Gonzalo Lizardo
Desde hace un siglo casi, Roman Jakobson señaló las dificultades para definir el «realismo artístico» y puso en alerta a los críticos e historiadores del arte sobre las «consecuencias fatales» que el empleo de esa vaga palabra podría acarrearles. Aunque puede definirse como «una corriente artística que se propone reproducir la realidad lo más fielmente posible y que aspira al máximo de verosimilitud»,[1] Jakobson pone en evidencia que esta definición de «realismo» reúne dos acepciones disímiles: por un lado, la voluntad de un autor —cuya obra desea ser fiel a la realidad— y, por el otro, la colaboración de un lector —que percibe esa obra como «verosímil» o no. Y la confusión aumenta si se recuerda que el «realismo» designa —además— a una escuela del siglo XIX, a la non-fiction norteamericana, a la síntesis de sueño y vigilia que procuraba el surrealismo, o a la magia maravillosa del Boom latinoamericano, etcétera.
Pero si toda la literatura es «realista» en alguna de sus escurridizas acepciones, entonces dicha palabra pierde todo su poder y utilidad. Especialmente si se considera que —desde otra perspectiva— ninguna obra de arte puede ser realmente «realista». Eso opina Bustos Domecq —el irreal crítico inventado por Borges y Bioy Casares— cuando considera que al modificar los nombres de los personajes, o «adivinar lo que piensan los otros», o pretender que un Yo puede hablar de sí mismo sin modificarse, se renuncia de antemano al realismo.[2] Esta posición, expresada por dos abiertos enemigos del término —o tres, si contamos a su ficticio personaje— es la que adoptó irónicamente el español Javier Cercas cuando concibió su obra Soldados de Salamina, manifestando que «el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales» [3].
En un mundo que ha convertido a «lo real» en el espectáculo más solicitado y en la mercancía más valiosa, parece tentador dedicarse a escribir sobre «lo real» —pues como aconseja el cliché, «la realidad siempre supera a la ficción». En ese sentido el propósito de Javier Cercas tiene poco de original, excepto porque, para alcanzarlo, ha decidido renunciar a la Novela. Desmintiendo a Flaubert, a Capote y a Kundera, entre muchos otros, el autor de Soldados de Salamina considera que la Novela es incompatible con la búsqueda de la Verdad y que, colocado ante la disyuntiva de ser novelista o ser sincero, se adhiere a la segunda opción. Decide, en consecuencia, centrar su escritura en un hecho histórico —el fallido fusilamiento del escritor falangista Rafael Sánchez Maza— que debe ser esclarecido mediante la exposición objetiva de los hechos y el testimonio real de personas verdaderos, sin máscaras ni artificios.
A sabiendas de que «no es lo mismo un periodista que un escritor»,[4] Javier Cercas suspende su vocación literaria y opera de acuerdo con su profesión periodística, buscando documentos, leyendo libros, haciendo llamadas, interrogando a los involucrados. De ese modo, más que narrar un episodio histórico, el autor Javier Cercas relata las vicisitudes del personaje Javier Cercas por satisfacer la «voluntad de verdad» del periodista Javier Cercas. A contracorriente del naturalismo decimonónico, que procuraba ser objetivo a través un estilo impersonal y omnisciente, nuestro autor sospecha que la objetividad se alcanza desde la trinchera del yo. Por esta razón, el lector es informado sobre la vida de Javier Cercas, su divorcio, sus circunstancias laborales, su crisis escritural, su noviazgo con Conchi, una pitonisa televisiva que suele andar sin bragas y que termina por tomar la iniciativa en la investigación.
Aunque la hermenéutica actual reconoce que el sujeto sólo comprende a su objeto desde una precomprensión subjetiva, en Soldados de Salamina el nombre del autor es utilizado a la manera de Borges, Poe, Auster o Kipling: como un recurso literario característico de la literatura «fantástica» —aquella que considera que el relato no tiene por qué representar la verdad de las cosas, sino inducir el asombro en sus lectores. Para otorgarle «autoridad» al relato, nada mejor que un autor, con su nombre y apellido reales, dispuesto a exhibir su persona ante un lector que, sin duda, tomará la franqueza de sus confesiones como una garantía de honestidad. En vez de crear a un Philip Marlowe que averigüe el paradero de su personaje, Javier Cercas se muestra a sí mismo como un periodista con baja autoestima, pero también como un lector hábil y perspicaz de los signos, los indicios y los testimonios que el azar le ofrece:
Siguiendo la sugerencia de Aguirre, leí asimismo a Trapiello, y en uno de sus libros descubrí que él también contaba la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas, y casi exactamente en los mismos términos en que yo se la había oído contar a Ferlosio […] Pensé que Trapiello se lo habría oído contar al propio Ferlosio […] e imaginé que, de tanto contar la historia Sánchez Mazas en su casa, ésta había adquirido para la familia un carácter casi formulario, como esos chistes perfectos de los que no se puede omitir una sola palabra sin aniquilar su gracia.[5]
En este párrafo el autor demuestra que sabe leer distintos significados detrás de los signos repetidos, al tiempo que se justifica su propia técnica: la repetición, la proliferación y la autorreferencia forman parte de los recursos que Javier Cercas toma prestados de la novela «fantástica» para estructurar su relato «real»: escribiendo que la escribe, el autor repite la anécdota, la amplifica y la vuelve a repetir —a la usanza de Salvador Elizondo, Jan Potocki o Italo Calvino—, hasta que adquiere el «carácter casi formulario» de un chiste perfecto. Desde el inicio estamos enterados de lo fundamental: en los últimos meses de la guerra civil, Rafael Sánchez Mazas es conducido al paredón para ser fusilado junto con otros prisioneros. Mientras sus compañeros caen abatidos, Sánchez Mazas aprovecha la confusión y huye hacia el bosque. «Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: “¡Por aquí no hay nadie”. Dio media vuelta y se fue».[6]
Luego de leer dos tercios de la novela, al lector le queda claro que el «relato real» no debería gravitar en torno a la figura de Sánchez Mazas, sino en torno a ese gesto, instintivo y heroico, del soldado republicano que le salvó la vida. Por más que Javier Cercas haya revaluado en su justa medida la obra literaria de su protagonista, y que haya reconocido la generosidad que mostró hacia las personas que lo ayudaron a sobrevivir en el bosque, Cercas debe reconocer que Sánchez Mazas, aunque haya sido «un hombre decente», no tiene estatura de héroe y por tanto su «relato real» estará incompleto mientras no encuentre a ese soldado para que le explique por qué motivo, ciego e irracional, decidió perdonar a un fascista, su enemigo.
