lunes, 9 de febrero de 2009

La poética del voyeur y los tres niveles hermenéuticos: "Retrato"


Maritza M. Buendía


En el cuento "Retrato", de Juan García Ponce, la celebración de la belleza inicia la poética del voyeur. Tal celebración desemboca en una serie de cualidades que deben reunir tanto el personaje masculino como el femenino, núcleos de una relación voyeurista. Es evidente: no cualquier personaje cuenta con los atributos para ser un voyeur ni cualquiera es apto a ser contemplado. Hay una constante: la mujer es la depositaria y la portadora de la belleza, el hombre atestigua esa belleza como si de una presencia se tratara. La belleza adquiere calidad de peso y de movimiento, flota, es –a pesar de su esencia intangible y confusa– un algo que toca la conciencia y los sentidos, un algo que en seguida se evapora. Cuando se muestra, no queda más remedio que arroparse en ella, pues “¿para qué se narra si no es para celebrar a figuras tan adorables como Camila?”[1]
El primer nivel hermenéutico conduce a la estructura narrativa. Presentada, en una primera instancia, como un cuento de hadas, se asiste al relato de un personaje y de una historia fuera de lo común: Camila, la protagonista, nace en Singapur, el padre se suicida, llega un padrastro, etcétera. Desde un inicio, el narrador da cuenta de su fascinación, la que regirá cada una de sus acciones y decisiones: “¡qué irresistible puede ser considerar a una niña bellísima e infeliz como en los cuentos de hadas!”.[2]
Durante más de la mitad del cuento se cree que el narrador es omnisciente hasta que paulatinamente se evidencia un narrador protagonista, inmiscuido en la trama de la que al principio se veía ajeno. Esto cumple con un objetivo: acentuar la fuerza de los hechos. El narrador pretende contar una historia desde una aparente imparcialidad, simple apuntador. No obstante, varios indicios sugieren su enorme esfuerzo por ofrecer una versión fiel a lo sucedido y mantenerse al margen (esfuerzo que falla). La descripción, a la que recurre el narrador para ofrecer una imagen de Camila, es una trampa que lo envuelve: el narrador se pierde en la delicia de recrear con palabras la belleza de Camila, luego se anula en ese proceso. Cuando conceptualiza sus emociones, se diluye en la escritura y quebranta la supuesta objetividad de los hechos. La descripción del otro confiere esta facultad de naufragio.
Un hecho importante marca el cambio: la llegada de Camila en la vida del narrador, “su aparición fue la más fulgurante revelación de la belleza que he tenido en mi vida”.[3] La belleza se asume como un centro, y toda aparición de un centro, según Mircea Eliade, actúa como característica indispensable para que se produzca el fenómeno de lo sagrado. A raíz de ese centro, la vida del narrador se aglutina en un único tiempo: es imposible hablar ya de un pasado, de un presente o de un futuro cuando la vida se detiene en un instante y subsiste eternamente fija. Además, el advenimiento de Camila en la vida del narrador coincide también con el centro mismo de la narración, estado que remarca la indisoluble (o inexorable) unidad de los distintos planos: es absurdo separar la escritura de la vida.
“Llego ahora al inefable centro de mi relato”,[4] asegura el narrador. En adelante, se precipita un desmoronamiento, un final sorpresa que cierra la estructura del cuento: con una antena de un coche, Camila asesina a la mujer del narrador, el narrador se culpa por el asesinato y es encarcelado. Desde una celda, el recuerdo de Camila lo lleva a escribir su historia, vuelve así a vivir lo vivido, vuelve a padecerlo y a disfrutarlo. Desde ahí, aguarda su llegada.
En torno a Camila se confabulan símbolos: la puerta del departamento por donde ella entra es la entrada al paraíso. Hay un antes y un después de esa puerta, un tiempo y un espacio que se abre y se suspende. La puerta ya no es cualquier puerta: Camila, su belleza, la mirada del narrador, elevan esa puerta al rango de una hierofanía. La puerta incorpora en el mundo algo ausente, latencia que pugna por emerger. La belleza es un elíxir o la varita mágica de un genio perverso: transforma lo ordinario en extraordinario aunque lo extraordinario intimide.
Al interpretar el texto manifiesto se obtiene el contenido latente: el asunto principal del cuento es, precisamente, la celebración de la belleza. Las largas descripciones de Camila, el enumerar sus cualidades físicas, el mostrarla como un personaje “libre”, sin profesión ni meta alguna que la hagan ir en contra de sus instintos, sitúan a este cuento como una síntesis de los personajes femeninos dentro de la narrativa de García Ponce. Síntesis que remite a una de sus influencias principales: Nabokov.
Las ninfas perturban la razón de los hombres, quienes son diestros en per-vertir la “normalidad” y las “buenas costumbres”, diestros en concretar las historias que imaginan tatuadas en el cuerpo de las nínfulas: ellas están predestinadas para algo que atenta el plano de la realidad. Los hombres que contemplan a las nínfulas no pueden más que permanecer en silencio; luego, utilizan la descripción como recurso que autoriza un acercamiento. Mas la descripción termina en digresión: “a ella, como siempre, nada la tocaba”.[5] El hombre, mudo testigo de tanta exhibición, se torna adicto y, con naturalidad, se transforma en voyeur.
