetipos, Jung propone las imágenes del tarot. De acuerdo con sus criterios, estos arcanos expresarían diversas manifestaciones del Anima (como Sacerdotisa, Emperatriz, Fuerza, Justicia, Estrella o Templanza) o del Animus (como Hierofante, Emperador, Loco, Mago o Ermitaño), y el resto podrían representar transformaciones (la Muerte, el Diablo, el Camino, la Torre, el Juicio, la Fortuna) mediante las cuales cualquier arcano se asimila o se integra o se confunde con su Sombra. De ese modo, la Fuerza podría, por intervención del Diablo, fortalecer al Mago; por influjo de la Luna, la Emperatriz conocería la Templanza, y el Emperador, por un giro de la Fortuna, dejaría sus corona para vagar como el Loco.

El siguiente paso parece natural, casi inevitable: considerando el carácter polisémico del discurso literario, nada impide analizarlo a través de los conceptos de Jung, sobre todo cuando el texto insinúa contenidos míticos, alegóricos o inconscientes. En esos casos, podría estudiarse la esencia, los atributos y el comportamiento de los personajes literarios para ubicar, mediante analogías arquetípicas, cuáles arcanos habitan secretamente el interior del texto, así como responder de qué manera le otorgan un sentido adicional. A manera de ejemplo, podríamos estudiar un cuento de Inés Arredondo titulado «Wanda», incluido en su volumen Los espejos (1988).

Debido a su carácter netamente simbólico, Raúl puede ser asociado a dos cartas del tarot: el Amante, dividido entre dos posibilidades amorosas, y el Loco, extraviado y sin rumbo. Su transformación, sin embargo, depende de otro personaje, Wanda, que puede ser descrita a través de la Estrella y la Luna. Dos elementos pares o «gemelos» resaltan en estos últimos arcanos: en la Estrella, una mujer desnuda en la orilla de un riachuelo vierte agua de dos jarras rojas: una corre hacia el río, la otra es derramada hacia la tierra. En la Luna, dos perros ladran furiosos a la Luna. Al igual que la Estrella, Wanda también se muestra desnuda y expuesta en los sueños de Raúl, el joven protagonista del cuento. Esta desnudez transgrede de entrada con el estado habitual de los cuerpos: «el estar vestidos». Gracias a este atributo, y debido a que ninguna ropa la vincula con un determinado grupo social, Wanda se percibe como un ser libre y misterioso, en sutil contacto con la naturaleza. Su único vestido se teje a partir de los símbolos que la acompañan y le dan vida a lo largo del relato. De cabello largo y boca «hambrienta con calor de rosa», Wanda es agua pura, salada, que murmura y canta en un lenguaje desconocido, en un «idioma que se sentía tan antiguo como el mar».[5]

El mar, y todo lo que el mar implica en el cuento de Arredondo (las caracolas, la frescura, los peces, el calor, el silencio), configura el mundo onírico donde se suceden los encuentros amorosos entre Wanda y Raúl. Este plano encuentra su clara oposición con otro: el mundo de la tierra y de la vigilia, donde Raúl tiene una familia como cualquier otro y vive una vida parecida a la de cualquiera. Así entendidos, el mar y la tierra funcionan como dos fuerzas opuestas que se atraen y se rechazan mutuamente, a semejanza de las dos jarras rojas que sostiene la mujer en la Estrella. El mar nutre a la tierra. Ésta se deja nutrir. El mar fluye, atrae a la tierra a su centro. La tierra se deja fluir. Hay mucho de contención, de espesura y de nostalgia entre ambas fuerzas, de deseo por recuperar un tiempo perdido o un pasado mágico (mítico) que, ciertamente, alguna vez el hombre poseyó. Conocedora del peligro y de las consecuencias, Wanda echa a andar ambas fuerzas porque es «una sacerdotisa de la naturaleza [que] inicia la tarea de descubrir en los acontecimientos de la existencia terrenal un modelo que corresponda al designio celestial».[6] Por eso, el deseo contenido que experimenta Raúl durante la vigilia, y que lo lleva incluso a sugerir o a imaginar una relación incestuosa con su pequeña hermana, es el mismo deseo que se disemina entero en la infinitud del agua. Deseo que convoca, fertiliza y se reconforta en el oleaje profundo del mar, en Wanda y «los abismos del ahogo y del placer inconmensurables».[7]

Pero cuando el agua de la tierra se desborda, poderosa, hacia el agua del río, cuando se rompe el equilibrio y uno de los opuestos sobrepasa y contamina al otro es porque el arquetipo se transforma en su Sombra. En el cuento de Arredondo, este paso de un arcano a otro se representa en un momento clave de la historia: cuando Raúl olvida a Wanda para entregarse a las caricias de una prostituta. Fracturada la armonía ya no existe el retorno: es imposible que Raúl recupere su antigua capacidad de vuelo y de abandono. El papel sereno y apacible que inicialmente introduce la Estrella a la narración se rompe ante la presencia de la Luna, quien arrebata a la tierra su papel creativo y deja agotados y sin rumbo a sus habitantes, tal y como se encuentra Raúl después de la pérdida de Wanda.

Al mismo tiempo, la influencia de la Luna se entrelaza y recuerda a otros arquetipos y a otros mitos: a Diana, la diosa cruel y vengativa, y a Acteón transformado en siervo. La Wanda de Arredondo, la que se percibía tersa y suave, plena de mar y envuelta de poesía, es ahora severa e inflexible, muy parecida también a la Wanda de Leopold Sacher Masoch, en La Venus de las pieles. Este proceder deja a Raúl sin alternativas: como uno de los perros de la Luna, como Acteón-siervo, nadie puede escucharlo, nadie puede entenderlo. En adelante, «ha perdido el contacto con cualquier aspecto de su ser humano. Sumergido ahora en los niveles del reino animal está […] inmerso en el acuoso inconsciente […] Ninguna mano alcanza a prestarle ayuda, ninguna estrella ilumina su cielo».[8] En el cuento, el único camino es la muerte. Desde su garganta de bestia y a semejanza de Acteón, Raúl, a punto de morir ahogado de pulmonía, imagina que se acerca al mar y que recupera a Wanda por un instante. No es así. La transformación es definitiva: ambos se han convertido su respectiva Sombra. Por la mala elección de Raúl-Amante, Wanda-Estrella se transfigura en Wanda-Luna. Y por influjo de ésta, aquél se transforma en Raúl-Loco: atacado, como Acteón, por sus propios perros. Por ese par de perros que, en el arcano respectivo, le aúllan enfurecidos a Wanda, su Señora.


NOTAS

1. DUCROT, Oswald y TODOROV, Tzvetan, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México 1998, pp. 259-264.
2. JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós, Barcelona 2009, p. 10.
3. FRANZ, M. L. von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav (compilador), El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid 1966, p. 170.
4. JUNG, Carl Gustav,
Arquetipos e inconsciente colectivo, op. cit., p. 64.
5. Cfr. ARREDONDO, Inés, «Wanda», en Obras completas, Siglo XXI, México, 1998.
6. NICHOLS, Sallie, Jung y el Tarot, Kairós, Barcelona, 2005, p. 408.
7. ARREDONDO, Inés, op. cit., p. 216.
8. NICHOLS, Sallie, op. cit., p. 433.