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lunes, 9 de agosto de 2010

Javier Cercas: los recursos "fantásticos" del "realismo"


Gonzalo Lizardo




Desde hace un siglo casi, Roman Jakobson señaló las dificultades para definir el «realismo artístico» y puso en alerta a los críticos e historiadores del arte sobre las «consecuencias fatales» que el empleo de esa vaga palabra podría acarrearles. Aunque puede definirse como «una corriente artística que se propone reproducir la realidad lo más fielmente posible y que aspira al máximo de verosimilitud»,
[1] Jakobson pone en evidencia que esta definición de «realismo» reúne dos acepciones disímiles: por un lado, la voluntad de un autor —cuya obra desea ser fiel a la realidad— y, por el otro, la colaboración de un lector —que percibe esa obra como «verosímil» o no. Y la confusión aumenta si se recuerda que el «realismo» designa —además— a una escuela del siglo XIX, a la non-fiction norteamericana, a la síntesis de sueño y vigilia que procuraba el surrealismo, o a la magia maravillosa del Boom latinoamericano, etcétera.

Pero si toda la literatura es «realista» en alguna de sus escurridizas acepciones, entonces dicha palabra pierde todo su poder y utilidad. Especialmente si se considera que —desde otra perspectiva— ninguna obra de arte puede ser realmente «realista». Eso opina Bustos Domecq —el irreal crítico inventado por Borges y Bioy Casares— cuando considera que al modificar los nombres de los personajes, o «adivinar lo que piensan los otros», o pretender que un Yo puede hablar de sí mismo sin modificarse, se renuncia de antemano al realismo.
[2] Esta posición, expresada por dos abiertos enemigos del término —o tres, si contamos a su ficticio personaje— es la que adoptó irónicamente el español Javier Cercas cuando concibió su obra Soldados de Salamina, manifestando que «el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales» [3].

En un mundo que ha convertido a «lo real» en el espectáculo más solicitado y en la mercancía más valiosa, parece tentador dedicarse a escribir sobre «lo real» —pues como aconseja el cliché, «la realidad siempre supera a la ficción». En ese sentido el propósito de Javier Cercas tiene poco de original, excepto porque, para alcanzarlo, ha decidido renunciar a la Novela. Desmintiendo a Flaubert, a Capote y a Kundera, entre muchos otros, el autor de Soldados de Salamina considera que la Novela es incompatible con la búsqueda de la Verdad y que, colocado ante la disyuntiva de ser novelista o ser sincero, se adhiere a la segunda opción. Decide, en consecuencia, centrar su escritura en un hecho histórico —el fallido fusilamiento del escritor falangista Rafael Sánchez Maza— que debe ser esclarecido mediante la exposición objetiva de los hechos y el testimonio real de personas verdaderos, sin máscaras ni artificios.

A sabiendas de que «no es lo mismo un periodista que un escritor»,
[4] Javier Cercas suspende su vocación literaria y opera de acuerdo con su profesión periodística, buscando documentos, leyendo libros, haciendo llamadas, interrogando a los involucrados. De ese modo, más que narrar un episodio histórico, el autor Javier Cercas relata las vicisitudes del personaje Javier Cercas por satisfacer la «voluntad de verdad» del periodista Javier Cercas. A contracorriente del naturalismo decimonónico, que procuraba ser objetivo a través un estilo impersonal y omnisciente, nuestro autor sospecha que la objetividad se alcanza desde la trinchera del yo. Por esta razón, el lector es informado sobre la vida de Javier Cercas, su divorcio, sus circunstancias laborales, su crisis escritural, su noviazgo con Conchi, una pitonisa televisiva que suele andar sin bragas y que termina por tomar la iniciativa en la investigación.

