martes, 10 de abril de 2012

El signo y el olvido: el caso de un obelisco zacatecano*


Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo



Con menos frecuencia que los demonios de los sentidos, al hombre lo tienta el demonio del Sentido —ese que lo incita a descifrar el significado oculto de cada cosa, como si cada cosa expresara un enigma cuya cabal solución lo conduciría al saber. Aunque peligrosa, se trata de una pasión seminal: cuando el hombre comprendió que una huella sobre la arena delataba al animal o al dios que caminó sobre ella, o que sus propias cicatrices evocaban los colmillos o las caricias que habían tatuado su cuerpo o su alma, ese hombre obtuvo, de manera simultánea, la consciencia del tiempo y la noción primaria de Signo: si cada ser y cada hecho dejan sobre el mundo improntas que pueden ser interpretadas después, un procedimiento semejante le permitiría al hombre vencer el Olvido, transmitir sus ciencias, sus mentiras o sus fábulas, siempre y cuando consiguiera cifrar los Signos del mundo con sus propios Signos, con su propia Escritura.

Gracias a su capacidad para hacer presente lo ausente, para fijar la ley o comunicarse con otros seres, sacros o profanos, el signo escrito fue venerado durante mucho tiempo como un objeto casi mágico. Egipto, con sus elegantes jeroglíficos, se convirtió en la sede mítica de esta «superstición por lo escrito» que después adoptaron los hebreos y los árabes, dos pueblos religados por la fe en sus «Sagradas Escrituras».

Sócrates fue el primero sembrar la duda, cuando sospechó, en Diálogos, que esa invención «no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar sus recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu».

Esta sospecha se volvería profética con los siglos, conforme se fueron oxidando los viejos imperios y los viejos lenguajes, recubriendo de olvido los signos que trazaron para perpetuar la memoria. Aún así, el hombre, obstinado y melancólico, consciente de antemano de la fugacidad y la astucia del Signo, no sólo preservó con tenacidad su confianza en él, sino que se esforzó en reflexionarlo, en pulirlo, en amplificarlo a lo largo de la historia para mejorar su concreción y su permanencia, con una sed instintiva que lo acercaba a la raíz de sus deseos y sus fantasmas. Pero, cada vez que el hombre volvía a tatuar el papel o la piedra, se iba desvaneciendo la emoción original de aquel inocente descubrimiento, de aquella huella, de aquella cicatriz que le reveló la potencia primera del Signo. Paulatinamente, lo que fue un evento fortuito se transformó en una acción que podía provocarse, a voluntad o a capricho del propio hombre. Era, quizás, el nacimiento del artificio: la capacidad del Signo no para aprehender lo real ni para representarlo, sino para crearlo artificialmente.

Con un tono que evita cualquier gesto de emoción o de impostura que pudiera condicionar al lector, la doctora Carmen Fernández Galán Montemayor rescata e interpreta en este libro un testimonio sobre esa perpetua guerra entre el signo y el olvido. Un testimonio enigmático y significativo no sólo por las ambiciones estéticas o políticas del autor de esa obra, sino también —y sobre todo— por las dimensiones de su derrota: concebido por un aristócrata para venerar la autoridad de la corona española sobre la Nueva España, este Obelisco Zacatecano era una insólita columna de cantera erigida a un costado de la catedral zacatecana, detrás de la cual fue cifrado un verdadero enigma, un artificio artístico muy propio del barroco novohispano.

Este libro no sólo nos permite imaginar el inquietante espectáculo que los apócrifos jeroglíficos egipcios de dicho monumento ofrecían a los ojos de los transeúntes zacatecanos —la mayoría de los cuales ignoraba la existencia de Egipto—; también, que esa turbación, ese desasosiego, formaba parte sustancial del mensaje. El enigma estético como expresión de las jerarquías políticas.

Para el conde José de Rivera, el autor del Obeliscus Zacatecanus…, cuanto más abstruso y complicado fuera el Signo, cuanto más se develara su naturaleza inaccesible o contradictoria, mayor sería el respeto, el temor, la adoración que el Signo provocaría en sus receptores. Eso explicaría, en parte, la complejidad de su proyecto: un proyecto qué comenzó como un certamen literario en honor al rey español, del cual se derivó un poema en latín escrito como écfrasis de un obelisco de cantera que sería construido mucho después, como parte de una expresión artística y política comprendida dentro de una fiesta barroca y popular, muy atenta a las jerarquías y a las diferencias.

