martes, 12 de enero de 2010

Figuras femeninas: símbolos, mitos


Maritza M. Buendía




Según algunas versiones, las Sirenas son divinidades del Hades (por eso su canto aniquila), monstruos marinos con cabeza y pecho de mujer y el resto del cuerpo de pájaro. “Por influencia de Egipto, que representaba el alma de los difuntos en forma de pájaro con cabeza humana, la Sirena se ha considerado como el alma del muerto, que ha errado su destino y se transforma en vampiro devorador”.[1] Es por la rama de los mitos nórdicos que nos llega la imagen de la Sirena mitad mujer y mitad pez. Conocedoras “de todos los secretos (…) podían aplacar o levantar los vientos”.[2]

Las Sirenas se relacionan con las Ninfas (Nereidas, Náyades, Orestíadas, etcétera), divinidades del agua cuyos atributos son la juventud, el misterio y la belleza, cualidades que trastornan la mente de los hombres, como en el caso de la famosa Lolita de Vladimir Nabokov, inspiración para las Nínfulas de Juan García Ponce:

Hay muchachas, entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de las ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo, son mucho mayores que ellas (…) Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas
.[3]

Las Ninfas son divinidades de las aguas, “representan una expresión de los aspectos femeninos de lo inconsciente, (…) suscitan necesariamente veneración mezclada con miedo”.[4] Con el despliegue de sus rasgos físicos como si de un exceso se tratara, las Ninfas devastan a los hombres, quienes son capaces de cometer asesinatos o de volverse locos. Estos hombres son diestros en per-vertir la “normalidad” y las “buenas costumbres”, diestros en concretar las historias que imaginan tatuadas en el cuerpo de las Nínfulas.

Complementariamente, “las cincuenta Nereidas, amables y benefactoras ayudantes de la diosa marina Tetis, son Sirenas”,[5] y tanto las Sirenas como las Ninfas son figuras que se desdoblan en otras figuras: en Hadas y/o en Brujas.

Las Hadas son mensajeras de otro mundo y suelen viajar en forma de pájaro o de cisne, seres mágicos que encarnan “los poderes paranormales de la mente o las capacidades prodigiosas de la imaginación”.[6] Con frecuencia, vagan por el mundo buscando su enamorado. El Hada, como imagen idealizada de la mujer, ubica su antítesis en la Bruja: fuerza oscura del inconsciente que, en un inicio, enlazaba lo visible con lo invisible, lo profano con lo sagrado, y que luego se determinó por su carnalidad y su aspecto demasiado humano, lo que la volvió servidora del diablo.

El origen de las Hadas se localiza en las Parcas romanas y éstas en las Moiras griegas. Hadas, Parcas o Moiras por lo general son tres: Cloto (presente), Láquesis (futuro) y Átropos (pasado). “Se dice que Zeus (…) interviene para salvar a quien le place cuando el hilo de la vida, hilado en el huso de Cloto y medido con la vara de Láquesis, está a punto de ser cortado por las tijeras de Átropos”.[7] Otras versiones sostienen que el mismo Zeus está sujeto a las Parcas porque ellas no han nacido de él, sino de la Gran Diosa Necesidad o del Implacable Destino.

Parcas y Moiras se remontan a las Keres, “espíritus malignos un tanto vagos [que] causan males a los hombres, como impureza ritual, ceguera, vejez, muerte”.[8] Se les personifica como aves de rapiña. Las Keres también se identifican con las Erinias griegas (Furias latinas), quienes (como las Hadas, las Parcas o las Moiras) son tres: Tisifone, Alecto y Megera, viejas horribles con cara de perro y víboras en lugar de cabello, cuerpo negro y alas de vampiro. Si el hombre comete una falta, las Erinias son el instrumento de la venganza divina, “la autodestrucción del que se abandona al sentimiento de una falta considerada como inexpiable”.[9]

Las servidoras de las Erinias (imagen del castigo para el que comete una falta) son las Harpías (disposición a los vicios y a la maldad), seres igualmente funestos e igualmente tres: Aello, Ocipete, Celeno (hijas de una Ninfa). Las Harpías se relacionan con las águilas marinas y con las aves de garras. Son genios malignos, monstruos con cuerpo de pájaro y cabeza de mujer. Y –para cerrar un círculo que se antoja cada vez más ambicioso o infinito- estas cualidades nos conducen nuevamente a las Sirenas, quienes son tan dañinas como las Erinias y las Harpías.

Pero, ¿a qué responde esta necesidad de crear figuras en torno a la mujer?

