sábado, 8 de diciembre de 2012

Signos y símbolos: matemáticas y mitología


Gonzalo Lizardo


En un granito de mostaza si así quieres entenderlo
hay una imagen de todas las cosas superiores e inferiores

Angelus Silesius

Casi por definición, el símbolo (del griego symbolon: «consentimiento entre dos partes») es el vehículo más eficaz con que cuenta el hombre para comprender lo indefinible. Junto con Durand, Chevalier y Jung, se le puede describir como un «signo distante» que «vela revelando y que revela velando». El símbolo sería entonces un signo muy peculiar: un objeto sensible o abstracto que remite más allá de sí mismo, hacia un sentido que ninguna palabra o signo puede expresar de forma satisfactoria. Para no quedar trunco —es decir, para alcanzar este sentido lejano y difuso, profundo y oscuro—, el símbolo necesita de una colaboración muy activa por parte del intérprete. Esta necesaria colaboración entre dos partes explica que el  symbolon fuera en su origen un objeto partido en dos trozos que se repartían entre dos personas, de tal modo que después, acercando las dos partes, sus propietarios pudieran reconocer «sus lazos de hospitalidad, de negocios o de amistad»[1].

Para precisar mejor la naturaleza del símbolo, es útil contrastarla con la del signo: Carl Gustav Jung, por ejemplo, «decía que un signo denota un objeto específico o una idea que se puede traducir en palabras (una cruz roja denota un puesto de auxilio o farmacia, una humareda, la existencia de un fuego). Por el contrario, un símbolo no puede ser presentado de ninguna otra manera y su significado trasciende lo meramente dibujado; por ejemplo, la Esfinge, la Cruz »[2]. En esa misma dirección, Lanceros contrasta el signo y al símbolo por sus grados de arbitrariedad y adecuación: en el signo, el lazo que une al significante con su significado es arbitrario y adecuado[3]. Así ocurre, por ejemplo, con el signo matemático φ (phi), que designa de manera arbitraria un significado o valor específico definido por las siguientes ecuaciones:


Además de arbitrario, el signo φ es adecuado, porque a un significado inteligible (definido por la fórmula anterior) se le ha adecuado un significante que ningún matemático confundirá con el de otras constantes, como π o como e.  El símbolo, por el contrario, es no-arbitrario y no-adecuado. Es no-arbitrario porque detrás de cada símbolo existen una serie de motivos que han determinado la unión del significante con sus significados: todo símbolo incluye, dentro de sí mismo, su propia historia, el mito concreto de su instauración como símbolo. El significado simbólico de la Esfinge, por ejemplo, emana de su relación con la historia de Egipto y con el drama de Edipo, de la misma manera que el significado simbólico de la Cruz emana del relato sobre la muerte y la resurrección de Cristo. Para transitar de lo visible a lo invisible, de los seres sensibles al inefable misterio del Ser, los símbolos deben transitar por el horizonte del mito. Los relatos míticos, por tanto, pueden ser descritos como dramas simbólicos: como puestas en escena que ofrecen al hombre una imagen interpretativa, un orden metafísico, un orden moral que responde a los misterios de la existencia real.

Lo mismo sucedió con el número φ. Conforme se descubrían sus asombrosas propiedades, los sabios y matemáticos creyeron encontrar en φ un símbolo de la naturaleza divina, cuyo valor parecía estar en todas partes: implícito en la serie de Fibonacci, en la disminución o crecimiento de las poblaciones animales, en la forma de los árboles, en el diseño de los caracoles, en la estructura de los templos griegos o de las tumbas egipcias. Fue así como el signo φ, se convirtió en el «número dorado» o la «proporción divina»: una manifestación sensible de la sabiduría matemática de Dios. Adecuado para designar una relación numérica, el significante original se fue preñando de significado simbólico: adquiriendo poco a poco —de manera no adecuada, en tanto nadie lo adecuó una dimensión mítica, una profundidad teológica, un sentido tan abismal como inasible.

Ilustrando la no arbitrariedad y la no adecuación del símbolo, la historia de φ, esa divina e irracional proporción, demuestra también la relación de los símbolos con los arquetipos y el mito. Tras las interpretaciones simbólicas del número φ se manifiesta un arquetipo mítico muy poderoso: la presencia de un Dios Arquitecto —un Animus Matemático— que diseñó la naturaleza con las herramientas del álgebra, la geometría y el cálculo, de tal modo que todo puede ser comprendido o expresado mediante números. Un dios tal como fue presentido por Pitágoras, Durero, William Blake y Darren Aronofsky (cuya película Pi, el orden del caos debió llamarse, en estricto sentido, Phi, el orden del caos): una divinidad paradójica, ciertamente, si consideramos que ha creado un orden cósmico sobre los cimientos del número más irracional entre los números irracionales: nada menos que a partir de φ, la cifra del caos. Esta idea, que hubiera aterrado a los pitagóricos, fascinó a los renacentistas como Luca Pacioli, el sabio franciscano que publicó en 1509 La Divina Proportione, donde se interpretaba la irracionalidad de φ como reflejo de la inconmensurabilidad de Dios:

Para Pacioli, la incomprensibilidad de Dios y el hecho de que la Proporción Áurea fuera un número irracional eran equivalentes. En sus propias palabras: «Así como Dios no puede ser definido propiamente, ni puede ser entendido a través de las palabras, de ese modo la Divina Proporción no puede ser designada por números inteligibles, ni puede ser expresada por ninguna cantidad racional, sino que siempre permanece secreta y oculta, y es llamada irracional por los matemáticos»[4].

Mientras el símbolo pagano de la Esfinge concilia la antinomia entre sabiduría y enigma, y el símbolo cristiano de la cruz concilia la antinomia entre lo mortal y lo eterno, en el símbolo de la Razón Dorada se reconcilian dos aparentes antinomias: aquella que opone al orden frente al caos y aquella que opone lo matemático frente a lo mitológico. Así manifiesta φ otra característica propia de lo simbólico: su capacidad para resolver paradojas, para reunir los múltiples pares de contrarios que dispersan el sentido de la existencia.

La función del símbolo es, además, la de lograr una conjunción de los contrarios, una complexio oppositorum que es la responsable de que la antinomia resulte tan hondamente fructífera para referirlo. Esta complexión antinómica lo ubica en el límite entre lo concreto y lo difuso, lo consciente y lo inconsciente, lo meramente presente y lo virtualmente presentido. Jung le atribuyó el poder de insuflar contenido consciente a lo inconsciente y, al mismo tiempo, de enriquecer a la consciencia con la energía psíquica que brota del hontanar profundo del inconsciente arquetípico[5].