A
unque la hermenéutica actual reconoce que el sujeto sólo comprende a su objeto desde una precomprensión subjetiva, en Soldados de Salamina el nombre del autor es utilizado a la manera de Borges, Poe, Auster o Kipling: como un recurso literario característico de la literatura «fantástica» —aquella que considera que el relato no tiene por qué representar la verdad de las cosas, sino inducir el asombro en sus lectores. Para otorgarle «autoridad» al relato, nada mejor que un autor, con su nombre y apellido reales, dispuesto a exhibir su persona ante un lector que, sin duda, tomará la franqueza de sus confesiones como una garantía de honestidad. En vez de crear a un Philip Marlowe que averigüe el paradero de su personaje, Javier Cercas se muestra a sí mismo como un periodista con baja autoestima, pero también como un lector hábil y perspicaz de los signos, los indicios y los testimonios que el azar le ofrece:

Siguiendo la sugerencia de Aguirre, leí asimismo a Trapiello, y en uno de sus libros descubrí que él también contaba la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas, y casi exactamente en los mismos términos en que yo se la había oído contar a Ferlosio […] Pensé que Trapiello se lo habría oído contar al propio Ferlosio […] e imaginé que, de tanto contar la historia Sánchez Mazas en su casa, ésta había adquirido para la familia un carácter casi formulario, como esos chistes perfectos de los que no se puede omitir una sola palabra sin aniquilar su gracia.[5]

En este párrafo el autor demuestra que sabe leer distintos significados detrás de los signos repetidos, al tiempo que se justifica su propia técnica: la repetición, la proliferación y la autorreferencia forman parte de los recursos que Javier Cercas toma prestados de la novela «fantástica» para estructurar su relato «real»: escribiendo que la escribe, el autor repite la anécdota, la amplifica y la vuelve a repetir —a la usanza de Salvador Elizondo, Jan Potocki o Italo Calvino—, hasta que adquiere el «carácter casi formulario» de un chiste perfecto. Desde el inicio estamos enterados de lo fundamental: en los últimos meses de la guerra civil, Rafael Sánchez Mazas es conducido al paredón para ser fusilado junto con otros prisioneros. Mientras sus compañeros caen abatidos, Sánchez Mazas aprovecha la confusión y huye hacia el bosque. «Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: “¡Por aquí no hay nadie”. Dio media vuelta y se fue».
[6]

Luego de leer dos tercios de la novela, al lector le queda claro que el «relato real» no debería gravitar en torno a la figura de Sánchez Mazas, sino en torno a ese gesto, instintivo y heroico, del soldado republicano que le salvó la vida. Por más que Javier Cercas haya revaluado en su justa medida la obra literaria de su protagonista, y que haya reconocido la generosidad que mostró hacia las personas que lo ayudaron a sobrevivir en el bosque, Cercas debe reconocer que Sánchez Mazas, aunque haya sido «un hombre decente», no tiene estatura de héroe y por tanto su «relato real» estará incompleto mientras no encuentre a ese soldado para que le explique por qué motivo, ciego e irracional, decidió perdonar a un fascista, su enemigo.

Javier Cercas no resolverá esta duda gracias a una ardua y perspicaz investigación, sino a la fortuita ayuda de un mentiroso que nada tuvo que ver con los hechos: el «exagerado» novelista chileno Roberto Bolaño, quien le cuenta la historia de Miralles, ese veterano de la guerra civil española y de la segunda guerra mundial que parecía fabricado a la medida para atar los cabos de la historia. Olvidando su desconfianza hacia las soluciones novelescas, Javier Cercas decide que Miralles es el héroe que su «relato» necesita para ser «real», aunque su interlocutor se preocupe por incitarlo a mentir —a la manera tal vez del Barón Munchausen, cuyas mentiras se volvían verdaderas porque él así las contaba:

—Da lo mismo —replicó Bolaño—. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es lo único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.
—¿Quién te ha dicho que lo esté? Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es que Miralles pudo estar ahí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.
Pudo serlo —murmuró Bolaño, escéptico—. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso…
En todo caso se trata de encontrarlo y de salir de dudas —le corté, adivinando el final de su frase «…si no es él, te inventas que es él».[7]

El recurso no podía ser más malicioso y transparente. Siguiendo el ejemplo de Henry James en Una vuelta de tuerca —donde ignoramos si son verdaderos los fantasmas que ve la nodriza o los ha inventado su inconsciente—, Javier Cercas se mueve en los umbrales del ser y del parecer, de la realidad o de la ficción, del naturalismo y la alegoría fantástica. De aquí en adelante, el lector ignora si realmente él y su novia llamaron por teléfono a todos los asilos de ancianos cercanos a Dijon hasta encontrar a Miralles, o si literalmente decidió inventárselo, siguiendo el consejo de mentir con estilo que le dio Bolaño. De hecho, si aplicamos el célebre principio de Ockham, es mucho más económico suponer que el autor miente: que nunca encontró a Miralles, pues éste jamás existió sino como alegoría, como ese héroe desconocido que, al frente de un pelotón de soldados, cruza el Sahara para salvar el mundo.