Para conservarse y dejar constancia de su existencia, el hombre barroco empleó los artilugios del Signo para multiplicar sus posibilidades de significación y cubrir así los huecos de su horror vacui: la grafía se transfiguró en jeroglífico, la tinta y el pergamino se volvieron piedra y relieve, la imagen y el texto se combinaron como emblema, como imagen que habla callando.

El león que porta una flor de lis, la codorniz que se abraza al sol y a la luna, el perro centinela y la serpiente bicorne, el dedo y la mano, el ojo y la boca, son enigmas gráficos que se articulan en una elaborada urdimbre de significantes. Desde los recovecos y oscuridades de ese artilugio, clama la esencia de la naturaleza humana: su anhelo de ser, su deseo de reconocimiento, su ambición por trazar una huella, una cicatriz, un garabato en el Tiempo. Empeñando en ello todas las fuerzas de su cuerpo, de su entendimiento y de su voluntad, el hombre vuelca en el Signo su propia labor de significación, escrito con tinta sobre la página o con cincel sobre la piedra.

La apuesta de José de Rivera parece nítida: entre más intrincada sea la sintaxis de sus símbolos, más curiosidad provocará en sus hipotéticos lectores y mayor será el trabajo de interpretación, con lo cual su artificio textual aseguraba su permanencia como acertijo. Este enigmático hermetismo no impidió que los criollos independentistas demolieran el obelisco de piedra, como emblema obsoleto de la monarquía española, en cuanto se derrumbó el virreinato. Pero mientras tanto, aunque fuera por un instante —y en el caso del Obeliscus Zacatecanus… ese instante se convirtió en un siglo—, el recuerdo triunfó sobre el olvido y caminó de la mano con la ilusión: en correspondencia con el arte efímero, sujeto al devenir y a su erosión, el obelisco se las arregló para mantener su enigma en estado latente, durante otro siglo, hasta despertar en nuestros días, entre las páginas del presente libro.

Arropando su saber inquisitivo en una meticulosa objetividad, Carmen F. Galán expone ante el lector el contexto histórico, filosófico y estético en el que fue creado este texto singular y polimorfo. Luego de exponer las características y la importancia del barroco español, indaga sus colindancias con el neoclasicismo y con la ilustración, explora las variables relaciones entre la imagen y la palabra escrita y muestra las peculiaridades de una poética que vertía contenidos bíblicos en recipientes paganos y que consideraba a la imitación artística no como plagio, necesariamente, sino como gesto de erudición o de tributo a los clásicos.

Que se montara en Zacatecas una obra con estas preocupaciones estéticas o filológicas, nos sugiere que el ambiente de esta ciudad —un ambiente de provincia y minas, encerrado en sus creencias y tradiciones— era permeable al mundo y a la historia de su tiempo, abierto a abrazar lo extraño como parte de su cotidianidad.

De ese modo reinicia la historia: el milenario combate entre las grafías de la Memoria y los garabatos del Olvido. Los signos que aparecen y desaparecen por motivos ideológicos y políticos, reaparecen después, movidos por causas históricas y estéticas muy complejas. Mientras nos lleva de Kircher a Sigüenza, de la retórica barroca a los símbolos alquímicos, del mítico Egipto a la no tan vieja Nueva España, este hermoso libro nos hace reflexionar sobre las leyes ocultas que rigen la persistencia o la caducidad de los Signos. Unas leyes que permitieron la supervivencia de este Obeliscus Zacatecanus… una obra múltiple y efímera, hermética y cristiana que apenas encajaba con su época y que tan bien funcionaría en nuestro siglo neobarroco y posmoderno. Lo cual nos lleva a preguntarnos, con optimismo y melancolía, si la desmemoria no será, en ocasiones, sino un artificio de los Signos.

NOTA

* Prólogo a GALÁN, Carmen F., Obelisco para el ocaso de un príncipe, UAZ / Texere Editores, Zacatecas 2012.