Si las hipótesis anteriores son pertinentes, el número dorado tendría que cumplir con las cuatro funciones que Fernando Bayón y Joseph Cambpell le atribuyen al símbolo: a) reconciliar a la consciencia que despierta con el misterio del universo tal como es; b) presentar una imagen interpretativa total del universo; c) imponer un orden moral y d) ayudar al individuo a centrarse y desenvolverse íntegramente, de acuerdo con él mismo, su cultura, el universo y «el terrible misterio último que está dentro y más allá de todas las cosas »[6]. Las dos primeras funciones las cumple φ cuando le proporciona al hombre una cifra, una imagen mental que le ayuda a interpretar el universo, al tiempo que reconcilia su consciencia con los misterios cósmicos. De ahí se deriva un imperativo moral para los hombres —como Pacioli— que perciben su poder simbólico: consagrar su vida a la búsqueda de ese caótico orden, o de ese ordenado caos, como si sólo así conquistaran su propia salvación. Es decir, como si sólo así pudieran ganarse un lugar frente al irracional, terrible, fascinante misterio de la existencia tal como es.

Como al final lo explica el protagonista de Pi, el orden del caos, no puede consumarse esta búsqueda mediante el uso sistemático de la razón, la lógica, el álgebra o el cálculo estadístico. De nada sirve conocer la cifra exacta que rige al universo, si la mente no vislumbra lo inefable, sagrado, indecible que se oculta detrás de esa cifra. Incluso en la intersección de las matemáticas y la mitología, la comprensión cabal de un auténtico símbolo no se alcanza mediante una explicación de tipo lingüístico, sino mediante una epifanía: mediante una luminosa parálisis de la intuición, semejante a la stasis que caracteriza las más profundas experiencias religiosas o estéticas. Sólo así, el símbolo podrá remitir «desde un aprisionamiento en la periferia del ser al centro ontológico», hasta convertirse en «una clave para la existencia humana»[7].




NOTAS

[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain, Diccionario de símbolos, Herder, 6ª edición, Barcelona 1999, p.
[2] Nichols, Sallie, Jung y el tarot, Kairós, 8ª edición, Barcelona 2005, p. 24.
[3] Lanceros, P., «Símbolo» en Ortiz-Osés, A., y Lanceros, P., Diccionario de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2006, p. 518.
[4] Livio, Mario, The Golden Ratio, Broadway Books, New York 2002, p. 132.
[5] Lanceros, P., op. cit., p. 519.
[6] Bayón, F., en Ortiz-Osés, A. y Landeros, P., Claves de Hermenéutica para la filosofía, la cultura y la sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao 2005, pp. 509-510.
[7] Lurker, Manfred., El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones, Herder, Barcelona 1992, p. 27.


martes, 13 de noviembre de 2012

El Bosco y su "Extracción de la piedra de la locura"


Dayanira Murillo Rodríguez

Mitológicamente, la hermenéutica se remonta a Hermes, mensajero de los dioses e intermediario con los hombres, dios de los comerciantes y de los ladrones,[1] ayudante del que roba o trama algo. De ahí se desprende la idea de que cuando alguien interpreta una obra de arte, roba un pedazo de verdad, un algo que el autor puso intencionalmente o no, pero que se manifiesta.

Texto es todo aquello que se deja leer, que se deja interpretar: la sociedad, el lenguaje oral, el ambiente, las obras literarias, el arte en general; y es en el arte, precisamente, donde abundan los dobles sentidos, donde la hermenéutica funciona como llave que da acceso a una parte (tan sólo a una parte) del significado.

En Creación, recepción y efecto, Gloria Prado plantea la cuestión tan discutida en torno a qué hace que una obra literaria se considere arte, ya que si toda obra literaria hace uso del lenguaje ¿qué la vuelve diferente? Muchos y muy diversos han sido los intentos por explicarla, intentos por aprehenderla, clarificarla, definirla, aclararla; no obstante, más allá de su concretización a través del lenguaje, de su preservación por medio de la escritura o de su difusión y circulación en publicaciones, queda siempre un algo inaprehensible, algo que escapa, que rebasa y que se constituye como un misterio indescifrable.[2]

Tal situación es similar en cualquier otra manifestación artística. Al observar una pintura, se busca interpretarla, encontrarle un sentido. En ocasiones, la lectura que haga el observador de la pintura podrá brindar una cierta tranquilidad, o incluso podrá convencerlo de algo, pero de inmediato surgirá la duda: ¿realmente es lo que el autor quiso decir? ¿Y el mismo autor sabrá lo que quiso decir? Por desgracia, ni siquiera los autores pueden resolver la duda: al leer, al interpretar, surge un abismo, una no presencia, una especie de muerte.

José Ortega y Gasset sostiene que no se puede comprender completamente un texto, que sólo se obtiene una extracción pequeña de lo que pretende decir. Siempre quedará un residuo ilegible, pues todo texto dice menos de lo que quiere decir y da a entender más de lo que se propone;[3] a pesar de ello, nos aventuramos a interpretar porque es necesario, y es ahí donde el hermeneuta pone a juego su entendimiento, donde trata de descifrar el sentido aun a costa de la polisemia.

La pintura se asimila a la literatura en muchos aspectos: en ambas se pueden encontrar figuras retóricas, como la metáfora, la analogía, etcétera. La misma literatura está llena de recursos que atañen a la pintura, como la imagen. En el caso de Extracción de la piedra de la locura, de Jerónimo Bosch (el Bosco), la simple contemplación del cuadro transforma al cuadro. Desde el momento en que unos ojos se clavan en algunas imágenes y no en otras, hay un prejuicio de interpretación que arrastra el intelecto o la preferencia hacia ciertas formas, figuras y colores.

La imagen principal del cuadro está envuelta en un círculo, que a su vez contiene cuatro personajes humanos. Tres de ellos son religiosos: dos sacerdotes y una monja. El cuarto personaje aparece sentado en una silla. Uno de los religiosos (que porta un embudo en lugar de sombrero) le extrae una flor de la cabeza mientras la monja, apoyada sobra una mesa redonda donde se encuentra una flor (semejante a la que se le extrae al hombre sentado), sostiene un libro cerrado sobre la cabeza. Un franciscano aparece con una jarra entre las manos, a lo lejos se divisa el paisaje y un molino de viento.