Desde cierta perspectiva, esa ambigüedad constituye más una virtud que un defecto: como sostuvo Kundera, la Novela es el reino del «o bien esto o bien lo otro», una sabiduría de lo incierto que se propone plantear ante el lector las paradojas terminales que caracterizan al mundo.[8] Para resolver las paradoja centrales de Soldados de Salamina —¿puede un hijo de puta ser un buen escritor?, ¿por qué un héroe se decide a salvarle la vida a su enemigo?—, Javier Cercas tuvo que renunciar a su propósito inicial de escribir un «relato real» y conformarse con hacer una novela. O, en otras palabras, tuvo que olvidar las ambiciones de su profesión periodística antes de recuperar, modestamente, su vocación literaria.

Notas:

1. Jakobson, Roman, «Sobre el realismo artístico», en Tzvetan, Todorov, Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Siglo XXI, 9ª edición, México 1999, pp. 71.
2. Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo, Crónicas de Bustos Domecq, Losada, México 1997, p. 23
3. Cercas, Javier, Soldados de Salamina, Tusquets editores, México 2001, p. 52.
4. Íbid, p. 151.
5. Íbid, pp. 38-39
6. Íbid, p. 26.
7. Íbid, p. 166.
8. Kundera, Milan, El arte de la novela, Editorial Vuelta, México 1988, p. 14.


viernes, 28 de mayo de 2010

¿Historias, verdaderas?


Carmen Fernández Galán


...me decidí a mentir, pero, eso sí, con más honestidad
que los demás, ya que hay un extremo sobre

el cual diré la verdad, y es que voy a contar puras mentiras...
Escribo pues, sobre asuntos que jamás he visto,
aventuras que nunca he oído ni nadie me ha contado,
sobre cosas que no existen en absoluto
ni tienen visos de que puedan existir jamás.
Por lo que mis lectores harán bien
en no otorgarles crédito alguno.

Luciano de Samosata [1]


La principal preocupación de las ciencias humanas casi siempre ha sido metodológica pero en ocasiones también de objetos de estudio. La historia, como disciplina que aspira a grados mayores de objetividad y/o cientificidad, ha tenido que fundamentar su tarea constantemente, pero no sólo debe comprobar su utilidad en una época de razón instrumental, sino que debe justificarse dentro de un marco de institucionalización y burocratización de los saberes que, como advertía Weber, ha llevado a la paradójica situación de primero formar especialistas y luego buscar objetos de estudio. Así la historiografía puede, desde esta perspectiva, leerse como una historia de las modas (temas, marcos teóricos y metodologías). José Andrés Gallegos[2] da cuenta de la dispersión temática y de la fragmentación de saberes que dificultan la caracterización de la historia y complican la tarea de síntesis, llevando a los historiadores a la ultraespecialización que bloquea la perspectiva de la totalidad y la posibilidad de articular las investigaciones con otras áreas del saber humanístico, e incluso, no humanístico. Las preguntas a resolver son: ¿cómo lograr la síntesis ante la dispersión si de entrada el conocimiento histórico trata lo heterogéneo y la excepción a la regla? ¿Cómo conciliar azar e intención, y a su vez, intención y acción? ¿Cómo escapar a los fundamentalismos, llámese materialismo, cultura popular, etcétera?

La recreación del humanismo para Gallegos significa superación del historicismo, recuperación del libre albedrío, pero él mismo es consciente del peligro de caer en otro determinismo, por eso opta por jugar a lo posible, historia y literatura se acercan, una vez más entre tantas...

