Gonzalo Lizardo
Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las más amargas querellas entre obispos, teólogos y predicadores se produjeron al discutir si los feligreses debían aceptar las Sagradas Escrituras sólo en su sentido literal —único y unívoco— o permitir que exploraran su sentido alegórico —múltiple y equívoco. Aunque la primera facción se impuso muy pronto —por cuestiones políticas que no vienen al caso— tuvieron que pasar once siglos casi para que la Iglesia Cristiana elaborara un sistema interpretativo —más coherente que completo— basado no en dos, sino en cuatro sensus hermenéuticos. De acuerdo con la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino, cuando leemos un texto —tanto los libros sagrados del cristianismo como los tratados aristotélicos, los mitos clásicos o los poemas paganos— debemos establecer en primera instancia un sensus litteralis —un sentido literal discernido por métodos filológicos— seguido por un sensus spiritualis —un sentido espiritual que depende completamente del primero y que se compone por un sentido alegórico, un sentido ético y un sentido anagógico (1).
Siete siglos más debieron transcurrir para que este principio tomista de múltiple interpretación fuese aplicado en provecho de la literatura. Tuvo que ser un irlandés, instruido en los rigores jesuíticos y aislado de las incipientes vanguardias que agitaban el continente europeo, quien recurriese a «una o dos ideas de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino» (2) para redefinir la función del arte y la naturaleza de la emoción estética. En el capítulo V de su novela Retrato del artista adolescente, James Joyce, por boca de su personaje Stephen Dedalus, manifiesta que el arte «despierta, o debería despertar, induce, o debería inducir, una stasis estética, una piedad ideal o un ideal terror» (3). Antes, había definido la Piedad como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos y lo une con el ser paciente» y el Terror como la stasis «que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con la causa secreta» (4). En consecuencia, podría demostrarse que el lector debe alcanzar esa stasis en cuanto descifra, mediante una epifanía, el sentido anagógico de una obra estética.
Para iluminar esa hipótesis, podríamos releer «Los muertos», el último cuento de Dublineses: una novela corta, con apariencia realista, que cifra detrás de cada objeto, cada gesto o palabra, una apretada urdimbre simbólica. «Los muertos» no parece, en su sentido literal, sino la costumbrista descripción de una fiesta de Epifanía: una cena con pavo, canciones y bailes, que reúne como cada año a los familiares y amigos de las señoritas Morkan; un montón de personajes que parecen representar, en un sentido metafórico, a la sociedad irlandesa en su conjunto —con todos sus prejuicios, traumas y clichés. Conforme transcurren las páginas, estos animados personajes van revelando poco a poco su lado muerto —sus ilusiones perdidas, sus fracasos vitales, su parálisis intelectual, su lenguaje vacío—, al tiempo que su plática va invocando a aquellos «grandes hombres y mujeres muertos y pasados cuya fama el mundo no dejará morir fácilmente», como lo expresa el protagonista, Gabriel Conroy. Ante la vitalidad de estos muertos convocados por la memoria, palidecen los vivos convocados por el banquete.
En un sentido moral, el cuento denuncia la parálisis —esa simbólica muerte— que paraliza la voluntad de los vivos, y la importancia casi supersticiosa que le otorgamos a los hombres y los tiempos muertos, de tal modo que en ocasiones la imagen de un cadáver puede anular la de un ser presente: al menos así ocurre cuando Gabriel corteja a su esposa Greta en el hotel, y ella lo desdeña, adolorida por el recuerdo de Michael Furey —ese novio suyo que se dejó morir por amor a ella. En principio, Gabriel siente celos, decepción, furia por saber que su esposa fue amada por otro hombre. Esta sensación de inferioridad lo obliga a tomar consciencia de sí mismo: un individuo fatuo, que decía discursos en la fiesta y publicaba mediocres artículos en el periódico. Y esta consciencia lo lleva a reconocer la sombra de la muerte en todos sus parientes, en sus amigos e incluso en el rostro de su esposa, que se ha dormido ya.
Es entonces cuando se asoma a la ventana y, al ver la nieve que cae, Gabriel recibe la luz de la epifanía: la piedad o el terror que, como una terrible luz mística, le revela el sentido anagógico de esa historia, su propia historia:
Abundantes lágrimas llenaron los ojos de Gabriel. Nunca se había sentido así por causa de una mujer, pero sabía que aquel sentimiento era amor. Las lágrimas se apiñaron en sus ojos, y en la oscuridad parcial de la habitación imaginó ver la silueta de un joven bajo un árbol del cual goteaba la lluvia. Otras siluetas estaban cerca. Su alma se había aproximado a la región habitada por la vasta multitud de los muertos. Tenía consciencia de la voluble y fluctuante existencia de los muertos, pero no podía comprenderlos. Su propia identidad se desvanecía en un mundo gris e implacable: el sólido mundo donde estos muertos habían medrado y vivido alguna vez, se disolvía y consumía.
