miércoles, 26 de mayo de 2010

La desconstrucción según Derrida


Sigifredo E. Marín y Gonzalo Lizardo


En el corazón del pensamiento occidental, Jacques Derrida se sitúa entre los grandes maestros de la crítica moderna: Nietzsche, Freud y Heidegger. Ante el debate que enfrentan sus interlocutores estructuralistas, post-estructuralistas y posmodernos, el pensador argelino, de origen judío, asume desde una crítica renovada la tradición intelectual del sujeto moderno (en sus versiones cartesianas, kantianas y hegelianas). Desde esa trinchera, el humanismo, el antropocentrismo, el falocentrismo, el eurocentrismo son desmontados por él como componentes empírico-trascendentales de una maquinaria de dominación metafísica con implicaciones geopolíticas, culturales, económicas, éticas y estéticas.


Resulta excesivo y quimérico el intento de resumir la obra derridiana bajo la etiqueta de la «Desconstrucción» —como se ha hecho con cierta malevolencia.1 Este equívoco término se ha prestado a confusiones. Habría que desconstruir el por qué este concepto se ha impuesto como etiqueta de un trabajo tan amplio, complejo y paradójico. La noción proviene de la arquitectura, y significa «deposición o descomposición de una estructura». Dentro de la perspectiva derridiana, remite a un trabajo del pensamiento inconsciente que deshace –sin destruir jamás– un sistema de pensamiento hegemónico o dominante. Desconstruir exige resistir a la tiranía del Uno, al logos de la metafísica occidental y de la misma lengua.


En su «Carta a un amigo japonés», Derrida recuerda que utilizó por primera vez ese término en su obra De la gramatología, sin sospechar entonces el papel tan central que llegaría a desempeñar en su discurso ulterior. Derrida deseaba traducir y adaptar los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau, conceptos que desmotan la metafísica occidental, y se le ocurrió la palabra desconstrucción. Su primera reacción fue verificar si el término existía en francés, y encontró en el Diccionario de la Lengua Francesa de Littré las siguientes acepciones:


Desconstrucción: Acción de desconstruir. / Término gramatical. Desarreglo de la construcción de las palabras en una frase. ‘De la desconstrucción, vulgarmente llamada construcción’ […] Desconstruir / 1) Desensamblar las partes de un todo. Desconstruir una máquina para transportarla a otra parte. 2) Término de gramática: desconstruir versos, hacerlos, suprimiendo la medida, semejantes a la prosa.2


En la misma carta, Derrida supone que la palabra se popularizó gracias a la doble connotación del verbo Desconstruir, el cual sugería, al mismo tiempo, un gesto estructuralista y antiestructuralista. Con este verbo se desea expresar la acción de deshacer, de descomponer, de (de)sedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, logocéntricas, fonocéntricas, etnocéntricas), pero teniendo en cuenta que este deshacer, descomponer, o desedimentar estructuras, no implica una operación negativa, simplemente destructora: se trata, por el contrario, de comprender cómo se ha construido un «conjunto», por lo cual es preciso «destruirlo» antes de «reconstruirlo».3


Un ejemplo del propio Derrida podría explicarlo. Desde su perspectiva, el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure inaugura una poderosa crítica de la metafísica de la presencia que caracteriza tanto al logocentrismo como al fonocetrismo. Pero, al formular su crítica, Saussure no consigue sino perpetuarlos. Si el logocentrismo garantiza la metafísica de la escritura fonética —ese fonocentrismo etnocéntrico—, entonces el discurso de Saussure se desconstruye a sí mismo. Su valor y fuerza residen en este doble movimiento de impugnación y afirmación. Lo mismo ocurre con los conceptos de signo y de estructura, que al mismo tiempo confirman y rompen las garantías logocéntricas y etnocéntricas. En vez de rechazarlos simplemente, Derrida se propone transformarlos desde el interior de una semiología paradojal: volverlos contra sí y sus presupuestos, re-inscribirlos en otras cadenas, producir nuevas configuraciones.


Con esa intención, Derrida nos recuerda que el privilegio que Saussure le otorga al habla por encima de la escritura no es nuevo. La filosofía occidental desde el «Fedro» de Platón condena la escritura como forma bastarda de comunicación: como representación parasitaria e imperfecta de un lenguaje originario —olvidando que, desde la antigüedad, la escritura amenaza la pureza, la inmortalidad y el orden del sistema de la Razón. Para desconstruir ese desdén generalizado contra la escritura, Derrida dilucida un nuevo concepto de escritura generalizada: una archiescritura.