Para Mircea Eliade, el mito nace cuando un fenómeno escapa del entendimiento humano y es claro que, vista así, la mujer es una incógnita a aclarar. De ahí la emergencia de la figura, de ahí que la figura se traduzca en mito: dominio del universo simbólico. Bruja, Hada, Ninfa, Sirena, todas son criaturas del inconsciente, todas responden a la vocación del hombre por crear mitos.



NOTAS

[1] CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alain, Diccionario de los símbolos, Herder, Barcelona, 1993, p. 550.
[2]
GARIBAY, Ángel Ma., Mitología griega. Dioses y héroes, Porrúa, México, 2004, p. 326.
[3]
NABOKOV, Vladimir, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2006, p. 24.
[4]
CHEVALIER, Jean, op. cit., p. 752.
[5]
GRAVES, Robert, Los mitos griegos, Alianza, Madrid, 2006, p. 166.
[6]
CHEVALIER Jean, op. cit., p. 550.
[7]
GRAVES, Robert, op. cit., pp. 59-60.
[8]
GARIBAY, Ángel Ma., op. cit., p. 220.
[9]
CHEVALIER, Jean, op. cit., p. 452.


miércoles, 6 de enero de 2010

La espada de Juana contra la navaja de Ockham


Gonzalo Lizardo



Ante cualquier texto o signo que el mundo ofrece, cada lector establece conjeturas más o menos viables para interpretarlo, aunque no siempre se detenga a meditar hasta qué punto puede corroborarse la pertinencia o la falsedad de dichas hipótesis. Desde Aristóteles hasta la Lógica Moderna, pasando por la Escolástica, se han formulado mecanismos formales —como la deducción o la inducción— para contener el dispendio subjetivo de nuestras conjeturas. En nuestros tiempos postmodernos, tanto la Hermenéutica como la Semiótica han apostado por un método al que se conoce como abducción, y que puede ser definido como «un procedimiento de prueba indirecta, semidemostrativa […] en el cual la premisa mayor es evidente, la menor en cambio es sólo probable o de todos modos más fácilmente aceptada por el interlocutor que la conclusión que se quiere demostrar»[1].

Aunque este método fue desarrollado desde Aristóteles, fue el filósofo norteamericano Charles S. Peirce quien lo refinó, hasta convertirlo en una herramienta muy adecuada de exégesis textual. De hecho, la especificidad de dicho método sólo se evidencia al ser contrastado con sus contrapartes. Para expresarlo con una metonimia, el saber Escolástico era esencialmente deductivo —pues a partir de unas cuantas leyes emanadas del dogma, se pretendía deducir la infinita variedad de la creación—; a contrapelo, el saber Ilustrado privilegió un método inductivo —el cual anhelaba inducir leyes a partir de la inagotable diversidad del ser y del tiempo. Ante estos dos saberes, ansiosos por formular verdades eternas y universales, la Hermenéutica sólo cuenta con un saber abductivo como la vía más sensata —y modesta— para comprender, de manera precaria y aproximativa, el sentido del mundo y los libros concretos.

Pero si el método abductivo acepta conjeturas más o menos probables, necesita establecer algunos criterios que le ayuden a valorar los distintos tipos de hipótesis que pueden ser formuladas. Luego de aceptar que la abducción «parece más un movimiento libre de la imaginación alimentado por emociones (como una vaga “intuición”) que un proceso normal de descodificación» [2], Umberto Eco propone una taxonomía bastante económica, basada en cuatro tipos generales, de acuerdo el grado de dificultad que debe superar el intérprete para demostrarlas o refutarlas: la hipercodificada (aquella donde la conjetura se demuestra con el mínimo esfuerzo interpretativo), la hipocodificada (o aquella que requiere elegir entre varias hipótesis equiprobables), la abducción creativa (aquella donde el intérprete convierte la conjetura en ley) y la meta abducción (aquella que, por sus implicaciones, modifica la visión del mundo de quien formula la abducción) [3].

