Maritza M. Buendía
En la búsqueda de su constitución, el erotismo tiende lazos de correspondencia con el discurso poético: ambos funcionan como discursos simbólicos con un primer sentido explícito que pugna por revelar su sentido implícito. Si fuera de la literatura, el erotismo sobrevive como un discurso cargado de símbolos (artificio que se aleja de “lo natural”, es decir, de la reproducción), al interior de la literatura su carga simbólica se recrudece: artificio que se expone como un nuevo artificio, que se re-trabaja en su artificialidad y se per-vierte, que se equipara al arte y se vuelca en literatura.
El erotismo vive en el mundo, pero el automatismo impide apreciarlo a cabalidad. Ahí la importancia de dos autores como Juan García Ponce e Inés Arredondo, quienes toman el erotismo que vive en el mundo y lo llevan a su literatura, ahí lo resignifican, reconfiguran su textura simbólica para que un nuevo erotismo se haga patente. Ese algo “poderoso, eficaz, enérgico” que se manifiesta como símbolo en el lenguaje, pero que nunca es lenguaje completamente, es el universo de lo sagrado que sienta en el erotismo una de sus estancias.[1]
Todo ello tiene un origen: cuando el círculo de la reproducción se fisura, cuando la actividad erótica comulga con los cuerpos, cuando la fatalidad del hombre permanece privativa a su discontinuidad y es sentenciado a gravitar por el mundo como línea paralela. El hombre añora la continuidad, pero desposeerlo de la discontinuidad implica un desgarramiento. Se sabe: el acto violento por excelencia es la muerte. El hombre invoca esa muerte en el erotismo como el ritual de su existencia: la muerte física que parpadea y que sobrevive para reiniciar.
Para Bataille, el nacimiento del erotismo surge junto a la conciencia de la muerte. Cuando el hombre primitivo entierra a sus muertos da constancia de un sentir violento: en la muerte de un ser semejante el hombre reconoce su propia muerte. Ese reconocimiento provoca una correspondencia con la actividad sexual: “el sentimiento de incomodidad, de embarazo, con respecto a la actividad sexual, recuerda, al menos en cierto sentido, al experimentado frente a la muerte y los muertos. La ‘violencia’ nos abruma extrañamente en ambos casos”.[2]
¿Qué tipo de erotismo se necesita para arribar a lo sagrado? ¿Es posible acceder a ello? “De una manera fundamental, es sagrado lo que es el objeto de un interdicto”.[3] Basta recordar cómo los personajes femeninos en los cuentos de García Ponce y de Arredondo se convierten, a través de una serie de artilugios, en el objeto de un interdicto. El cuerpo de la mujer es el receptáculo que manifiesta lo sagrado: la belleza que se afirma en el cuerpo de Camila (“Retrato”), la doble mirada que descansa encima de un cuerpo (“El gato”), el anfitrión que cede a su pareja (“Rito”), el encuentro onírico y poético con la mujer amada (“Wanda”), el paraíso perdido (“Olga”), la mirada de Mariana (“Mariana”). Todo lo anterior es cobijado por un movimiento de terror y de fascinación, arropado en la violencia del personaje que se disuelve (“El gato”, “Rito”, “Olga”), asesina (“Retrato”, “Mariana”) o muere (“Wanda”).
Pero cuando la necesidad del hombre por asegurar la continuidad se aleja del azar, cuando ya no se trata de tímidos acercamientos y se propicia el ritual con los elementos del sacrificio (víctima, verdugo, espectador) se habla entonces de erotismo sagrado:
En el sacrificio no solamente se desnuda, se mata a la víctima (…) La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que su muerte revela. Ese elemento es lo que es posible denominar, con los historiadores de la religión, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne, en la muerte de un ser discontinuo.[4]
Contemplar el sacrificio, contemplar la muerte de un ser semejante, discontinuo, verlo sumergirse en la continuidad. Dentro de los rituales del erotismo presentes en la literatura, el espectáculo es el ritual favorito del voyeur, tal y como sucede en “Rito”: el voyeur se transforma en el eximio sacerdote, en el oficiante que pone y dispone a merced de los espectadores el cuerpo de su pareja, con ello conforma los elementos de la ceremonia. Luego, de una inicial caridad por regalar o regalarse, del desprendimiento de un exceso, la experiencia de la ejecución del ritual obliga a una recompensa. Cuando el voyeur planea la ceremonia propicia, conscientemente, la presencia de lo revelado. El voyeur racionaliza sus actos (lo que se explica con la llegada de un gato) y, a su voluntad, sacrifica a su pareja a cambio de restaurar un nuevo orden de vida.
