miércoles, 12 de octubre de 2011

Mito y —crítica

Salvador Lira Saucedo
y Carmen F. Galán




Cada uno de nosotros tiene su panteón de sueños,
privado, inadvertido, rudimentario pero que obra en secreto.
La última encarnación de Edipo,
el continuado idilio de la Bella y la Bestia,
estaban esta tarde en la esquina
de la Calle 42 con la Quinta Avenida,
esperando que cambiaran las luces del tránsito.

Joseph Campbell


Definido como un paso de la naturaleza a la cultura, del caos al orden, el mito se sostiene como un relato constituyente o fundacional principalmente. La idea de un origen otorga sentido y dirección al hombre arrojado en el tiempo, por eso el mito es en esencia relato y su base es el lenguaje, que permite esta ordenación. El mito marca origen, identidad y destino, una configuración de signos dirigido al oyente o lector (actor, escribiente, creyente…) para ordenar la cultura. La relación con el tiempo y mito se instaura en un in illo tempore, que es todos los tiempos en un solo tiempo; el relato primordial se actualiza en el rito que lo vuelve en eterno presente.

Es un hecho innegable que todo hombre experimenta los mitos. En la vasta soltura de un territorio innombrable, el hombre se encuentra solo: conciencia de ser para la muerte. Ante su desnudez, el hombre se teje un ropaje de lenguaje y forma tramas para recordar el acto originario, el paso de la naturaleza a la cultura. El tejido se realiza no como acto individual ni material, sino como palabra o metáfora de oráculo. En el mito, el hombre ya no está solo ni desnudo, está en el sentido.

En el mito convive la triple conciencia de ser en el mundo, ser en el tiempo y la posibilidad de reconciliación en el mito como relato donde confluyen los opuestos. Por ello el mito responde a tres necesidades: la religiosa o el mito-encantamiento, vinculado a una metafísica y a una escatología; la poética o el mito-ornamento, ligada a su expresión y a la experiencia estética; y la pedagógica o el mito-enseñanza, que apunta a una moral.[1]

Como un tipo de verdad contrapuesta, para algunos, pero mejor dicho complementaria del logos, el mito ofrece una solución para lo inexplicable: “no resuelve las tensiones pero permite vivir con ellas”.[2] En sus fronteras con la leyenda y la ficción, este tipo de verdad ha sido desplazado por un nuevo mito: el de la ciencia moderna que apoyada en la racionalidad y en la idea de conocimiento positivo desplaza o anula esta forma de explicación de la realidad. La invisibilidad de las creencias desplazadas al territorio de la religión, por las nuevas religiones disfrazadas a su vez de sentencias bajo sutiles formas de autoridad (léase el prejuicio ilustrado que opone civilización y barbarie), releva y descalifica al pensamiento totémico que retorna en grandes oleadas en las épicas habitadas de vampiros, hombres lobos o superhéroes de comic. Así, nadie es consciente de los mitos que habita.

Las bases populares de generación espontánea de mitos siguen siendo el eje que articula los sistemas de creencias, por más que la intención de dirigir el rumbo de las ideologías en el contexto de la comunicación mediática olvide el consumo invisible en la apropiación del usuario. Para Umberto Eco en Apocalípticos e integrados y para Roland Barthes en Mitologías,[3] existen varias posturas ante el mito: el creador o constructor que hace pasar por hechos lo que son valores, el consumidor que asume como verdad lo propuesto, y el desmitificador que sospecha de la construcción. Sin embargo, el mito, como lenguaje robado (a propósito de Barthes), puede pervertirlo todo, hasta la misma oposición que se le presente, así los revolucionarios terminaron siendo más dogmáticos que los más reaccionarios católicos. La única salida es semiológica: robar continuamente al mito, reescribirlo para resignificarlo.

