viernes, 26 de agosto de 2011

El «sentido literal» y el «Libro de Job»


Carmen Fernández Galán y Gonzalo Lizardo

La actitud de Job consiste en elevarse desde la constatación
del mal triunfante
y de la virtud castigada a una más alta y
satisfactoria doctrina de la retribución
divina, doctrina que
salve la justicia de
Dios, aparentemente comprometida
por
el castigo de que hace víctima al inocente.

Ángel Álvarez de Miranda [1]

Surgida en Israel al concluir la edad de los profetas, la literatura «sapiencial» de la Biblia tuvo raíces populares y manifestó en sus obras una intención tan didáctica como poética. Reuniendo ambas intenciones, El libro de Job es un texto sapiencial de difícil datación y exégesis complicada. Pese a ello, su influencia ha sido notable, como lo demuestran la Expositio in Job de Santo Tomás de Aquino, el Fausto de Goethe, la Respuesta a Job de Jung o la película A serious man de los hermanos Coen. Para aprehender la riqueza estética y filosófica contenida en sus páginas, los lectores críticos pueden optar por dos caminos distintos, más o menos opuestos: o bien aventurarse por el laberinto de comentarios que ha suscitado el mito —como lo sugeriría la hermenéutica humanista, neoplatónica o intertextual—, o bien aprehender, como primer objetivo, el sentido literal de su texto —como lo recomendaría la hermenéutica escolástica, aristotélica o semiótica— antes de explorar su sentido alegórico, ético o anagógico [2].

Siguiendo la tradición aristotélica —y sin alejarse de las teorías de Santo Tomás de Aquino— Matthias Flacio Illirico aconsejaba a los lectores que empezaran por buscar, aconsejados por su fe, la interpretación más simple y más apegada al sentido literal del texto en sí mismo. Aplicando lo que él llamaba principio psicológico [3], Flacio Illirico básicamente recomendaba una relectura intensiva: la primera lectura debería determinar la finalidad o intención del escrito en su integridad (el equivalente a la integritas tomista); la segunda lectura determinaría la estructura formal de sus partes, de tal modo que, con la tercera lectura, pudiera encontrarse la «armonía y proporción» (o consonantia) entre las partes y el cuerpo. Sólo entonces —de acuerdo con Flacio Illirico y Santo Tomás— nuestra lectura descifraría la quidditas o la claritas que el texto expresa en su sentido literal.

De acuerdo con este método, la primera lectura permite describir, en su integritas, el texto como una fábula de caída, lucha y redención. Con una prosa abundante en metáforas, se nos cuenta ahí cómo Dios, por medio del Diablo, puso a prueba la fe de Job, privándolo de toda su riqueza, su reputación y su salud. Herido por esa adversidad, que consideraba inmerecida, Job lamentó amargamente, ante sus amigos, la incapacidad de Dios para impartir justicia entre sus criaturas. Aunque sus amigos le aconsejaban aceptar el castigo y arrepentirse de sus pecados, Job manifestó sin miedo sus lamentos, sus preguntas y sus reclamos, hasta que consiguió que Dios se manifestarse en persona. No lo hizo, ciertamente, para responder las dudas metafísicas de Job —pues sus motivos sobrepasaban el entendimiento humano—, sino para felicitarlo por su honestidad y para reintegrarle sus bienes —luego de reprender duramente a sus amigos, por sus discursos erróneos.

Aunque no agota la obra, esta descripción primera del texto nos permite advertir el ritmo de su composición. Mediante una segunda lectura, es posible discernir cómo se articulan las «partes» que componen el cuerpo textual. En concreto, podemos analizar la cambiante relación entre los actantes a lo largo de los cuarenta y dos capítulos, tal como los entiende la semántica estructural.
El libro puede dividirse en tres partes muy bien diferenciadas. La primera de ellas, formada por los capítulos 1 y 2, está escrita en prosa, ocurre en el cielo y tiene como protagonistas a Dios y al Diablo. De acuerdo con las definiciones de Greimas [4], todo programa narrativo nos presenta a un Sujeto que carece de algo —Yavé no tiene la seguridad de que su siervo le sea fiel. Para obtener ese Objeto, el Sujeto emprende una acción, por influjo de un Mitente —el Diablo— que en este caso también funge como Adyuvante. En otras palabras, Yavé se sirve del Diablo para asegurarse de que Job «teme a Dios y se aparta del mal» (Job 2,3) de manera desinteresada [5].