Una escena de la película Juana de Arco (Luc Besson 1999) plantea con claridad esta taxonomía. En ella vemos a la santa francesa (Milla Jovovich) mientras aguarda en su celda la sentencia que la conducirá a la hoguera. Rezando un padrenuestro, la doncella invoca las «visiones» que suelen aconsejarla. En lugar de Dios o de un ángel, se apersona ante ella un monje anónimo e impasible (Dustin Hoffmann): un anciano que para colmo no ha venido a aconsejarla, sino a cuestionar su capacidad abductiva: a hacerle ver con qué ligereza ha interpretado las «señales» que Dios, presuntamente, le había remitido. En específico, se refiere a esa espada, tirada en el campo, que Juana quiso interpretar como una orden divina:



De inicio, el monje imagina cinco conjeturas que pudieran explicar la presunta señal: 1) la espada se le cayó a un jinete, sin que él lo notara; 2) la espada pertenecía a un hombre que fue asesinado durante un duelo; 3) la espada fue arrojada por un hombre que huía de sus adversarios y quería aligerar su fuga; 4) la espada la soltó un hombre al ser asesinado por un arquero; 5) la espada fue abandonada por un hombre que, sin motivo aparente, se cansó de ella. De acuerdo con las definiciones de Eco, las cuatro primeras son hipercodificadas: si comprendemos el contexto de violencia que caracterizaba a la Edad Media, las cuatro explican, de manera casi automática, la inusual presencia de una espada tirada sobre el campo. En contraste, la quinta abducción pertenece al grupo de las hipocodificadas, pues requiere explicaciones adicionales: ¿por qué motivo ese hombre se deshizo de su arma?, ¿por un conflicto moral, por flojera, por locura?, ¿o simplemente decidió convertirse en eremita, como San Julián, o en libertino, como Gilles de Rais?

Parece irrefutable, en consecuencia, el reclamo del monje: entre las infinitas conjeturas que pudiera haber imaginado para explicar el fenómeno, resulta absurdo que ella eligiera la sexta explicación, la más inverosímil: que la espada le haya sido entregada por Dios para que Juana, cumpliendo las profecías, liberara a Francia del dominio inglés.

Al comprometerse con ese designio, Juana no ha hecho sino formular una abducción creativa que así podría resumirse: «Esta espada es una señal divina; yo me encontré esta espada; ergo, yo he recibido una señal divina»… lo cual no demuestra que la espada en el campo sea una «señal», sino que lo presupone sin mayor análisis. Este silogismo es tan débil que el monje lo refuta con un artilugio escolástico muy simple: el principio de economía conocido como «la navaja de Ockham», según el cual, entre varias explicaciones posibles el sujeto debe elegir siempre la que explique el mayor número de fenómenos de la manera más «económica» posible… lo cual no demuestra que Juana esté equivocada: tan sólo señala que su abducción es demasiado complicada para ser verdadera.

Como sea, el monje aprovecha el desconcierto de Juana para proponerle una meta abducción: una conjetura de segundo grado que pone en tela de juicio la visión del mundo que configuran las disparatadas conjeturas de la joven doncella. «Viste lo que querías ver», sentencia, acusándola de cometer un error muy frecuente entre aquellos que se dejan cegar por sus propios complejos, prejuicios o fantasmas… Una confusión muy válida si consideramos que la crédula Juana habita un mundo regido por la Fe: un mundo en crisis, donde cada cosa es una señal, un signo que expresa el impenetrable designio de Dios. El escéptico monje representa, en cambio, un mundo por venir: el mundo de la Razón, donde las cosas no son sino cosas, y no tienen sentido sino como causa o consecuencia de una cadena de causalidades.

Desde la perspectiva del monje, Juana se equivoca juzgando los profanos sucesos de este mundo como signos, visiones, mensajes divinos. Lo cual parece muy sano y muy sensato, excepto si lo analizamos desde la perspectiva de Juana, pues para ella el monje no es sino aquello que él mismo intenta refutar: una visión que la conmina a no dejarse engañar por las visiones. La joven prisionera se encuentra atrapada por una paradoja: para acatar el consejo del monje, debe desoír sus consejos, pues si los acata, estará recayendo en su viejo error, interpretando como «mensaje divino» las palabras de un monje cualquiera, mundano y falible. No debe extrañarle al espectador, por lo tanto, que Juana decida desoír los sensatos cuestionamientos del monje y permanezca fiel a sus abducciones, por muy creativas y descabelladas que pudieran parecer.

Ciertamente, si se hubiera conformado con las inofensivas abducciones hipercodificadas que la Razón le aconsejó, tal vez hubiera evitado la hoguera: no se hubiera equivocado jamás, pero tampoco hubiera sido santa, ni hubiera puesto en jaque a los ingleses. Para ciertos intérpretes, como Juana, vale más cometer un heroico error que conformarse con una pusilánime certeza.

NOTAS:

[1] ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, 4ª edición, México 2004, p. 21.
[2] ECO, Umberto, Tratado de semiótica general, Lumen, 5ª Edición, Barcelona 2000, p. 208.
[3] ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª Edición, Barcelona 1998, pp. 263-264.