Javier Cercas no resolverá esta duda gracias a una ardua y perspicaz investigación, sino a la fortuita ayuda de un mentiroso que nada tuvo que ver con los hechos: el «exagerado» novelista chileno Roberto Bolaño, quien le cuenta la historia de Miralles, ese veterano de la guerra civil española y de la segunda guerra mundial que parecía fabricado a la medida para atar los cabos de la historia. Olvidando su desconfianza hacia las soluciones novelescas, Javier Cercas decide que Miralles es el héroe que su «relato» necesita para ser «real», aunque su interlocutor se preocupe por incitarlo a mentir —a la manera tal vez del Barón Munchausen, cuyas mentiras se volvían verdaderas porque él así las contaba:
—Da lo mismo —replicó Bolaño—. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es lo único que cuenta. De todos modos, lo que no entiendo es cómo puedes estar tan seguro de que Miralles es el miliciano que salvó a Sánchez Mazas.El recurso no podía ser más malicioso y transparente. Siguiendo el ejemplo de Henry James en Una vuelta de tuerca —donde ignoramos si son verdaderos los fantasmas que ve la nodriza o los ha inventado su inconsciente—, Javier Cercas se mueve en los umbrales del ser y del parecer, de la realidad o de la ficción, del naturalismo y la alegoría fantástica. De aquí en adelante, el lector ignora si realmente él y su novia llamaron por teléfono a todos los asilos de ancianos cercanos a Dijon hasta encontrar a Miralles, o si literalmente decidió inventárselo, siguiendo el consejo de mentir con estilo que le dio Bolaño. De hecho, si aplicamos el célebre principio de Ockham, es mucho más económico suponer que el autor miente: que nunca encontró a Miralles, pues éste jamás existió sino como alegoría, como ese héroe desconocido que, al frente de un pelotón de soldados, cruza el Sahara para salvar el mundo.
—¿Quién te ha dicho que lo esté? Ni siquiera estoy seguro de que estuviera en el Collell. Lo único que digo es que Miralles pudo estar ahí y que, por tanto, pudo ser el miliciano.
—Pudo serlo —murmuró Bolaño, escéptico—. Pero lo más probable es que no lo sea. En todo caso…
—En todo caso se trata de encontrarlo y de salir de dudas —le corté, adivinando el final de su frase «…si no es él, te inventas que es él».[7]
Desde cierta perspectiva, esa ambigüedad constituye más una virtud que un defecto: como sostuvo Kundera, la Novela es el reino del «o bien esto o bien lo otro», una sabiduría de lo incierto que se propone plantear ante el lector las paradojas terminales que caracterizan al mundo.[8] Para resolver las paradoja centrales de Soldados de Salamina —¿puede un hijo de puta ser un buen escritor?, ¿por qué un héroe se decide a salvarle la vida a su enemigo?—, Javier Cercas tuvo que renunciar a su propósito inicial de escribir un «relato real» y conformarse con hacer una novela. O, en otras palabras, tuvo que olvidar las ambiciones de su profesión periodística antes de recuperar, modestamente, su vocación literaria.
Notas:
1. Jakobson, Roman, «Sobre el realismo artístico», en Tzvetan, Todorov, Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Siglo XXI, 9ª edición, México 1999, pp. 71.
2. Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo, Crónicas de Bustos Domecq, Losada, México 1997, p. 23
3. Cercas, Javier, Soldados de Salamina, Tusquets editores, México 2001, p. 52.
4. Íbid, p. 151.
5. Íbid, pp. 38-39
6. Íbid, p. 26.
7. Íbid, p. 166.
8. Kundera, Milan, El arte de la novela, Editorial Vuelta, México 1988, p. 14.
1 comentario:
Supongo que escribo desde la ignorancia, porque nunca he leído a Cercas, pero la descripción me trajo a la mente una narración de Stanislaw Lem contenida en "Vacìo Perfecto", donde describe un fusilamiento. Descripción que coincide con el universo y que pretende ser, si algo es, una burla o un homenaje a un aútor que, creo, el amable Dr. Lizardo conoce muy bien: James Joyce.
De cualquier manera el realismo es algo muy erosionado no solo en la literatura, sino, en general, en la cultura que nos ha tocado vivir, tan docil a los sofistas de toda laya...
Publicar un comentario