Los estudiosos del folklor encontraron ciertos esquemas recurrentes en corpus de relatos correspondientes a ciertas culturas. La morfología del relato de Vladimir Propp recoge estas similitudes en el folklor ruso, mismas que se pueden observar, por ejemplo en los lais bretones y hasta en las telenovelas contemporáneas. Del mismo modo Joseph Campbell pregunta “¿porqué mitología es la misma en todas partes, por debajo de la diferencias de vestidura?”[4] Una salida que se propuso como indicativa de la duda de Campbell fueron los sueños, dado que son el espacio de lo simbólico. El psicoanálisis propuso analizar los sueños mediante un camino hermenéutico. Para Sigmund Freud, los sueños son la mitología privada del durmiente, por eso sólo el paciente tiene la respuesta y el analista funciona como un corrector de estilo que marca pausas para orientar la interpretación. En distancia a la visión individualista de Freud, Carl Gustav Jung propone la idea de un inconsciente colectivo, al que caracteriza a partir del concepto de arquetipo como símbolo compartido en varias culturas. Esto dio pie a los estudios Psicocríticos que buscan la interpretación del texto a partir de consideraciones que no son específicas de la actividad literaria, sino generales del funcionamiento simbólico del ser humano que da lugar a discursos, entre los que se encuentra el literario. Éste último lleva al concepto de la Poética de la imaginación de Gaston Bachelard.[5]

Si se habla de un mito en particular, en el afán de responder a un cuestionamiento de época, las caras del mito se valen de distintos ornamentos para la conjunción de opuestos. Para explicar el traslado de los mitos a lo largo de la cultura, Gilbert Durand propone la «metáfora hidráulica» o «metáfora potamológica»[6]: el mito fluye en distintas corrientes, velocidades, terrenos, se ampara de otras aguas de otros ríos y persiste en el vértigo del espacio. Las «cuencas semánticas», como conjuntos homogéneos que definen estructuras culturales, se desarrollan en fases diversas que confirman el correr del agua-mito.

Otra metáfora para pensar el mito como fenómeno emergente es el «árbol filosófico» planteado anteriormente por Jung7: las raíces del árbol con el illud tempus, el tronco representa la historia y el follaje es el mundo exterior como estructura abierta donde los árboles y frutos mueren si se les separa. La metáfora del «árbol filosófico» permite visualizar el enramado de cierta parte de un árbol/mito con otro árbol/mito, hibridaciones que responden –de nueva cuenta– a dónde, cómo, cuándo, por qué y quién dice el mito, pero que como en rizoma repiten la estructura.
La mitocrítica, como parte del mitoanálisis, es un ambicioso proyecto de hermenéutica unificada del imaginario que dibuja el trayecto antropológico del hombre a partir de las tramas simbólicas que otorgan sentido a la existencia. No debe olvidarse que el mito se constituye de tramas simbólicas, de manera indirecta remite a sentidos ocultos, por lo que el analista debe pasar del plano de la manifestación a la inmanencia para encontrar las caras ocultas del mito.[8]

La mitocrítica, por lo tanto, es el estudio del mito a partir de sus fuentes para explorar la tensión creadora que teje los mundos en transición en su emergencia o entropía.

El camino mitocrítico

Es necesario distinguir al mito como tipo de símbolo y sus relaciones con el rito, la literatura y la poesía, antes de explicar el método mitocrítico y su propuesta de análisis literario. Tanto el mito como el rito proponen un discurso que se liga con el cosmos y con lo sagrado; el primero regularmente de manera narrativa y el segundo en el modo de la re/presentación —piénsese en cualquier con/memoración, traer «con» a la memoria, repetir los actos y la Historia Sagrada, el tiempo de los tiempos. El mito y el rito se instauran con el «ser en el mundo», otorgan un lenguaje reflexivo que permite al lector —participante/iniciado o profano— realizar un acto interpretativo.

Se debe hacer hincapié que el mito, como tipo de símbolo[9] (Paul Ricoeur veía la mito como un símbolo relatado), es un ente sujeto a múltiples interpretaciones; ente que no es fijo ni inamovible, por el contrario, se encuentra en constante movimiento y puede estar presente o dormido en el imaginario colectivo. El que un mito sea retomado u olvidado manifiesta que todo un sistema de valores descansa en los soportes de la memoria como la música, la pintura, la poesía, la literatura, la liturgia que lo hacen presente. Es decir, el estudio de los mitos a partir del discurso y las prácticas culturales implica el estudio de la Tradición que le da vida.