Los símbolos principales son los siguientes: molino de viento, libro cerrado, flores, hábito, embudo, zapatos bajo la silla del paciente, cántaro, cinturón, jarra sostenida por un clérigo, hábito roto de la monja, círculo que encierra el cuadro. Se simula una cirugía que los clérigos están efectuando a un hombre del vulgo. En el período medieval se creía que la locura era producida por una piedra que se alojaba en la cabeza, así que se creó una cirugía cuyo propósito era extraer dicha piedra. 

Al observar de cerca el procedimiento quirúrgico de la “extracción”, parece que a la cabeza del paciente se le extrae, no una piedra, sino una flor. Al usar este símbolo, tal parece que el Bosco concibe a la locura con un sentido positivo, tal como lo llegó a concebir Erasmo de Rotterdam, un ilustre coetáneo de El Bosco

 
[…] hay otra locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con la mayor ansiedad. Manifestase ordinariamente por cierto alegre extravío de la razón, que a un mismo tiempo libra al alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de delicias.[4]

La flor es un símbolo estético. En la cirugía, en lugar de una burda piedra se extrae una flor, como si algo bello emergiera. Algunos detalles, como el lejano  molino de viento y el par de zapatos que descansa bajo la silla del enfermo, nos recuerdan a otro célebre loco, el valeroso hidalgo de Cervantes, un fementido caballero que pocos años después vagaría buscaría aventuras y remendaría entuertos en paisajes muy similares al cuadro de El Bosco, bajo molinos de viento parecidos, calzado con semejantes zapatos de loco, de caballero andante.

Durante el medioevo, la iglesia sufrió una crisis moral y religiosa. La historia nos da cuenta de las herejías que se levantaban en su contra, así como de la creación del Santo Oficio. Tal situación llegó al extremo de que la iglesia prohibió a sus fieles la lectura de libros caballerescos, entre ellos El Quijote.

El Bosco acusaba a los eclesiásticos de ignorantes. En varias de sus pinturas deja ver ese sentimiento: en El paraíso de las delicias aparece un cerdo con el hábito de fraile y un clérigo con las tripas podridas. En Extracción de la piedra de la locura aparecen tres religiosos, el que practica la cirugía lleva un embudo en la cabeza, el embudo está invertido de forma contraria a su uso: la boca pequeña apunta hacia el cielo y la boca grande engulle la cabeza, lo que lleva a pensar que la sabiduría de Dios no se filtra en el pensamiento de los religiosos; incluso, el libro cerrado sobre la monja es un libro que mantiene su sabiduría cerrada. El hábito roto de la monja, además de su pobreza material, habla también de su pobreza de espíritu.

Se han especulado muchas historias en torno a la figura del Bosco, una de las más divulgadas es su presunta herejía. Así pues, se puede intuir que la locura que se está extrayendo o curando es una “locura hereje”, pues quien la extrae son los sacerdotes. Luego, resulta irónico que del enfermo emerja una flor y que los clérigos aparezcan pintados alegóricamente como la figura de la ignorancia o de la estupidez.

Puede decirse que el Bosco revalora la herejía y la locura. Uno de los clérigos sostiene una jarra preciosa entre las manos, mientras se dispone a recibir la piedra. Puede suponerse que la jarra está dispuesta para recibir no la locura sino las flores (la sabiduría o la locura) y el único que percibe esa belleza, el único que se inquieta, es quien parece ser un franciscano y quien sostiene la jarra. La monja no se perturba ante la flor que yace sobre la mesa, frente a ella. De igual modo, el que practica la cirugía tampoco luce perturbado.

El círculo que encierra el cuadro recuerda que en ese tiempo se descubre que la tierra no es cuadrada, es la época transitoria del medioevo al renacimiento. Las nuevas ideas son adoptadas con gusto por los libre-pensadores, a quienes se les puede dar el título de herejes apegados a la religión, como es el caso de Erasmo y de Tomas Moro.

A través de su pintura, el Bosco habla de la reacción ante hallazgos nuevos, frente al pensamiento retrógrado religioso, que tiende a ignorar y a suprimir las nuevas ideas. El hombre siempre ha sentido terror ante lo desconocido, pero la ignorancia ha ocasionado peores desastres.

Sócrates dice que la sabiduría se encuentra dentro del mismo hombre y que sólo a través de la mayéutica se puede sustraer. Si un hombre es sabio no puede obrar mal, es feliz porque la sabiduría es la fuente de la felicidad, pero en muchos casos la sabiduría se presenta de forma extraña y se manifiesta en personas insurrectas. Imaginemos a Sócrates en este tiempo, ¿qué se diría de un tipo que se pone a hablar en la calle, que anda meditativo todo el tiempo, que no se cansa de razonar? ¿Qué se diría de Cristo, quien manifestaba en su filosofía que el amor es la fuente de todo bien?

Si la locura de este tipo causa felicidad, el enfermo de Extracción de la piedra de la locura seguramente terminará así:




[…] Habiéndole curado su familia a fuerza de cuidados y medicamentos, y ya recobrando el juicio y completamente sano, se lamentó con sus amigos en estos términos: “¡Vive Pólux, amigos, que me habéis matado! No, no me habéis curado quitándome esa dicha, haciendo desaparecer a viva fuerza el extravió más dulce de mi espíritu”.[5]


NOTAS

[1] KERÉNYI, Karl, Hermes, el conductor de almas, Sexto piso, España, 2010. 
[2] PRADO, Gloria, Creación, recepción y efecto. Una aproximación hermenéutica a la obra literaria, Diana, México, 1992, p.7. 
[3] ORTEGA Y GASSET, José, Misión del bibliotecario, Revista de Occidente, Madrid, 1962. 
[4] DE ROTTERDAM, Erasmo, Elogio de la locura, versión PDF, traducción del latín y prólogo de A. Rodríguez Bachiller, p.156. 
[5] Ibid, p. 157. 

viernes, 2 de noviembre de 2012

Las metamorfosis del arquetipo del héroe en "El extraño mundo de Jack" de Tim Burton



Perla Ramírez Magadán


Para Jung la imaginación —la capacidad de crear imágenes— y no la razón es aquello que nos caracteriza como seres humanos: una capacidad nos ha llevado a crear un diálogo con nuestra realidad. Jung descubrió que en los sueños y los mitos subyacen elementos de este inconsciente colectivo que denominó “arquetipos”: estos no pueden comprenderse directamente por análisis intelectual, sino sólo por la imaginación, alimentada por los símbolos con el lenguaje de la mitología. El concepto de arquetipo surge cuando Jung intuye que existen símbolos universales, que se relacionan con una serie de experiencias comunes a todas las culturas y los pueblos como el embarazo, el parto, la infancia, la vejez, la muerte o el amor. Estas imágenes tienen un impacto en la humanidad y no sólo de forma aislada en un individuo. Para Jung el inconsciente va más allá de lo individual, forma parte de una colectividad, y por tanto lo denominó inconsciente colectivo contenedor del legado psíquico de la evolución humana.