De los fundamentalismos que hay que escapar, Antonio Campillo[3] advierte uno en el que muchas de las ciencias humanas están entrampadas: la idea de progreso, sea como un regreso o como una negación (que es afirmación), pero que siempre implica formas de libertad escondidas bajo formas de dominación y viceversa. Campillo traza la genealogía del pensamiento moderno que ha oscilado entre lo que llama «tesis del sujeto» y «tesis de la historia» para tratar de conciliar estos polos, el de la voluntad y el del azar o la absoluta diferencia (lo histórico). Así propone sustituir la idea de progreso por la de variación, que implica una visión de la historia que rechace todo requisito de predicción, pues hasta las ciencias duras comienzan (en algunos campos) a reconsiderar el carácter predictivo del conocimiento científico.

Para evitar cualquier tipo de determinismo o fundamentalismo, al parecer las tendencias apuntan a la interdisciplinariedad, aunque ésta se ha entendido de varias maneras, por ejemplo, a partir de la revolución historiográfica francesa se dio un giro antropológico, otros hablan de giro lingüístico, otros exploran la relación entre literatura e historia, como Paul Ricoeur y Hyden White, y otros, como Peter Burke proponen un acercamiento a la sociología, pues ésta puede proporcionar categorías teóricas a un tipo de historia que se pierde en el detalle o en la enumeración de acontecimientos y compilación de fechas. Gallegos advierte que hay que hacer un manejo pertinente de las categorías sociales para no perder de vista la individualidad, que confronta constantemente discutiendo los conceptos de alienación e inconsciente colectivo que condujeron a un determinismo y anularon el libre albedrío, en la línea de Bordieu que refuta a Foucault la visión aplastante de los poderes y saberes institucionales confabulados, propone una fuerza desde abajo, o mejor, que lo colectivo es matizado individualmente, a lo que llama «individuación de lo colectivo»: hay que tener cuidado con las categorías colectivas y comenzar por lo individual.

Gallegos revela la crisis del pensamiento objetivo y propone una vuelta a la subjetividad y a un conocimiento que se cuestione a sí mismo: autorreferente. Su búsqueda de una síntesis de la historia (para superar la fragmentación) como la búsqueda de Campillo de una conciliación de dos tesis que han marcado el rumbo del pensamiento occidental, debe verse como un repliegue que dé pauta al cuestionamiento no ya del mundo, sino de la pregunta misma, un poco a la manera de Heidegger: ¿por qué el por qué? Esta autorreferencialidad es la que debe ordenar la historiografía, ya que el orden y la selección de datos dependen de la pregunta, ya March Bloch había propuesto que el punto de partida de toda investigación deben ser preguntas, pero preguntas pertinentes. Si se trata de fundamentos epistemológicos hay que ubicar entonces no el objeto de estudio, sino el lugar del observador.

Ya a principios del siglo XX las discusiones epistemológicas, sumadas a la revolución freudiana, habían llegado a la conclusión de que el problema de la formulación de las tesis o leyes científicas era un problema del lenguaje. El Círculo de Viena se preocupó por salvar el abismo entre habla cotidiana y lenguaje científico, así los enunciados de las ciencias eran aserciones que debían evitar toda ambigüedad, sin embargo, algunos de los que se formaron dentro de este marco del positivismo lógico resaltaron las virtudes de la ambigüedad y denunciaron, como Austin, la falacia descriptiva que excluía o consideraba pseudoaseveraciones o usos anómalos a los enunciados de la ficción, la estética, la ética, entre otros. Los filósofos del lenguaje ordinario (Wittgenstein, Austin, Grice) demostraron que un misma proposición puede ser verdadera o falsa atendiendo al contexto de enunciación, así es que no existen referentes sino usos referenciales y los significados pueden variar infinitamente, y casi todas nuestras enunciaciones son elípticas o agramaticales y la mayoría de la información la inferimos por nuestro conocimiento de mundo y por la voluntad de entendernos (lo que Grice llama «principio de cooperación»).