A partir del psicoanálisis y la historia de las religiones, los mitos tomaron un creciente interés en los estudios antropológicos. Uno de los pioneros es Claude Lévi-Strauss quien propone el concepto de «mitema» al observar al mito como un ente narrado, y desde la perspectiva estructuralista trata de encontrar el juego de oposiciones. El mito, como el resto del lenguaje, se compone de unidades constitutivas.


Estas unidades constitutivas presuponen las unidades constitutivas que se hallan presentes en el lenguaje cuando éste se analiza en otros niveles -a saber, fonemas, morfemas y sememas-; sin embargo, difieren de estas últimas de la misma forma que las últimas difieren entre sí; pertenecen a un orden más alto y más complejo. Por esta razón, las llamaremos unidades constitutivas en bruto.[10]

A partir de las «unidades constitutivas en bruto», Lévi-Strauss construye el análisis crítico arquetípico. El mito, como símbolo presentado de manera narrativa, se presupone en unidades mínimas inalterables que conforman la base del relato y, por lo tanto, de la interpretación del sentido del mito estudiado. El modelo estructuralista de Lévi-Strauss, si bien intenta estudiar partes o núcleos en el relato mítico (prometer, traicionar, obstaculizar, hechizar, etc.), no establece la correlación y cambio entre sus propios segmentos mínimos así como por significar un sólo sentido en cada «unidad constitutiva en bruto». Para Lévi-Strauss, el «mitema» es estricto. Es decir, su rigidez “aun en la más formalizada presentación del mito, la de Lévi-Strauss, las unidades, que él llama mitemas, todavía son expresadas como oraciones que conllevan sentido y referencia.”[11]

Gilbert Durand retomaría el concepto de mitema bajo otros criterios. Al citar la definición de René Thom –“El símbolo es la coherencia de dos tipos de identidad diferente”–, Durand distingue dos principios de identidad: uno de localización que se asimila al simbolizante (como un nombre, imagen, remitente al léxico, etc.) y otro “no localizable”, que se refiere a lo que los antiguos llamaban la “comprensión”.[12] Este “no localizable” es la cualidad que tiene el símbolo de ser el signo más rico en significado. Estas funciones coherentes tienen un carácter conceptual y otro afectivo.

El camino mitocrítico, según Gilbert Durand y sus alumnos Fréderic Monneyron y Joël Thomas, no trata de presentar las unidades más mínimas e inalterables de un mito, sino:


[…] Es estudiar –partiendo de un “mito ideal”, “constituido por la síntesis de todas las lecciones mitémicas” deducidas a través del análisis mitocrítico previo– las variaciones que se han introducido en las “realizaciones” diversas de ese mito de acuerdo a las épocas, pero también de acuerdo a aquel que “dice” el mito y según la manera en que lo dice.[13]

El estudio mitocrítico acepta, entonces, la propuesta de Barthes al proponer al mito como resultado de las ideologías[14] y, más aún, las ideologías fundadas en el mito al ser un elemento simbolizante. La movilidad y significación es una de las piedras angulares de la propuesta analítica de Durand, puesto que no considera que el modelo sea segmentario, no sólo en la mitocrítica, sino en el tipo de pensamiento moderno: “La «reducción» es el último recurso del saber moderno contra la abundancia de los objetos del saber. […] La visión del universo del hombre escolástico está fragmentada en el nivel de su saber.”[15] La postura que Durand asume en su camino de interpretación retoma algunos puntos del estructuralismo de Claude Lévi-Strauss, pero manifiesta una tremenda relación significativa entre cada uno de los mitemas, que no son fijos.


Así como la fonología supera y deja de lado las pequeñas unidades semánticas fonemas, morfemas, semantemas) para centrar su interés en el dinamismo de las relaciones entre los fonemas, de igual forma la mitología estructural nunca se detiene en un símbolo separado de su contexto: tiene por objeto la frase compleja, en la que se establecen relaciones entre los semantemas, y esta frase es la que constituye el mitema, «gran unidad constitutiva», que por su complejidad «tiene carácter de relación».[16]