Un estrato en cierta medida superficial de lo inconsciente es, sin duda, personal. Lo llamamos inconsciente personal. Pero ese estrato descansa sobre otro más profundo que no se origina en la experiencia y la adquisición personal, sino que es innato: lo llamado inconsciente colectivo. He elegido la expresión “colectivo” porque este inconsciente no es de naturaleza individual sino universal, es decir, que en contraste con la psique individual tiene contenidos y modos de comportamiento que son cum grano salis, los mismos en todos los hombres y constituye así un fundamento suprapersonal existente en todo hombre (…) A los contenidos de lo inconsciente colectivo los denominamos arquetipos.[1]

A partir de la imagen del arquetipo, como creación del inconsciente colectivo, Jung refiere las conexiones primigenias y pretéritas que el hombre crea para construirse como sujeto. Desde el nacimiento del hombre, los arquetipos le señalan caminos para su fantasía “y producen de ese modo asombrosos paralelos mitológicos, tanto en las creaciones de la fantasía onírica infantil como en los delirios de la esquizofrenia”, dando por entendido que “no se trata de representaciones heredadas sino de posibilidades de representaciones. Tampoco son una herencia individual sino, en sustancia, general, tal como lo demuestra la existencia universal de los arquetipos”. [2]
 
Para saber qué tanta validez tienen hoy en día estas “posibilidades de imágenes”, qué cosas nos dicen sobre la esencia humana, habría que detectar su influjo a través de los medios actuales de expresión, por ejemplo, a través del cine. En su libro Jung y el Tarot Sallie Nichols realiza un interesante ejercicio al explorar la idea de arquetipo tal como se expresa en las cartas del Tarot de Marsella. Y dice:

Las imágenes no derivan de nuestro ordenado intelecto sino más bien a pesar de él, ya que se nos presenta de una manera carente de lógica (...) Los dibujos de las cartas del tarot cuentan una historia simbólica. Como nuestros sueños, nos llegan desde más allá del nivel de la consciencia y están lejos de ser comprendidos por nuestra inteligencia. [3]

El héroe como arquetipo, pero también como protagonista de un viaje, en su recorrido aprende, se transforma —y lo mismo hacen las personas que son parte de su viaje, y que también se metamorfosean. En su libro sobre El viaje del escritor, Christopher Vogler dice que el héroe es aquél personaje a través del cual se nos cuenta la historia, y también, el personaje que más aprende a lo largo del viaje. [4] El héroe puede llegar a convertirse en mentor a base de sortear los diversos obstáculos y aprender de ellos. Sin embargo, cada uno de los personajes, en diferentes niveles atraviesan por una transformación interna o externa que bien vale la pena recuperar.
 
Si de acuerdo con el mismo Jung, las imágenes del tarot «son derivadas de los arquetipos de la transformación», [5] se pueden interpretar los contenidos simbólico de dichos arquetipos a través de los arcanos del tarot de Marsella: se trata de tejer relaciones entre los mitos, tradiciones e interpretaciones implícitas en las imágenes del tarot con las imágenes de los personajes tal como se expresan, por ejemplo, en la película El extraño mundo de Jack de Tim Burton (1993). De ese modo pueden seguirse las transformaciones del héroe —Jack Skellington, el rey de Halloween Town— con el objetivo de descodificar la trama a través de un recorrido visual, donde las cartas serán un apoyo para revisar cómo se da su transformación.
 
Vogler compara el tránsito del héroe desde el “Mundo ordinario“ hasta el “Llamado a la aventura” se equipara a lo siente un niño, según Freud, cuando se separa de la madre. Para Freud el héroe es el Ego que surge de una personalidad que se ha separado de la mamá. En  El extraño mundo de Jack, el héroe recibe el llamado de la aventura cuando descubre que gobernar Halloween Town ha perdido su encanto. Hastiado, tiene que emprender una aventura solo para resolver ese hastío vital; aunque es un héroe solitario, Jack no es reticente: acude al primer llamado a la aventura, sin mediar obstáculos. Por su soledad y por su deseo de aislarse de los demás para encontrar su camino, en su primer estadio Jack está representado por el arcano IX: El ermitaño.
 
El ermitaño del tarot de Marsella representa a un hombre de pocas palabras, que vive en el silencio de la soledad. Su presencia ilumina y da sentido a la búsqueda temerosa del alma. Desde los inicios de la cristiandad, existieron individuos que se aislaron del mundo para evitar sus vicios y tentaciones y alcanzar en solitario la sabiduría. En el mundo griego tampoco escaseó esta figura, como lo demuestra Diógenes, el filósofo cínico que vagaba acompañado siempre por su lámpara —como detalle cómico, la “lámpara de Diógenes” de Jack es su mascota Zero, un perro cuya nariz luminosa le ilumina el camino en más de una ocasión.
 
Para Jung El ermitaño personifica al arquetipo del espíritu, que nos impulsa a buscar “el orden escondido tras el caos de la vida”. [6] Como lo indica su lámpara, se trata de un iluminador, al estilo de Hermes Trismegisto, Diógenes, Toth, Orfeo o el Zarathustra de Nietzsche, quien “se había extraviado en la oscuridad de una vida apartada de Dios, descristianizada, y por eso llegó hasta él el iluminador y revelador, como fuente parlante de su alma”.[7]

Esta figura se nos muestra muy humana, caminando sobre el suelo e iluminando sus pasos sólo con la luz de su pequeña lámpara (…) La llama que sostiene el Ermitaño podría representar la quintaesencia del espíritu inmanente en toda vida, el centro mismo del significado que es el fugaz quinto elemento que trasciende los cuatro de la realidad mundana. Nos ofrece esta luz interior, cuya llama dorada, por sí sola, disipa el caos espiritual y la oscuridad. [8]

El héroe de esta película, Jack, es un tipo que busca la soledad cuando la oscuridad de su corazón le insinúa el llamado a la aventura: la travesía hacia su propia luz. Esa energía y vitalidad pueden llegar a ser destructivas, si el héroe no es consciente de sus fuerzas y de sus debilidades. Aunque no lo premedita, el daño que causa no deja de ser un daño: altera el orden del universo de la Navidad movido por el desasosiego y el hastío que le ocasionaba repetir una y otra vez la misma faena. Su búsqueda es la del Ermitaño que procura salir de su ignorancia y renovar su contacto con sus semejantes.
 