Junto a este giro pragmático hay que ubicar las implicaciones de una semiótica que se ocupa por estudiar todos los sistemas de comunicación, una semiótica que tiene sus raíces en la lingüística y en la lógica (Saussure y Peirce) y que con Greimas intenta constituirse en una teoría de la significación que da el salto de la semántica lingüística a la semántica discursiva para explicar el mecanismo de los textos como un proceso generativo, pero dejando totalmente fuera el contexto, trabajando desde la perspectiva estructural, con un texto cerrado. Sin embargo, la consecuencia de la empresa de Greimas fue, que gracias a que su teoría podría aplicarse o todo tipo de textos, se borrada toda especificidad de los mismos, es decir, ya no se podía distinguir entre un texto literario y uno no literario.

Relato: historia y ficción [4] de Paul Ricoeur parte de esa premisa al plantear que entre relato histórico y relato de ficción existe una estructura común y que lo único que los distingue son sus pretensiones referenciales, o mejor, sus pretensiones de verdad. Para el esclarecimiento de la historia como relato parte de dos obras de la historiografía francesa: Hempel quien propone un modelo prescriptivo y explicativo, y Braudel que distingue varios niveles temporales del análisis histórico y que da prioridad a las estructuras.

«La historia es el pasado siempre que éste sea conocido»,[5] la historia es una reconstrucción. Lo que los historiadores tienen por hecho no es lo dado sino más bien lo construido, incluso las fuentes están mediadas, institucionalizadas; además el historiador introduce categorías teóricas ajenas a la época que estudia. Si toda historia es relato, ¿en qué medida es ficción si todo es interpretación?

Las historias «verdaderas» y las historias ficticias tienen rasgos comunes en tanto actividad narrativa. Para Ricoeur todo relato combina dos dimensiones: secuencia (lo cronológico) y configuración (lo formal). Otra característica que comparten es el hecho de poseer un narrador (o varios) que adopta un punto de vista, aquí cabe enfatizar el problema del perspectivismo en la historia y el de narradores multiplicados en la literatura. ¿Quién habla y desde dónde? Esto nos conduce al mundo de las convenciones, profesionalización e institucionalización que le exige a la primera una adecuación referencial, mientras que a la segunda un pacto con el lector para que atienda a lo verosímil y no a lo verdadero.

Para analizar el relato de ficción Ricoeur critica las perspectivas estructuralistas que dieron prioridad a lo configuracional y descartaron el componente temporal sin el cual el relato deja de ser tal. Por lo tanto el desafío para la teoría literaria (o semiótica) es encontrar la conexión entre figura y secuencia, entre configuración y sucesión. Ya que Propp, pero sobre todo Greimas, pusieron la dimensión narrativa en juego al reducir las funciones o roles actanciales lo sintagmático para proyectarlo en lo paradigmático y caracterizar las transformaciones de un cuadrado de relaciones lógicas. También critica la propuesta de Bremond de la lógica de los posibles narrativos que fue un intento por encadenar devenires que corre el peligro de ser demasiado abstracta y de tomar por categorías universales las categorías empíricas.[6]

Otras teorías, de corte antropológico, como la de Scholes y Kellog, afirman que la tradición transmite formas sedimentadas al relato, pero, según Ricouer, los inconvenientes de esta crítica arquetípica es que puede conducir a esquematismos rígidos, como ocurre con Fyre en su Anatomía del criticismo.

Ricoeur recupera la noción de Wittgenstein de juegos de lenguaje para asir los modelos narrativos y la forma de vida implicada en ellos. Así puede distinguir entre historia y ficción por sus pretensiones referenciales: directas o indirectas. Para la historia los documentos o archivos son fuentes de verificación o falsación, en cambio «la imaginación no tiene hechos que demostrar». Sin embargo, es importante reconocer el componente de ficción en la narración histórica, que es una «reconstrucción imaginativa». Autores como White, han prestado la atención a este aspecto narrativo que es visto desde la semiótica, la hermenéutica, la poética... White intenta dar cuenta de la dimensión ideológica del conocimiento histórico y de sus implicaciones para el presente, para ello realiza una metahistoria, una investigación sobre la escritura de la historia. La historia es a la vez artefacto literario y representación de la realidad.[7]

La referencialidad implica necesariamente una reflexión sobre el concepto de mimesis, que no es simple imitación de la realidad, sino poesis, imitación creativa. Retomando a Aristóteles, Ricoeur sostiene que la mimesis es una reduplicación de la realidad, una metáfora de la misma. Quizá la diferencia entre historia y ficción es que la primera es imaginación reproductiva y la segunda, imaginación productiva.