El concepto de las «cuencas semánticas» permite a Durand la descripción de conjuntos homogéneos que definen estructuras culturales y que se desarrollan en fases diversas que confirman el correr del agua/mito. Las necesidades del mito flotan en la «metáfora hidráulica». Durand explica algunas variantes constantes del correr de la «metáfora potamológica», las fases que definen en el tiempo una «cuenca semántica» (explicaciones que también se utilizan en la metáfora del «árbol filosófico»):


1) Torrentes: Distintas corrientes se forman en un medio cultural dado: a veces son resurgencias lejanas de la misma cuenca semántica pasada; esos torrentes nacen, otras veces, de circunstancias históricas precisas (guerras, invasiones, acontecimientos sociales o científicos).
2) División de aguas: Los torrentes se reúnen en partidos, en escuelas, en corrientes y crean así fenómenos de frontera con otras corrientes orientadas diferentemente. Es la fase de “querellas”, de los enfrentamientos de regímenes de lo imaginario.
3) Confluencias: Al igual que un río está formado por afluentes, una corriente constituida necesita ser apañada por el reconocimiento y el apoyo de autoridades establecidas, de personalidades influyentes.
4) En nombre del río: Es entonces cuando un mito o una historia reforzada por la leyenda promueve un personaje real o ficticio que denomina y tipifica la cuenca semántica.
5) Aprovechamiento de las orillas: Se constituye una consolidación estilística, filosófica, racional. Es el momento de los “segundos” fundadores, de los teóricos. A veces las creencias exageran ciertos rasgos típicos de la corriente.
6) Agotamiento de los deltas: Se forman entonces meandros, derivaciones. La corriente del río debilitado se subdivide y se deja captar por corrientes vecinas.

La identificación de las cuencas semánticas permite instaurar una imagen heurística de la «metáfora potamológica» y sus cambios constantes, desde las confluentes hasta el delta, surge de ello el estudio crítico de los mitos literarios en dos direcciones: 1) transhistórico, pues “la historia y el mito [entonces] se iluminan y se dan sentido recíprocamente; sin la historia, el mito no tiene cuerpo; y sin el mito, la historia no tiene alma”; y 2) transdiciplinario, ya que “el solipsismo reductor es la muerte de la hermenéutica”.[18]

La obra literaria debe encontrarse en medio. La elaboración del «mito ideal», a partir de las «lecciones mitémicas», es el primer paso para identificar un río/mito. El paso del mito es constante, las versiones aparecen en función de las fases o «cuencas semánticas». Es ahí cuando interviene el momento de la identificación de la «cuenca semántica» apropiada, pues la obra literaria que se estudia debe quedar en medio. No sólo intervienen elementos literarios, como el estilo, figuras retóricas, el ritmo, el género, la voz poética; también se fijan condiciones históricas, filosóficas y elementos simbolizantes. Por ello, la «cuenca semántica» necesita procesar el seguimiento de un río como Torrente, como División de aguas, etc. Una vez establecido el camino del río y sus «mitemas» significantes, se debe realizar el análisis hermenéutico.

La obra literaria, al ser ubicada y/o compuesta en alguna parte de algún mito, no se degrada en lo absoluto, sino que pasa de ser un «complejo mítico» a una «realidad lingüística». “La obra literaria perfecta, dice John Middleton Murry [cita Antonio Alatorre], es ‘aquella que combina el máximo de personalidad con el mínimo de impersonalidad’.”[19] Conocimiento de la Tradición -en este caso de una versión del mito-, no obstante apropiación, conformación de una realidad en verso o prosa, cuento o poema, ensayo o novela. El análisis mitocrítico aplicado a la Literatura no pierde su movilidad. Por el contrario, el apoyo en la «cuenca semántica» y el «mitema» establecen el desarrollo simbolizante de la Literatura y los mitos. El acto humano de con/memorar, «ser en el mundo», se repite para contar una y otra vez las apropiaciones del mito.