Pocos y leves golpecitos en la ventana lo hicieron volverse. Había comenzado a nevar nuevamente. Vio cómo los lentos copos, plateados y oscuros, caían oblicuamente en el haz de luz de la calle. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, los diarios tenían razón: la nevada era general en toda Irlanda. Caía en toda la extensión de la oscura meseta central, sobre las colinas desnudas; caía suavemente sobre el pantano de Allen y más al oeste aún; caía sobre las oscuras y revoltosas olas del Shannon. También caía en todos los rincones del solitario cementerio de la colina, donde fuera enterrado Michael Furey. La nieve permanecía amontonada sobre las inclinadas cruces y sobre las lápidas, sobre las puntas de la pequeña reja de la puerta, en los áridos espinos. Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el universo. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos (5).
El último párrafo, que cierra el cuento y el libro, constituye una pequeña e irrepetible obra maestra de la narrativa simbolista. Desde el interior ardiente del corazón de Gabriel, el lenguaje va abriendo su enfoque, como una cámara cinematográfica, hasta hacernos abarcar con el entendimiento primero la ciudad entera, luego toda Irlanda y por último la integridad espacial y temporal del universo. Leyendo con rigor y pasión los acontecimientos que conformaron esa noche de Epifanía, Gabriel Conroy ha percibido el sentido anagógico, pues ha transitado «de las cosas visibles a las invisibles y, en general, de las creaturas a su causa primera» (6). Sólo que, a diferencia de los hombres de fe, el agnóstico Gabriel intuye que esa «causa primera» de todas las cosas no es Dios, sino la Nada. Por tanto, más que Piedad por las creaturas —los seres pacientes—, lo que padece es Terror: una parálisis ante la grave y constante causa secreta del sufrimiento humano. Su «voluble y fluctuante existencia» está contenida en la imagen de la nieve que va arropando el universo: la misma nieve que cae sobre él y los otros, sobre la tumba de su rival, sobre la ciudad, sobre el mismo cementerio. Nada, sino la capacidad de percibir la Nada —esa nieve que encubre tanto a los vivos como a los muertos—, distingue al Hombre de su Sombra.
NOTAS
1. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Suma de teología, Parte I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1988, p. 98.
2. JOYCE, James, Retrato del artista adolescente, Lumen, 6ª edición, Barcelona 1998, p. 222.
3. Ibídem, p. 245.
4. Ibídem, p. 243.
5. JOYCE, James, «Los muertos», en Dublineses, Ediciones Coyoacán, México 1994, p. 202.
6. ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, Cuarta Edición, México 2004, p. 66.
4 comentarios:
No deja de resultar curioso que Karl Popper y el personaje de Joyce; en la lectura de Lizardo; concluyan en sostener que la causa primera de las cosas es la nada.
De ahí a la entronización de la metateoría falsacionista faltan dos o tres pasos.
Tal vez, y esto es una hipotesis osada, si leemos regularmente la "Lógica de la investigación científica" lleguemos a descubrir que en la arquitectura teórica de Popper subyace una invocación a lo sagrado, bajo la forma de una construcción definitiva, intocable e inatacable. De ahí al extasis que propone Joyce debemos dar otro paso. Y para rematar, para culminar en la anagogía, percibiremos tras las proposiciones homotípicas su sosten en ese invisible universo creado desde la nada, de la que fluyen los electrones que sin ley ni orden se difunden en el espacio imaginario...
Muy sugerente comentario. Jamás se me había ocurrido que pudiera etablecerse una analogía entre el pensamiento de Popper y el de Joyce (expresado a través de su personaje). Por otra parte, la "sospecha" de que el universo está sustentado en la nada, es también afín a Heisenberg ("La materia es una posibilidad del vacío") y a Heidegger ("El ser es una posibilidad de la nada"). Entronizar esta "nada" podría, en efecto, ser un disfraz para invocar a lo sagrado "bajo la forma de una construcción definitiva, intocable e inatacable".
En resumen, ignoro todavía si entiendo cabalmente tu comentario y sus consecuencias... pero ten la seguridad que me está obligando a repasar ciertos conceptos. Gracias.
La interpretación de un texto, de cualquier texto, comienza con un escepticismo: ¿logro el autor decir lo que queria decir o estamos ya pergeñando nuestras propias obsesiones?. Los programas de desambiguación se hicierón famosos en la matemática a fines del siglo XIX, cuando se hizo una santa alianza entre los matemáticos profesionales y los filosofos de aspiraciones matemáticas que querian vivificar la lógica aristótelica (BOOLE, venn, Schroder, Russell). Lograrón demostrar, pese a sus esfuerzos, que no es posible demostrar nada porque nada se puede desambiguar: en cuanto se intenta detener el proceso de las interpretaciones, se inicia la secuencia paralela de las interpretaciones de la interpretación. Es el escepticismo el que conduce a la nada, bajo cualquiera de sus formas. Es el escepticismo, que deberia mantenerse en silencio, el que descubre la nada tras todas la cosas. Un texto de Joyce o uno de Popper, o, por decirlo genológicamente: una novela o un ensayo cientifico, a pesar de sus diferentes intenciones, no pueden evitar que el lector descubra en ellos caminos a los extasis que necesita encontrar.
Enhorabuena por el artículo y por la claridad expresiva.
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