Las ficciones reorganizan el mundo
en función de las obras y esas obras
en función del mundo.
[8]

Una obra literaria no es autorreferencial solamente, según afirmaba Jakobson, es más bien una obra con una referencia desdoblada, siempre hay referentes, y el carácter de escritura que permite a un texto traspasar tiempo y espacio conduce a la infinita recontextualización, a la infinita interpretación, los referentes se deslizan también en el tiempo y son atribuciones de los lectores.
Ricoeur en la construcción de una hermenéutica de la historicidad retoma las Confesiones de San Agustín, quien muestra la paradoja de que el tiempo no tiene ser, que descansa en la distensio animi, engendrada por la dialéctica entre recuerdo, espera y atención. La tesis que pretende sostener Ricoeur es que en el intercambio entre historia y ficción y sus pretensiones referenciales opuestas, nuestra historicidad es llevada al lenguaje:

¿no podríamos decir que la historia,
al abrirnos lo diferente, no abre lo posible,
mientras que la ficción, al abrirnos lo irreal,
nos lleva a lo esencial?
[9]

Si el orden es autorreferente, el historiador debe ser capaz de reconocer su propia historicidad por una parte y conciliar la historia narrativa e historia analítica, la corta y la larga duración, el cambio y la estructura. Los hechos son construcciones teóricas de las que el historiador debe trazar una causalidad (compleja), así los efectos son causa de causa porque son el punto de partida del historiador, pero también las huellas y las lagunas que implican un trabajo de reconstrucción de lo memorable para explicarnos a nosotros mismos.

Creo que en ciertos momentos del quehacer histórico (siglo XX) se dio privilegio a las estructuras y después la preocupación fue formular (o reformular) una teoría del cambio o de la discontinuidad como intentaron Burke y Foucault. Hoy la historia sigue ampliando su objeto de estudio, ya en el acercamiento antropológico, ya en la noción de pasado ¿se puede hacer entonces historia del presente?

Autorreferencial no significa sólo replantear objetos de estudio, sino prestar más atención al hecho de que todo conocimiento descansa sobre el lenguaje, la propuesta de White de examinar el carácter narrativo de la historia debe ampliarse para que sea capaz de especificar las convenciones que deben regir la hechura del relato. En esta reflexión sobre el lenguaje se hace imprescindible la recuperación de los enfoques pragmáticos y un cuidadoso acercamiento a las posturas deconstruccionistas que son más una actitud filosófica que una herramienta de trabajo, y por lo mismo especificar las características del género histórico al momento de trasladar categorías de la teoría literaria a la explicación de textos no narrativos.

La historiografía no debe ampliar su concepto de «narrativo» que destinaba para caracterizar un historicismo que se quedaba en crónica y no pasaba a la explicación. El componente narrativo debe verse desde los enfoques de la recepción, de los usos del relato histórico, para deslindar la ficción de la realidad, reconocer la mediación e intencionalidad tanto en la producción como en la apropiación del conocimiento. Al fin y a cabo la verdad es una mentira, y la objetividad es en realidad intersubjetividad.

Notas

[1] Luciano de Samosata, Diálogos-Historia Verdadera, Porrúa, México, 1991, p. 184.
[2] José Andrés Gallegos, Recreación del humanismo desde la historia, Actas, Madrid, 1994.
[3] Antonio Campillo, Adiós al progreso, Anagrama, Barcelona, 1985.
[4] Paul Ricoeur, Relato: historia y ficción, Dosfilos, México, 1994.
[5] Ibid, p. 37.
[6] Ibid, p. 77.
[7] Cfr. Ricoeur, op. cit., p. 86-88.
[8] Ibid, p. 93.
[9] Ibid, p. 108.