NOTAS


[1] MONNEYRON, Fréderic y THOMAS, Joël, Mitos y Literatura, Nueva Visión, Buenos Aires, 20002, p. 16.
[2] L
ÉVI-STRAUSS, Claude, Antropología estructural, Siglo XXI, México, 2004.
[3] E
CO, Umberto, Apocalípticos e integrados, Lumen, Barcelona, 1999, y BARTHES, Roland, Mitologías, Andrés Boglar (trad.), Siglo XXI, México, 1994.
[4] C
AMPBELL, Joseph, El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, FCE, México, 2006.
[5] Véase G
ARRIDO GALLARDO, Miguel Ángel (dir.), “¿Qué es la literatura?,” El lenguaje literario, vocabulario crítico, Editorial Síntesis, España, 2009, p. 27 y BACHELARD, Gaston, La poética del espacio, FCE, México, 1957.
[6] D
URAND Gilbert, Mitos y Sociedades, Introducción a la Mitodología, Sylvie Nante (trad.), Editorial Biblos, Buenos Aires, 2003, p. 74.
[7]
MONNEYRON, Fréderic y THOMAS, Joël, op. cit., p. 25.
[8] B
EUCHOT, Mauricio, Hermenéutica Analógica, Símbolo, Mito y Filosofía, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, México, 2007, pp. 18, 26 y 30.
[9]
Ídem.
[10]
LÉVI-STRAUSS, Claude, op. cit., p. 208. Véase también RICOEUR, Paul, Teoría de la Interpretación, trad. Graciael Monges Nicolau, Siglo XXI Editores y Universidad Iberoamericana, 1ª edición 1995, 6ª edición 2006, pp. 94.
[11]
RICOEUR, Paul, Op. Cit., p. 98.
[12] D
URAND, Gilbert, Mitos y Sociedades, Introducción a la Mitodología, Sylvie Nante (trad.), Editorial Biblos, Buenos Aires, 2003, p. 54.
[13]
MONNEYRON, Fréderic y THOMAS, Joël, Op. Cit., p. 62.
[14] Véase:
TRIFONAS, Peter Pericles, Barthes y el imperio de los signos, Carme Font (trad.), Gedisa Editorial, España, 2004, p. 81.[15] DURAND, Gilbert, Ciencia del hombre y tradición, el nuevo espíritu antropológico, Agustín López y María Tabuyo (trad.), Ediciones Paidós Ibérica, S. A, España, 1999, p. 40.
[16]
DURAND, Gilbert, La imaginación simbólica, Marta Rojzman (trad.), Amorrortu editores, Buenos Aires, 1968, p. 62.
[17] Íbid., p. 74. Véase también:
MONNEYRON, Fréderic y THOMAS, Joël, Op. Cit., p. 59.
[18]
MONNEYRON, Fréderic y THOMAS, Joël, Op. Cit., p. 61.
[19] A
LATORRE, Antonio, “La crítica literaria”, Ensayos sobre crítica literaria, Conaculta 1ª edición 1953, 1ª reimpresión 4ª serie 2001, México, p. 26.



sábado, 1 de octubre de 2011

Metalepsis: una estrategia de representación narrativa


Lorena Ventura



La incorporación del término metalepsis al ámbito de la teoría narrativa tiene su origen en las reflexiones emprendidas por Gérard Genette en uno de los apartados de Figuras III. En esta obra, el teórico francés desarrolló un conjunto de nociones destinadas a integrar un modelo de análisis cuyo punto de partida ha sido la extensa novela de Marcel Proust. Es curioso que, a pesar de la innegable relevancia que dicho modelo ha alcanzado en el dominio de los estudios literarios, el concepto de metalepsis no haya resultado tan fecundo como los otros para el análisis formal del relato. Ello se debe, tal vez, no sólo al desarrollo paralelo de la noción de metaficción en el ámbito de la teoría anglosajona, que siendo más general apunta a ser más productiva, sino también a la imprecisión y fluctuación semánticas que históricamente han caracterizado al término y a las que Genette parece haber contribuido al otorgarle una nueva significación.