Eliade apunta: “Si queremos delimitar y definir lo sagrado, necesitamos disponer de una cantidad conveniente de ‘sacralidades’ (…) se trata de ritos, de mitos, de formas divinas, de objetos sagrados y venerados, de símbolos (…)”[5] Estos hechos sagrados –pensemos en el rito del voyeur– adquieren el rango de hierofanía “en la medida en que expresan una modalidad de lo sagrado y un momento de su historia, es decir, una experiencia de lo sagrado entre las innumerables variedades existentes”.[6] Lo difícil, en todo caso, es pensar lo sagrado en cualquier acto de la vida cotidiana. Para el voyeur, por ejemplo, no se trata de un simple culto al cuerpo de su pareja: el cuerpo ya no es honrado como tal sino como una hierofanía. En el caso de los amantes el juego es similar: el que ama, ama tanto al cuerpo de su amada como al alma que cree reconocer en ese cuerpo, alma y cuerpo se confunden.
Para Eliade, la construcción de un altar funciona como el centro donde confluye lo sagrado. Su materialización y cada uno de los objetos equivalen al poder de un símbolo que eleva su referente inmediato a un nivel posterior. Para el voyeur, más que edificar un altar será indispensable la búsqueda de un centro, o bien, el visualizar ese centro como la edificación de un altar. Algo equivalente sucede con los amantes, la construcción de un altar reside en su capacidad de transfigurar los espacios cotidianos, lugar exclusivo donde se deposita su amor. Así, una huerta no es el simple lugar repleto de frutas y de animales, un auto no es el simple encierro o la incomodidad de un espacio tan pequeño, un sueño no es un cerrar los ojos al día o un escape de la realidad. Huerta, auto, sueño, funcionan como exótico paraíso, templo y refugio.
Aun cuando casi existe una fidelidad espacial, también se localizan ceremonias voyeuristas o ritos del amor fuera de un espacio inanimado. En estos casos, se cuenta con la facultad de transportar un espacio sagrado al cuerpo de la mujer. La mujer se convierte en el centro. La concreción del altar, cuando se trata de un espacio inanimado, se verifica en la disposición y en la distancia de los muebles y de los demás objetos, en el acomodo de los árboles, en la variedad de frutas y de aves, en el hostigamiento del sol. Mas cuando se trata de un espacio animado, el altar está sujeto a los límites de una corporalidad, donde su figura, gestos, movimientos, rasgos físicos, vestuario o indumentaria, actúan como los elementos materiales.
Aunque el ubicar a la mujer como centro le otorga un rango especial, siempre mantiene una nula conciencia de su carácter sagrado y no se cuestiona ni racionaliza acerca de ello, sólo se deja llevar. Me parece que, en especial, las mujeres de García Ponce seducen a los hombres y gozan de ese poder. Se abandonan, sí, mas no en el hombre sino en la embriaguez de sus actos, en el deseo llano y puro. Las mujeres de Arredondo juegan y poco gozan en el sentido tradicional del término: la Wanda inaccesible, la Olga imperturbable, la Mariana promiscua. Su actuar es complejo: el auténtico gozo radica en el juego, en pervertir la idea de goce.
El tiempo sagrado puede ubicarse dentro del periodo en que transita el rito o la ceremonia. Difícil de contabilizar, porque no se especifica con exactitud cuándo inicia y cuándo termina el rito, se evidencia su rapidez, resaltando así su carácter efímero y poco aprehensible. Para el voyeur y para el amante, el tiempo y el espacio conquistan la categoría de sagrado en el instante preciso en que lo revelado se suscita. No antes, no después.
Lo cierto es la fugacidad. El rito no implica insertar un tiempo en otro, sino continuar un tiempo previo de un ritual precedente, constructor de un único tiempo: “Un ritual no se contenta con repetir el ritual precedente (...), le es contiguo y lo continúa (...) Estos segundos hierofánicos (...) constituyen una ‘duración’ de estructura sagrada, (...) puede decirse que se continúan, que a lo largo de los años y de los siglos forman un solo y único tiempo”.[7] El voyeur y el amante se esfuerzan en descubrir un centro, favorable en la reunión de un tiempo y de un espacio sagrado. Y para cuando el encuentro sucede es menester una interrupción donde las cosas y las personas pierdan su cualidad de peso y graviten o –mejor dicho– se suspendan. El voyeur y el amante dependen de esta suerte de espasmo.
NOTAS
1. Cfr. RICOEUR, Paul, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, Madrid, 1999; y Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1970.
2. BATAILLE, Georges, Las lágrimas de Eros, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 52.
3. BATAILLE, Georges, El erotismo, Tusquets, México, 1997, p. 29.
4. Ibid, pp. 36-37.
5. ELIADE, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Era, México, 1998, pp. 25 y 26.
6. Ibid.
7. Ibid, pp. 350-351.
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