Camila es una nínfula: indescifrable y melancólica, ingenua y vulgar. Su belleza seduce, aprisiona. El narrador afirma su carácter de ninfulez a través de varias fotografías de su infancia: desde entonces hay algo de “irresoluble misterio en la absoluta belleza de su rostro”.[6] Hay aquí una idea vital: la belleza es absoluta, lo que es absoluto es sagrado, lo que es sagrado es un misterio.
Camila es alguien (o algo) para detallarse, para no querer salir de ahí a pesar de la tortura. Todo se dispone a su servicio: las faldas tableadas, los suéteres, los mocasines, los pantalones ajustados y hasta su signo zodiacal trabajan como elementos decorativos que configuran su cuerpo como si se tratara de un altar. Accesorios que brindan (y complementan) un homenaje al cuerpo, a la belleza que ahí se deposita y que lo hace exclusivo. Culto a la belleza: Camila en pijama, Camila jugando tenis, Camila vestida de novia, Camila sangrando en una tina de baño, Camila leyendo encima de un sillón, Camila enojada, Camila triste. La belleza es en sí misma un espectáculo, una representación, prodigalidad que se regala al espectador atento, es la vida que se confirma y se ofrece a la contemplación.
No obstante, este aparente actuar desinteresado alberga su lado oscuro: la suspensión que se obtiene a través de las descripciones es sólo una imagen y una imagen es algo difuso, impalpable. Entonces, ¿cómo hacer de ello un retrato?
La belleza no tiene dueño, no se compromete con nada, no se le puede alcanzar, le place –eso sí– mostrarse en el más vulgar de los gestos (en un abrir de bolsa, por ejemplo), como si en la concreción del gesto demostrara su accesibilidad, como si la accesibilidad fuera un engaño.
Cuando el personaje femenino admite que le gusta ser visto se evidencian también otra serie de peculiaridades: un pasado que abruma por una fuerte actividad sexual, relaciones antiguas que bosquejan una necesidad de sometimiento, un físico colmado de cualidades para ser contemplado, una vida alejada de un trabajo rutinario. Debido a que, por lo general, el narrador despliega las cualidades femeninas, suelen eludirse las cualidades del voyeur. Sin embargo, hay algo claro: el voyeur es un curioso, trama y confabula el método que vulnere a los interdictos y lo haga probar sus límites y los de su pareja.
La relación entre Claudine y su marido, en “La culminación del amor” de Roberte Musil, ejemplifica lo anterior. La unión de la pareja está predeterminada por la escenografía, la disposición de los muebles y la pausada narración. La tranquilidad se interrumpe cuando Claudine viaja sola a la escuela de su hija. Claudine es infiel; pero entre el paso de un estado a otro se produce la racionalización de su amor: unión espiritual independiente de los cuerpos.
No obstante, la “ternura” de Musil no tarda en transformarse en la lógica del que somete y es sometido. Para Kojève, el hombre que contempla es “absorbido” por lo contemplado. En consecuencia, el objeto contemplado se revela y el hombre, perdido en la absorción, sólo puede retornar a sí por un deseo. Para ello, se debe distinguir entre el deseo animal y el deseo humano. Aunque ambos empujan a una acción, el deseo humano debe superar su aspiración primordial, el instinto de conservación, en aras de un reconocimiento: anhelo de dominar, ansia de que otro lo reconozca. Llegado el momento uno de los dos debe ceder, satisfacer el deseo del otro y reconocerlo. De ahí la condición humana: “El hombre no es jamás hombre simplemente. Es siempre, necesaria y esencialmente, Amo o Esclavo”.[7]
Pero aun y cuando el esclavo reconozca a su amo se entabla una relación unívoca: el amo, después de demostrar su superioridad, es reconocido por alguien a quien él no reconoce, pues –para él– el esclavo carece de “realidad y dignidad humanas”. El amo es reconocido por una cosa, no por un semejante: “Si el hombre no puede ser satisfecho sino por el reconocimiento, el hombre que se conduce como Amo no lo será jamás. Y dado, que al principio, el hombre es ya Amo o Esclavo, el hombre satisfecho será por necesidad esclavo”.[8]
Esta satisfacción se obtiene cuando el amo obliga a trabajar al esclavo, cuando el trabajo convierte al esclavo en “amo de la naturaleza”, lo que provoca su liberación: “Al liberar al Esclavo de la Naturaleza, el trabajo lo libera de sí mismo, de su naturaleza de Esclavo y, en consecuencia, lo libera del Amo”.[9]
El voyeur es reconocido en la obediencia de su pareja. Ella, subordinada y solidarizada en su rol de esclava, respeta sus leyes y las engrandece, magnifica su dependencia. Emana luego la inversión: el amo es el esclavo del esclavo. Bajo el consentimiento o la falta de alternativas del voyeur vuelto esclavo, la mujer deviene ama de su esclavitud. Todo porque la belleza, que ya de por sí es un artificio, se hermana a otro artificio para bien entramarse: la seducción. ¿Quién seduce a quién? ¿El voyeur, con su complejo pensamiento y su abrumadora inteligencia? ¿La mujer, con la descarada manifestación de su belleza? ¿O son el voyeur y su pareja simples instrumentos de un algo superior?
Reflexionar sobre el texto manifiesto y el contenido latente es decir que “Retrato” es el cuento donde se establece la belleza como la indispensable cualidad femenina, es decir que esa belleza desemboca en la dinámica del amo y del esclavo y en el tercer nivel hermenéutico.
[1] García Ponce, Juan, “Retrato”, Cuentos completos, Seix Barral, México, 1997, p. 336.
[2] Idem, p. 338.
[3] Idem, p. 357.
[4] Idem, p. 356.
[5] Idem, p. 355.
[6] Idem, p. 337.
[7] Kojève, Alexandre, La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, La pléyade, Buenos Aires, 1987, p. 16.
[8] Idem, p. 27.
[9] Idem, p. 30.