En la propuesta narratológica de Genette, la metalepsis ha sido llamada a formar parte de un sistema (al lado de la prolepsis, la analepsis, la silepsis, la paralepsis, etcétera), en el cual ha sido dotada de un sentido específico al designar “toda intrusión del narrador o del narratario extradiegético en el universo diegético (o de personajes diegéticos en un universo metadiegético, etc.) o, inversamente”.[1] Para ilustrar esta definición, al lector le bastará con remitirse a La rosa púrpura del Cairo (1985), un conocido filme de Woody Allen, donde el explorador de un largometraje de aventuras, Tom Baxter, se sale de la pantalla de cine para ir a habitar el mundo de su espectadora, Cecilia, una camarera explotada, protagonista a su vez del filme que Allen nos ofrece. La definición de Genette, si bien es precisa en cuanto al procedimiento narrativo que describe, no parece armonizar ya con las definiciones previas del término acuñadas por la tradición retórica.[2]

Con César Dumarsais, por ejemplo, la metalepsis designa un caso particular de metonimia en la cual se explicita la causa para dar entender el efecto (“he vivido” por “muero”), o el efecto para dar entender la causa (“algunas espigas” por “algunos años”). Para Pierre Fontanier, en cambio, se trata de una proposición que consiste en “sustituir la expresión directa con la expresión indirecta, es decir, en dar a entender una cosa por otra que la precede, la sigue o la acompaña”.[3] Este mismo autor considera también como una variedad de metalepsis aquellos casos en los cuales un autor “es representado o se representa como productor, por sí mismo, de aquello que, en el fondo, sólo relata o describe”.[4] Esto ocurre, por ejemplo, en una frase como “Virgilio hace morir a Dido”, cuya significación podemos percibir y restablecer sin mayores dificultades como “Virgilio narra la muerte de Dido”. Es precisamente de esta definición secundaria de Fontanier de la cual habría partido Genette para la elaboración y desarrollo de su propio concepto narratológico: el de metalepsis narrativa o ficcional.

Se ha reprochado a Genette la deformación semántica del término, al grado de no poder armonizar ya su definición con la propuesta por la tradición retórica. Conviene recordar, sin embargo, en la búsqueda de un denominador común entre ambas concepciones, que el radical -lepsis designa en griego el hecho de “tomar de alguna parte, hacerse cargo o asumir”, y que la adición del prefijo meta-, confiere al sustantivo obtenido el sentido literal de “tomar (narrar) cambiando de nivel”.[5]

El “más allá” denotado por el prefijo meta- sugiere una dimensión esencialmente transgresiva entre las fronteras de representación y éste es precisamente el punto en el que tanto Fontanier como Genette parecen coincidir. En el caso de la definición de Fontanier, el autor no sólo narra sino que va más allá de su función, es decir, hace o produce (la muerte de Dido), aunque sólo sea en apariencia. En Genette, la metalepsis alude a elementos que pertenecen a un determinado nivel narrativo (narrador, personajes, etcétera) y que, del mismo modo, van más allá de él, transgrediéndole (Tom Baxter saliendo de su pantalla de cine).

Uno de los méritos de Genette sin duda ha sido haber profundizado en el potencial transgresivo de la metalepsis, observando que ésta puede extenderse de la simple figura a la ficción. Una frase como “Virgilio hace morir a Dido” se resiste a una lectura literal ya que, por ser Virgilio autor y Dido personaje, sus niveles ontológicos resultan incompatibles. Por esta razón, el “asesinato” no puede ser sino figurado. Tomado al pie de la letra, sin embargo, el enunciado querría decir que Virgilio se ha introducido efectivamente en la diégesis de su poema para asesinar a Dido, con lo cual estaríamos ya frente a un relato ficcional de carácter fantástico.[6] Al asumir la frase como un acontecimiento efectivamente sucedido (la muerte de Dido a manos de Virgilio), la figura se diluye para abrir paso a la ficción. Así, mientras en el primer caso estamos ante una metalepsis figural, esto es, ante un tropo en el sentido que le ha otorgado la retórica clásica, en el segundo tenemos una metalepsis narrativa o ficcional, la cual es uno de los procedimientos narrativos más recurrentes de la literatura y el arte modernos en general.

Un ejemplo ya canónico de la metalepsis como estructura ficcional es el que nos ofrece “Continuidad de los parques” (1956), de Julio Cortázar, en el que un narrador extradiegético nos presenta la historia de un hacendado que lee una novela, uno de cuyos personajes literalmente se sale de ella –la metadiégesis– para intentar asesinar al hacendado. La narración finaliza con este movimiento metaléptico que dota al relato de un carácter sorpresivo o fantástico.