En su segundo estadio, Jack Skellington estaría representado por el arcano sin número: El loco. Esta figura representa la energía vital, incontrolada, con la que Jack emprende la aventura, tal como en su momento lo hizo el Quijote de Cervantes: convencido de que tiene una misión. Esta efervescencia en su carácter le trae muchos problemas pues se ha lanzado a la aventura desprovisto de un arma. Convertido en el loco, como aquella persona que actúa sin conciencia, así Jack es presentado con esta disociación entre la acción y la conciencia. La secuencia de la película que muestra de mejor manera su “locura” es aquella que lo muestra recluido en su estudio realizando experimentos con los objetos que ha traído del país de la Navidad, experimentos sin plan y sin método, pero que finalmente le revelarán el camino para realizar su anhelo, sin saber que este acto le traerá graves consecuencias.

La literatura ha sentido siempre una gran atracción hacia la figura del loco, [9] antes de que la Modernidad definiera a la locura como una enfermedad. Durante la Edad Media y el Renacimiento, abundaron libros como La nave de los locos, de Sebastián Brant, y Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, que prevenían a los hombres contra la estulticia, aunque convenían que todos los hombres somos locos, en mayor o menor medida. Según Nichols, el loco pone de manifiesto dos energías contrarias y complementarias, como niño y como salvador en potencia.

Su curiosidad impulsiva nos conduce hacia sueños imposibles mientras que, al mismo tiempo, su naturaleza juguetona nos devuelve de nuevo al mundo fácil de nuestra infancia. Sin él no emprenderíamos nunca el esfuerzo del autoconocimiento; pero con él estamos siempre tentados de quedarnos vagando por los aledaños. Dado que es una parte de nosotros mismos separada de nuestro ego consciente, puede tendernos trampas mentales (…) A veces, sus bromas nos introducen en lugares donde nuestro ego nunca se hubiera atrevido a ir.[10]

El loco, por tanto, posee una energía que otros arcanos no poseen. Es irreverente, desafía el canon establecido y no teme a nada. Su yo posee una disociación, no teme por su vida, no se siente que en algún momento su integridad pueda sufrir algún problema porque aún él mismo no es un sujeto. O por lo menos no se entiende como tal, su voluntad va por un lado, mientras que su conciencia va siguiéndole el paso. Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio, como creía William Blake. Al emprender el llamado a esta locura, el héroe inicia el camino que lo llevará a convertirse en emperador.
 
Persistiendo en su locura, Jack ha conquistado una enseñanza y una fortaleza que le resultan suficientes para convertirse en un verdadero héroe. Sus acciones ya nos son impulsos disparatados, y ya no está más fuera de su centro. Logos y pasión forman un solo sujeto. Conforme con lo que es con su esencia y naturaleza, este ermitaño ha logrado prender la luz de su conciencia y ahora ve más claramente quién es y de lo que es posible y ha aprendido a escuchar consejo. Ahora tampoco estará solo, pues a su lado se encuentra Sally. Jack a logrado ser honesto consigo mismo y con los que les rodea, ya no desea ser más otro, un impostor barato. Respeta su esencia y la disfruta. Ahora que la sabiduría llegó a él se ha convertido en el padre de la civilización, en El emperador, representado por el arcano IV:

He aquí al Emperador. (…) El principio activo, masculino, que ha venido a poner orden en el jardín de la Emperatriz que, si se le deja crecer a su capricho, puede convertirse en una selva. Va a conseguir con esfuerzo un lugar donde poder estar de pie, creará caminos para la intercomunicación y supervisará la construcción de casas, pueblos y ciudades. Protegerá su imperio de las invasiones de la naturaleza hostil y de los bárbaros. En resumen, creará, inspirará y defenderá la civilización.[11]

De ese modo, Jack ha sido llamados a la aventura y gracias a esta aventura se ha transformado. A lo largo de su viaje se descubre distinto: se enfrentó a lo desconocido, asumiendo con valentía e ímpetu el desafío de explorar un nuevo mundo. Impulsado por una fuerza derivada del hastío y de la consciencia de su ignorancia, y sin la ayuda clara de un mentor, Jack nos demuestra que el viaje del héroe requiere un poco de locura y de transgresión de la normas. Si el héroe se reconoce distinto al final del camino, es porque su viaje le ha revelado su nueva realidad y lo llevado a otro nivel de autoconocimiento.

NOTAS 

[1] JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós, Barcelona 2009, pp. 10-11.
[2] Ibid, p. 93.
[3] NICHOLS, Sallie, Jung y el tarot, Kairós, 8ª edición, Barcelona 2005, pp. 23-24.
[4] VOGLER, Christopher, El viaje del escritor, Ma non troppo editores, Madrid 2002.
[5] JUNG, Carl Gustav, op. cit., p. 67.
[6] NICHOLS, Sallie, op. cit., p. 233.
[7] Jung, Carl Gustav, op. cit., p. 65.
[8] Nichols, Sallie, op. cit., pp. 233-234.
[9] Como el loco, nunca acabamos de andar y buscar. En el orden de los arcanos mayores el loco no tiene un lugar determinado porque puede afectar a todos, como un coeficiente desatinado vinculado a cualquier ser. Constituye una amenaza de jaque mate, al mismo tiempo que una invitación a la vigilancia y al perpetuo viaje. Simboliza entonces tanto lo irracional inherente a todo ser, confundido a menudo con lo inconsciente, como sabiduría suprema de aquel que, al término de una larga búsqueda, por último ha aprendido en la luz de su conciencia que “parecer que los locos es el secreto de los sabios”, CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alan, Diccionario de símbolos, Herder edición, Barcelona 1999, p. 654 y ss.
[10] NICHOLS, Sallie, op. cit.,  p. 60.
[11] Ibid, p. 149.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Signo y símbolo


Carmen F. Galán
 

Existen distintas acepciones de estos términos que constantemente se prestan a equívocos. En su sentido ordinario signo es definido como objeto, señal o figura y hasta hado, y símbolo como “representación sensorial perceptible de una realidad” (DRAE). En ambos casos se confunden estos términos como modos de representación, que pueden ser icónicas o lingüísticas, y se resalta su carácter convencional, de modo que signo y símbolo, en la circularidad del diccionario, terminan siendo casi sinónimos.