En contra de esa posición metafísica tradicional —según la cual el signo y la escritura son secundarios respecto al habla—, Derrida reivindica a la escritura como el juego de una huella que entraña repetición, ausencia y muerte. La escritura abre el funcionamiento de la lengua en general. La lúdica indecidibilidad de la archiescritura se muestra en una repetición que desautoriza toda presencia absoluta: el presente no es más que huella de la huella. En el origen estaría la repetición. La archiescritura radicaliza el inconsciente como reserva de repetición, iterabilidad, singularización y memoria, que no se queda en el ámbito subjetivo, sino que se despliega como una protoescritura implica un suplemento exterior y extraño que complementa el habla. Siempre hay una carencia originaria de sentido.4


En De la gramatología, Derrida ya había desconstruido la «jerarquía» de significantes que la metafísica occidental se empeñó en imponernos desde el «Fedro» hasta el Curso de lingüística general:


Ahora bien, a partir del momento en que se considere la totalidad de los signos determinados, hablados y a fortiori escritos, como instituciones inmotivadas, se debería excluir toda relación de subordinación natural, toda jerarquía natural entre significantes u órdenes de significantes. Si «escritura» significa inscripción y ante todo institución durable de un signo (y éste es el único núcleo irreductible del concepto de escritura), la escritura en general cubre todo el campo de los signos lingüísticos. En este campo puede aparecer luego una cierta especie de significantes instituidos, «gráficos» en el sentido limitado y derivado de la palabra, regulados por una cierta relación con otros significantes instituidos, por lo tanto «escritos» aun cuando sean fónicos.5


En otras palabras, la «escritura» es previa al «habla», y ésta no sería sino una manifestación fónica de dicha aquella «escritura», que puede definirse como archiescritura.


El problema de fondo reside en que toda definición conceptual de la desconstrucción, del tipo «la desconstrucción es (o no es) X», estaría también sujeta a un trabajo desconstructor. Dicho término no tiene interés fuera de una constelación conceptual más amplia (escritura, huella, différance, suplemento, himen, fármaco, margen, encentadura). Por todas estas razones, Derrida considera que no es una palabra afortunada, ni siquiera una bella expresión. En todo caso, la desconstrucción nos muestra que la traducción —como lectura libre y radical de los textos— no constituye un acontecimiento secundario ni derivado respecto de una lengua o de un texto de origen. Es algo que se efectúa en el límite del discurso, en sus márgenes y pliegues; un ejercicio que busca repensar genealógicamente de la manera más fiel posible, al tiempo que se abre hacia un exterior inclasificable, anómalo, innombrable.


Asumiendo la tradición textual y cultural de Occidente, la metafísica de la presencia es penetrante, familiar, poderosa, ubicua. La desconstrucción nos muestra, sin embargo, que esa metafísica propone como algo dado, natural o elemental lo que no es sino un producto derivado, secundario: la obra de un montaje. La presencia y el presente se derivan de las diferencias. La presencia ya no sería la forma matriz absoluta del ser sino más bien particularidad y efecto ceñidos a un sistema que ya no es el de la presencia sino el de la diferencia.6 La desconstrucción muestra que la presencia es gracias a las cualidades de una ausencia que rechaza. Así la presencia viene a ser efecto de una ausencia generalizada. La palabra y la presencia, la estructura y la verdad son siempre productos derivados. Por mucho que nos remontemos hacia los orígenes, descubrimos la existencia previa de una organización, de una diferenciación.



NOTAS


1. Cfr. Peñalver, Patricio, La desconstrucción. Escritura y filosofía, Montesions, Barcelona 1990, pp. 11-43.

2. Derrida, Jacques, «Carta a un amigo japonés», en Derrida en Castellano, http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/carta_japones.htm.

3. Íbid.

4. Quevedo, Amalia, De Foucault a Derrida, Derrida en Castellano, consultado el 3 de mayo del 2010 en http://www.jacquesderrida.com.ar/comentarios/quevedo_1.htm#_ednref23

5. Derrida, Jacques, De la gramatología, Siglo xxi, 5ª edición, México 1998, p. 58. El subrayado es nuestro.

6. Derrida recalca que la expresión différance –misma que él acuña– no equivale a différence francesa (diferencia o diferencia, diferenzia) la alteración gráfica implica una diferencia irreductible al sistema lingüístico: el participio del verbo diferir, sobre el que se forma este sustantivo, asemeja una configuración de conceptos irreductibles. Différance remite a un movimiento activo/pasivo que consiste en diferir, por dilación, delegación, sobreseimiento, remisión, repetición, circunloquio, retraso, reserva, falsificación del origen, aplazamiento y desplazamiento. El movimiento de la diferencia (différance), en tanto producción de los diferentes y singulares, es la raíz común de todas las oposiciones conceptuales que escanden el lenguaje tales como sensible / inteligible, intuición/significación, naturaleza/cultura. La noción de différance, que no es estrictamente un concepto, estaría a la base de todas las diferencias, pero ante todo, sería irreductible a dejarse traducir por la diferencia ontológica del ser y del ente. Movimiento infinito de una búsqueda aporética, sofocante, el trazo de la diferencia se disemina y nos contamina: «Arriesgarse a no querer-decir-nada es entrar en el juego de la différance, que hace que ninguna palabra, ningún concepto, ningún enunciado vengan a resumir y a ordenar, desde la presencia teológica de un centro, el movimiento y espacio textual de las diferencias» Derrida, Jacques, Posiciones, op. cit, pp. 15-21.



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