Aunque los universos del lector-hacendado y del personaje de la novela leída sean ficcionales, ambos suponen distintos niveles de “realidad”. Así, el lector-hacendado puede considerarse “real” –o menos ficticio– en relación con el personaje de la novela que lee. El efecto fantástico producido por el tránsito literal del personaje, de su universo de ficción a la realidad del lector-hacendado, es evidente. Ya no es posible “traducir” la metalepsis o tomarla en sentido figurado, ya que sus alcances de significación son completamente ficcionales: el personaje de la novela leída ha transgredido efectivamente el nivel narrativo al cual pertenece (la metadiégesis) para deslizarse en uno superior (la diégesis). La escena final en la que el personaje de la novela sostiene un puñal sobre la cabeza del hacendado confirma una “continuidad” sobre dos planos que, por definición, son discontinuos: el de la ficción y el de la realidad. Este relato pone de manifiesto no sólo una multiplicidad de niveles narrativos, sino también una novedosa fragilidad e inestabilidad de sus fronteras.

Otro caso de metalepsis, también de Cortázar, es el de “Orientación de los gatos” (1980), en el que un personaje femenino franquea su estatuto ontológico –la diégesis– para penetrar en el mundo de una pintura –la metadiégesis. Tal como ocurre en “Continuidad de los parques”, aquí la metalepsis se produce rumbo al final de la narración. Además, el transcurso del relato funciona de cierto modo como una suerte de “preparación” de la metalepsis que tiene lugar en el desenlace. Se podría afirmar así que no sólo la estructura sino el tema de este relato están determinados por la estrategia metaléptica: se trata de un personaje que entra al ámbito de una representación pictórica. El relato inicia así:

Cuando Alana y Osiris me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la menor duplicidad. […] También entre ellos me miran así, Alana acariciando el negro lomo de Osiris que alza el hocico del plato de leche y maúlla satisfecho, mujer y gato conociéndose desde planos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a rebasar.[7]

El narrador insistirá una y otra vez en que Alana es una mujer “inaprensible”, “inalcanzable”. En este momento de la narración, tales adjetivos sólo pueden interpretarse, no obstante, en un sentido figurado. De modo que esos “planos que se le escapan” al narrador, donde sus caricias no “alcanzan” a Alana, constituyen una suerte de anticipación de lo que ocurrirá rumbo al final del relato. Apenas unas líneas después, leemos: “amo una estatua mutilada, un texto no terminado, un fragmento de cielo inscrito en la ventana de la vida”. Esta última frase incluso constituye una alusión clara a la imagen, al “recorte” que supone un cuadro. Esta “ventana” volverá a aparecer en diversas pinturas de la sala de museo que ambos personajes recorren y, de manera definitiva, en la pintura en la cual es cristalizada la metalepsis. Y algo similar ocurre con el gato, aunque en una suerte de paralelismo, pues uno es el gato de Alana, Osiris, y otro el representado en la pintura del museo. Podría afirmarse que éste es el elemento que une, por repetirse, ambos planos (he aquí una vez más la continuidad de lo discontinuo). Cerca del final, leemos:

La vi detenerse ante un cuadro que otros visitantes me habían ocultado, quedarse largamente inmóvil mirando la pintura de una ventana y un gato. [8]

La inmovilidad, la ventana, el gato, son elementos que anuncian una vez más el acontecimiento que está por venir, retardándolo al mismo tiempo e intensificando así el efecto de la transgresión final.

Hace falta apuntar que la distancia infranqueable del narrador respecto a Alana está determinada por la enajenación de ésta –reiterada a lo largo de la narración– con Osiris, y significativamente con la música y la pintura. De modo que la metalepsis final puede ser leída también como una hipérbole de la atracción que Alana experimenta hacia las representaciones artísticas, según nos ha informado el narrador.