En el ámbito de la semiótica y la hermenéutica se ha tratado de restringir el significado de estos dos vocablos para explicar ya sea el proceso de semiotización, para reflexionar sobre las condiciones de interpretación de texto, o proponer modelos de conocimiento. Ahí son base de la discusión dos modelos de signo: uno surgido dentro de la lingüística estructural, el signo lingüístico de carácter convencional y arbitrario, y otro desde la semiótica, el proceso que permite que aliquid stat pro aliquo, es decir, un signo.

El signo lingüístico de Ferdinand de Saussure es la unión de la idea de un sonido y la idea de una cosa, sin atender a lo extralingüístico este signo de carácter acústico y lineal es la base de la caracterización de la lengua como sistema de sistemas (no como sistema de signos) a partir del concepto de André Martinet de la doble articulación. De modo que para De Saussure la unión entre significante y significado, después de debatir los argumentos del simbolismo fonético y las onomatopeyas, es resultado de la convención entre los hablantes que de manera arbitraria han seleccionado el repertorio de sonidos y sus combinaciones para referir un concepto.

El signo de Charles S. Peirce en cambio, al establecer la relación entre representamen y objeto a partir del interpretante que es otro signo (semiosis ilimitada), permite pensar la relación del signo con lo que representa de acuerdo a lazos de semejanza (icono), contigüidad (indicio) y convención (símbolo). Desde esta tipología, el signo lingüístico de De Saussure entraría en la categoría de símbolo ya que funciona por convención, y la lengua sería un sistema de símbolos porque todos sus signos son arbitrarios.

Dentro de estos dos modelos un aspecto crucial es determinar el lazo del signo con lo evocado. De modo que cuando hablamos de convención no hay ninguna cercanía con lo representado, mientras que cuando hablamos de contigüidad o motivación el signo el signo es indisociable de su referente, ya sea por causa-efecto, o por semejanza. De ahí que sean los signos icónicos los considerados susceptibles de una lectura universal, y lo indicios la base de un paradigma de conocimiento, como lo propone el historiador Carlo Ginzburg [1], y como en la figura de Sherlok Holmes (inspirada en la del médico Joseph Bell) lo explica Thomas Sebeok [2].

Por otra parte desde la semiótica se contempla como un mismo signo admite diversas lecturas, podemos leer en los indicios conclusiones equivocadas, o podemos conferirle a un símbolo valores distintos y a un icono funciones de convención, ya que en contextos específicos estas funciones son cambiantes.


En realidad la distinción entre similitud objetual (icono), contigüidad vivencial (índice) y contigüidad institucionalizada (símbolo) es difícil de mantener, pues ya en el terreno icónico la comprensión está organizada por la convención (pragmática). [3]

 Jeanne Martinet ilustra lo anterior con este ejemplo: el pez que representa al cristianismo en primera instancia se interpreta por iconicidad, pero en determinados contextos se lee como indicio de catolicidad y en las cuevas significaba lugar seguro para los cristianos perseguidos; finalmente en la búsqueda filológica muestra su carácter de construcción convencional enterrada en el misticismo: la palabra griega “pez” IKhThUS acróstico de Iesous Khristós Theou Uiós Soter [4]. El simbolismo del pez, gracias al oscurecimiento de la motivación posibilita el excedente de sentido que le da vida.

La extensión de la palabra símbolo dependerá de si está circunscrito en una semiótica connotativa [5] o una metasemiótica [6], en el primer caso se construye como significación secundaria, incluso parasitaria [7], que posibilita múltiples lecturas al constituirse como metáfora viva; en el segundo, el símbolo es resultado de la reflexividad que genera notaciones y metalenguajes, científicos, musicales...

Para Roland Barthes “la mitología forma parte de la semiología como ciencia formal y de la ideología como ciencia histórica, estudia las ideas como forma”, y con base en la teoría del lenguaje de Hjelmslev explica la naturaleza del mito como una semiótica connotativa, un lenguaje robado o parasitario [8]. Del mismo modo la Escuela de Tartu definirá la cultura con base en sistemas de modelización primarios (denotación), y sistemas de modelización secundarios (connotación) para proponer un concepto dinámico de texto y sus fronteras en lo que denominaría semiósfera [9].

Dentro de la hermenéutica, es más frecuente el uso del término símbolo visto como entretejido en tramas, ya sean textuales, míticas, oníricas… Paul Ricoeur toma del psicoanálisis freudiano sus sentidos de huella mnésica, caras de lo manifiesto y latente, y fenómeno de simbolización, investidura o enmascaramiento del deseo.

Cuando se considera la lectura de un símbolo implica un trabajo de exégesis para desenterrar el sentido oculto o descubrir el excedente de significación.

De acuerdo a la tradición hermenéutica, en el signo se da un equilibrio (aunque convencional, no real) entre significado y significante, en el símbolo significado y significante aparecen en desequilibrio por cuanto el significado abstracto o trascendente se encarna en el significante material. (...) mientras que el signo consigna un significado, el símbolo consigna un sentido. [10]

Al consignar un sentido no puede ser pensado de manera independiente fuera del entramado que lo conforma y que, en su mecanismo de dos caras, una hacia la realidad y otra hacia el pensamiento, se actualiza en el tiempo, lo que entraña un problema de conciliación entre lo representado y lo real. Por su inadecuación y equilibrio inestable el símbolo tiene la potestad sobre los sueños y miedos del hombre, logrando la conjunción de contrarios en constante movimiento. La autonomía del símbolo lo vuelve hospitalario y caótico a la vez.

Como su etimología lo indica permite el reconocimiento de sus portadores. En la época romana el anfitrión, al momento de despedirse de su huésped, dividía en dos una tésera con inscripciones, de modo que cuando algún descendiente la presentara funcionaba como contraseña que remite a la “escena originaria.” [11]



La etimología del término la constata también Gilbert Durand: tanto en griego, como en hebreo o en alemán, el término significa siempre la unión de dos mitades: signo y significado, por ello “el símbolo es centrípeto y conduce lo sensible de lo representado a lo significado, pero por la naturaleza misma de lo inaccesible, es epifanía, es decir, aparición de lo inefable por el significante y en él” [12].

El interés se desplaza de la constitución del símbolo a su recepción, y su función conciliadora primigenia permite sea entendido como distinto, lo que puede ser cada vez que es acogido.