Vi que el gato era idéntico a Osiris y que miraba a lo lejos algo que el muro de la ventana no nos dejaba ver. Inmóvil en su contemplación, parecía menos inmóvil que la inmovilidad de Alana. […] cuando Alana volvió hacia mí la cabeza el triángulo ya no existía, ella había ido al cuadro pero no estaba de vuelta, seguía del lado del gato mirando más allá de la ventana donde nadie podía ver lo que ellos veían, lo que Alana y Osiris veían cada vez que me miraban de frente.[9]

Esa inmovilidad tan reiterada es, ya sin duda, la propia de las pinturas, dimensión a la que inexplicablemente se puede ir, pero de la que ya “no se puede volver” y desde la cual, además, “nadie puede ver lo que ellos”. El narrador remarca así que tal imposibilidad está determinada por ese otro plano al que ahora Alana y el gato pertenecen, y del cual él ha quedado marginado de modo irremediable. La complicidad entre los personajes metalépticos, al grado de ser uno mismo, hace del título del relato una suerte de metonimia, de manera que la “orientación” de los gatos resulta, en realidad, la orientación de Alana, caracterizada, como hemos visto, por la transgresión. Alana se ha deslizado hacia una pintura desde la cual no se puede volver: metalepsis irremediable acompañada de un efecto de extrañamiento, de fantasía final. El tránsito de la figura a la ficción enfatizado por Genette tiene lugar aquí incluso dentro de un mismo relato.

El efecto fantástico de un relato no sólo está en función de la posición que guarda la metalepsis dentro de él sino también de su carácter único dentro de la historia narrada. Ello querría decir que la cualidad fantástica de la metalepsis depende también de su irreversibilidad así como de su fugacidad. Relatos en los que la metalepsis se produce a mitad de la narración, por ejemplo, y de modo iterativo, tienden a diluir la extrañeza, dando lugar, en cambio, a un efecto humorístico o irónico. Tal es el caso, por ejemplo, de relatos como “El experimento del profesor Kugelmass”,[10] de Woody Allen, en el que un personaje entra y sale de la diégesis de Madame Bovary, al mismo tiempo que Emma Bovary sale y entra de su universo diegético.

Además de enfatizar el carácter fantástico o humorístico de un relato, la metalepsis tiene la capacidad de exhibir el artificio literario, con lo cual pone de manifiesto una dimensión metatextual. La metalepsis transgrede la frontera inestable pero “sagrada” entre el mundo desde el cual se narra y el mundo narrado. Lejos de afirmar que literatura y realidad son universos autónomos y herméticos, por tanto, nos sugiere su fusión.

La metalepsis implica además un cuestionamiento a nuestra aprehensión de la realidad y al papel desempeñado por las ficciones en cada época. Si los escritores del siglo XIX concebían la obra como un “reflejo” de lo real, en nuestra época el mimetismo parece estar invertido: Don Quijote, salido de la novela ahora, figura en nuestro mundo en forma de estatuillas, y las ficciones que leemos muchas veces terminan influyendo en nuestro comportamiento. La metalepsis nos recuerda así que realidad y ficción no son dimensiones necesariamente excluyentes.

NOTAS:

1. Gérard GENETTE, Figuras III, trad. de Carlos Manzano, Madrid: Lumen, 1989. (Palabra Crítica, 10), p. 290.
2. Definiciones de las cuales aquí sólo retomo las más inmediatas, pero no está de más acotar que en la antigua retórica la metalepsis fue un recurso de objeción dentro de los procesos judiciales, mientras que para Quintiliano designó un mecanismo de transferencia de sentido inherente a todos los tropos y, por una mala interpretación de su tratado, posteriormente pasó a designar una especie de sinonimia impropia.
3. Pierre FONTANIER, Les Figures du Discours. Paris: Flammarion, 1977, p. 127. Traducción mía.
4. Íbid, p. 127. Traducción mía.
5. Gérard GENETTE, Palimpsestes. Paris : Seuil, 1982. (Poétique). p. 244.
6. Para el teórico francés, la metalepsis ficcional no es sino un modo agravado de la metalepsis figural. Gérard GENETTE, Metalepsis. De la figura a la ficción. México: FCE, 2004, p. 23.
7. Julio CORTÁZAR, Cuentos completos 2. Madrid: Alfaguara, 1996, p. 329. Cursivas mías.
8. Íbid, p. 331.
9. Íbid.
10. Woody ALLEN, Perfiles, Barcelona: Tusquets, 2001. (Fábula, 171).