El viraje de la semiótica y la hermenéutica hacia la pragmática o teoría de la recepción, respectivamente, trata de responder el problema de la significación no ya desde el proceso de instauración de los signos, sino a partir de su funcionamiento que modifica su sentido. Cuando Michel Foucault se pregunta “¿A partir de qué “tabla”, según qué espacio de identidades, de semejanzas, de analogías, hemos tomado la costumbre de distribuir tantas cosas diferentes y parecidas?” [13], está intentando describir la conexión entre la arqueología y la ideología, y con esta pregunta dejo pendiente la búsqueda de los fundamentos de la interpretación de signos, de símbolos…

Notas

1 GINZBURG, Carlo, “Indicios. Raíces de un paradigma de referencias indiciales”, en: Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Gedisa, Barcelona, 1999.
2 SEBEOK, Thomas A. y UMIKER-SEBEOK, Jean, Sherlock Holmes y Charles S. Peirce. El método de investigación, Paidós, Barcelona, 1994.
3 LEWANDOWSKI, Theodor, Diccionario de lingüística, Cátedra, Madrid, 1995, p. 319
4“Jesucristo, hijo de Dios, Salvador.” MARTINET, Jeanne, Claves para la semiología, Gredos, Madrid, 1988, p. 74.
5 De acuerdo a Hjelmslev una semiótica connotativa es aquella cuyo plano de la expresión es otra semiótica. Cfr. HJEMSLEV, Louis, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1984.
6 Metasemiótica es aquella basada en las condiciones de reflexividad del lenguaje, es decir, cuando una semiótica objeto es tratada ya sea por la ciencia o por las semiologías. Cfr. GREIMAS, A.J. y COURTÉS, J., Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1990, P. 259
7 Cfr. GREIMAS, A.J. y COURTÉS, J., Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, tomo II, Gredos, Madrid, 1991, pp. 231 y 232.
8 Véase “El mito como lenguaje robado”, en: BARTHES, Roland Mitologías, siglo XXI, México, 1994, pp. 202 y ss.
9 LOTMAN, Iuri M., La semiósfera I. Semiótica de la cultura y el texto, Cátedra, Madrid, 1996, p. 77.
10 ESTOQUERA, José María G., “Símbolo”, ORTÍS-OSÉS, A. y LANCEROS, P. (dirs.), Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 2001.
11 BAYÓN, F., “Símbolo”, en: ORTÍS-OSÉS, A. y LANCEROS, P. (dirs.), Claves para a hermenéutica, para la filosofía, la cultura y sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2005.
12 DURAND, Gilbert, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, s/f, p. 14.
13 FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 2008, p. 5.


sábado, 25 de agosto de 2012

Salvador Elizondo y la relectura como «Anapoyesis»


Gonzalo Lizardo



Para leer a Salvador Elizondo deberíamos seguir su consejo: romper las reglas y comenzar a leerlo por lo que, «en cierto modo, es su final». En concreto, por su libro Camera lucida [1]: esa compilación de textos indefinibles, que oscilan siempre entre la reflexión y la ficción, el humor y la melancolía, la sensatez y el absurdo. Desde su título —que alude queriéndolo o no a La cámara lúcida de Roland Barthes [2]— el libro de Elizondo es una caja china repleta de libros que hablan de otros libros que comentan otros libros: Robinson Crusoe revisitado; los textos inéditos de Mallarmé; La tumba sin sosiego de Cyril Conolly; Paul Valéry y su personaje Edmond Teste; la relación especular entre Monsieur Flaubert y Madame Bovary; el mito de Fausto aplicado a la reescritura; la novelística de Joseph Conrad y James Joyce, etcétera.

De acuerdo con la tipología de Genette [3], estamos ante una colección de metatextos y de hipertextos: una literatura de segundo grado que se constituye a partir del comentario, la transformación, la imitación y la parodia de otros textos. Por tanto, el libro se integra en torno a las diversas posibilidades de la Relectura, entendida como un dispositivo mental que nos permite escribir al mundo como libro o vivir al libro como mundo: la Relectura como Aparato de Escritura —como género literario—: he aquí el asunto que unifica la maliciosa, lúdica, erudita dispersión de Camera lucida.

Para consumar este proyecto, Elizondo diluye las habituales distancias que separan a los personajes, al autor, al narrador e incluso al lector; se funden y se confunden la escritura con la lectura, los ensayos ficticios con las ficciones ensayísticas, en una inacabable relectura y reescritura que se observa en el espejo de la vida y de los libros:


Cuál no sería mi sorpresa al compulsar los subrayados de dos ejemplares idénticos de An Outcast of the Islands, leídos con veinticinco años de diferencia, y comprobar que a todo lo largo de sus 368 páginas no hubo un solo caso en que coincidieran. Además, la naturaleza de los subrayados era totalmente diferente en cada ejemplar. […]. Si en la primera lectura me había deleitado con la revelación del alma humana puesta al desnudo y sujeta a sus aspiraciones y a sus abismos, en la relectura me había interesado más la forma con que el autor, por la escritura, nos lo comunica [4].

La reflexión resulta ejemplar: si son dispares dos lecturas sucesivas que un mismo sujeto ha realizado sobre un mismo objeto, al que suponemos inmutable, quien ha mudado entonces su forma es el sujeto —o mejor dicho, la relación del sujeto con su objeto. Un Elizondo —cuando joven— valoraba especialmente la apariencia de realidad que emana de la novela, mientras que el otro —ya adulto— desentraña con «malicia profesional de escritor» los mecanismos por los cuales Conrad hizo posible aquella apariencia de verdad. Umberto Eco diría que la distancia entre ambas lecturas es la misma que separa a la interpretación semántica de la interpretación crítica [5]. Como buen fabulador —y enemigo de los academicismos— Elizondo afirma que la diferencia entre ambas lecturas radica en la utilización de un aparato metafórico (la Camera lucida), a través de cuyos prismas, cualquier libro «revela en acto el movimiento, la operación técnica del poeta, por los que esa transmutación se realiza» [6].

Como modelo de (re)lectura que permite aliviar la dolencia solipsista ocasionada por su fe en Platón, Berkeley y Mallarmé, Elizondo intuye que la Camera lucida es un dispositivo generador de imágenes que infringe necesariamente las prohibiciones de un orden establecido —por ejemplo, el cristianismo— en nombre de un ideal superior: el arte entendido como crítica del lugar común y de ciertas nociones como verdad, realidad u objetividad. Por eso Mallarmé aseguraba que «La obra de arte no sólo ha de ser una ficción: ha de ser la mentira misma, a cuya luz la vida fulgura» [7], y por lo mismo Elizondo afirma que «la mentira, la combinación de palabras sin contraparte real, no solamente constituye un método de creación sino también un objetivo de la escritura. Por mi parte admito que, aunque con escaso éxito, he tratado de elevar la mentira a la altura del arte» [8].

Por lo tanto, según Elizondo, releer es crear: el creador es un lector crítico, y todo lector crítico propaga, mediante la semiosis ilimitada, el acto de la creación. O sea que, para revelar la poética de un texto (es decir, para releerlo) es inevitable y necesario transformarlo —y entonces deberíamos acostumbrarnos a decir «transformación» en lugar de «creación» o «lectura».

Este corolario resume el argumento de «Anapoyesis», el tercer texto de Camera lucida —una alegoría sobre la relectura ideal: aquella que recupera y transforma, íntegramente, la energía que ha depositado el poeta en sus versos. Aquí se nos relata, mediante el testimonio de un narrador anónimo, el trabajo que, durante la Segunda Guerra, realizó el profesor Pierre Emile Aubanel. Por su apellido, podría ser un descendiente de Théodore Aubanel, el poeta provenzal que decía ser amigo de Stéphane Mallarmé. De hecho, en la ficción, el profesor Aubanel habitaba la casa donde Mallarmé pasó sus últimos años: el número 89 de la Rue de Rome, donde fue visitado por el narrador, que deseaba consultarlo sobre la entropía de los altos vacíos. Una vez que se volvieron amigos, Aubanel le expuso sus teoremas sobre la relación entre la termodinámica y la poesía:


Todas las cosas que componen el universo son máquinas por medio de las cuales la energía se transforma y todas contienen una cantidad de energía igual a la que fue necesaria para crearlas o para darle el valor energético que las define como cosas individuales. […] La poesía es una cosa como las demás. Sólo difiere de las otras por la cantidad de energía que un poema recoge al ser creado [9].

Por tanto, si la física nuclear pudo extraer toda la energía contenida en una masa de uranio, Aubanel construyó el «anapoyetrón»: una máquina capaz de medir la energía contenida en cada poema con una objetividad que volvería obsoleta toda crítica literaria. Mediante el mismo aparato, Aubanel pretendía además «hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema» [10], con el fin de liberar su contenido energético. De acuerdo con los cálculos de Aubanel, la energía contenida en un canto de la Divina Comedia: la suficiente para hacer funcionar las fábricas de la Fiat durante doscientos años… aunque eso implicaría destruir para siempre el poema, pues semejanza de los elementos radioactivos, la energía de un poema se va desgastando con el tiempo y con el uso: «A cada lectura que los hombres hacen del poema extraen una cierta cantidad de la energía que lo anima hasta que lo olvidan por entero» [11].

Convencido por esa intuición el profesor Aubanel se mudó a la casa de Mallarmé, obsesionado en hallar la obra perdida del poeta: la obra que no fue quemada tal como éste lo ordenó en su testamento: porque esos poemas perdidos, transcritos en papeletas que fue escondiendo por todos los rincones de su casa, «eran poemas en que la energía estaba contenida en su estado puro; poemas todos que no habían sufrido ningún desgaste, puesto que nadie los conocía o los había leído más que su autor; eran poemas que contenían la energía que Mallarmé les había infundido en estado puro» [12].

Por ello el profesor removió los muebles y el papel tapiz de su casa, inspeccionando cada rincón en busca de algún poema olvidado en alguna papeleta. Como indicio de lo que ocurriría si encontrara ese anhelado fragmento, Aubanel le ofreció al narrador una prueba experimental: puso en el anapoyetrón un fragmento de Mallarmé. Una vez activado el mecanismo, se desprendió de los versos tal cantidad de energía, que se produjo una fortísima detonación que dejó casi inconsciente al narrador. Ahora bien: si eso ocurrió con un poema ya desgastado por cientos de lecturas, ¿cuánta energía habrían contenido los versos que Mallarmé borroneaba en sus papeletas? Tiempo después, el narrador induciría la respuesta, al enterarse por el periódico que su amigo había muerto, por culpa de «una descarga de enorme potencia aunque de radio de acción misteriosamente reducido que se produjo en el laboratorio» [13].

Con este final, Elizondo parece advertirnos que existen versos cuya cabal comprensión podría acarrearnos la muerte. La explosión que mata Aubanel, tiene un sentido alegórico: la lectura de un poema sólo afecta al individuo que la realiza: un poema no puede cambiar (o, en este caso, destruir) al mundo, pero sí puede cambiar (o destruir) a un solo hombre.

En ese sentido, hay que ver el experimento del profesor Aubanel como un aparato «crítico» todavía deficiente, un mecanismo de lectura (ficticio pero alegórico) que debe perfeccionarse aún, de tal modo que la energía del poema, del cuento o del ensayo, no se disipe en banales lecturas, sino que se acumule en otros textos, que se transforman así en el depósito más firme de la experiencia leída. Una idea que recuerda a Maurice Blanchot, cuando define al crítico literario: ese «malvado híbrido de lectura y escritura, ese hombre extrañamente especializado en la lectura y que, sin embargo, no sabe leer sino escribiendo [y] no escribe sino sobre aquello que lee» [14]. Sólo cuando este ciclo se cumple cabalmente estamos ante la Camera lucida: el aparato hipertextual que nos mostrará «La luz que regresa»: la luz presente que conduce nuestros ojos de regreso al pasado: hacia la imagen, ausente y pretérita, que originó la palabra.


NOTAS

[1] ELIZONDO, Salvador, «Camera lucida», en Obras 3, El Colegio Nacional, tres tomos, México, 1994.
[2] BARTHES, Roland, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós Ibérica,  Barcelona, 1989.
[3] GENETTE, Gèrard, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Taurus, Madrid, 1989, pp. 9,13-14.
[4] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 97.
[5] ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998, pp. 36-38.
[6] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 61.
 [8] Reyes, Alfonso, Obras completas de Alfonso Reyes, FCE, Letras Mexicanas, tomo XXV, p. 76.
[7] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 116.
[8] Íbid, p. 29.
[9] Íbid, p. 30.
[10] Íbid, p. 31.
[11] Íbid.
[12] Íbid.
[13] BLANCHOT, Maurice, Sade y Láutreamont, FCE, Colección Breviarios, México 1990, p. 9.