La segunda parte está compuesta en verso, comprende del capítulo 3 al 37, y en ella se modifican por completo los roles actanciales. Ubicado en un escenario impreciso, este diálogo filosófico nos presenta la polémica que Job, luego de su desgracia, sostiene contra sus «amigos» Elifaz, Bildad y Sofar. Desoyendo las advertencias de los tres ancianos, Job no pone en duda la bondad y la existencia del Señor, aunque lamenta que su ausencia favorezca a los malvados y perjudique a los inocentes. Como Sujeto del relato, lo que Job persigue —su Objeto— es la presencia tangible de Yavé: desea invocarlo para exponerle personalmente sus dudas, pues sólo así «conocería su respuesta y trataría de comprender lo que Él dijera» (23, 5). Con discursos monocordes, los «amigos» de Job, en su rol de Oponentes, le advierten que no debe interrogar los secretos de Yavé —pues «solo a sí mismo es útil el sabio» (22,2)— y lo incitan a reconocer que fue castigado por su «gran maldad» y sus «faltas sinnúmero» (22,5). Al final interviene el joven Elihú, un personaje nuevo que —en el rol de Adyuvante— regaña a los tres amigos por su falta de sabiduría, y enseguida le hace ver a Job que Dios no contesta nuestras súplicas sino de manera indirecta, «en sueños, en visión nocturna, mientras los humanos duermen en su cama» (33,15), o bien «nos instruye por medio de las bestias y nos da ejemplos en las aves del cielo» (35,11), y que su voz se expresa, como un rugido, tras los relámpagos majestuosos de las tormentas (37,3-4).

Como si Elihú la invocara, a través de una tormenta Yavé se apersona en la tercera parte, que comprende del capítulo 38 al 42. No responde a Job de manera explícita, sino que se limita a mostrarle las múltiples y formidables fuerzas que Él emplea para controlar la Naturaleza, desde el nacimiento de los gamuzas hasta el curso los estrellas, desde el Behemot hasta el Leviatán. Aunque Dios no resuelva sus dudas más emergentes, Job se declara satisfecho: «Reconozco que lo puedes todo, y que eres capaz de realizar todos los proyectos. Hablé sin inteligencias de cosas que no conocía» (42, 2-3). De esta forma, los dos programas narrativos se consuman al mismo tiempo: los dos Sujetos del relato consiguen sus respectivos Objetos: Job consiguió que su creador se le manifestara —«Yo te conocía sólo de oídas; pero ahora te han visto mis ojos» (42,5)— y Dios reconoce, frente a Elifaz, Bildad y Sofaz, que «Ustedes no han hablado bien de mí, como hizo mi servidor Job» (42,8). En recompensa, «Yavé aumentó al doble todos los bienes de Job» (42,10) y éste se volvió más rico —y más sabio— que antes.

A partir de esta lectura, una tercera aproximación al texto evidencia que la fábula está centrada en torno al eje semántico «sabiduría» y «sufrimiento» —como contrarios de «no sabiduría» y de «no sufrimiento». Yavé no sabe si es amado sólo porque Job teme sufrir, así que lo pone a prueba despojándolo de sus bienes, su familia y su salud. Job, por su parte, lamenta menos su sufrimiento que su falta de sabiduría sobre la naturaleza del bien y del mal, así que invoca a Yavé para aclarar su duda. Al final del relato ambos alcanzan un estado pleno de sabiduría y de «riqueza». Job se vuelve doblemente rico porque, además de recuperar sus bienes materiales, su espíritu se ha enriquecido con la experiencia del sufrimiento y de la presencia divina.

Al tiempo que aclara las relaciones actanciales del relato, esta tercera lectura nos plantea nuevos interrogantes. Amén de que el texto oculta por qué motivo Yavé permitió que el Diablo dañara a uno de sus siervos predilectos, finalmente ignoramos también porqué Yavé decidió perdonar la rebeldía de Job. ¿Qué quiere decir Yavé cuando afirma que Job «ha hablado bien de mí», mientras que Elifaz, Bildad y Sofaz no lo hicieron? ¿Significa eso que su concepto de Dios es menos acertado —o menos «bueno»— que el de Job? ¿O sea que no debemos esperar de Yavé sólo lo bueno sino «también lo malo» (2, 10)? Para resolver éstas u otras respuestas, el lector puede suponer, a manera de hipótesis, que necesita trascender el sentido literal, descifrando los símbolos, las metáforas y las alegorías que articula el texto, jugando con otras posibilidades hermenéuticas, ya sea reconstruyendo los mitos que lo unen intertextualmente con otros mitos, o su influencia en la historia del pensamiento, o sus posibles alusiones alquímicas —por ejemplo. Cada una de estas vías exige de los lectores críticos un conjunto muy variopinto de talentos y de expectativas, tal como se intentará mostrar en posteriores escritos.


NOTAS:


1. ÁLVAREZ DE MIRANDA, Ángel, «Job y Prometeo, o religión e irreligión», en ORTIZ-OSÉS, Miguel, Mito, religión y cultura, Anthropos, Barcelona, 2008, p. 34.
2. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Suma de teología, Parte I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1988, p. 98.
3. FERRARIS, Maurizio, Historia de la hermenéutica, Siglo XXI, 3ª edición, México 2007, p. 34.
4. DUCROT, Oswald y TODOROV, Tzvetan, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México 1998, pp. 259-264.
5. Las referencias bíblicas provienen de La Biblia. Latinoamérica, 143ª edición, Editorial Verbo Divino, Madrid 2005.


miércoles, 3 de agosto de 2011

El erotismo como excedente de sentido


Maritza M. Buendía


En la búsqueda de su constitución, el erotismo tiende lazos de correspondencia con el discurso poético: ambos funcionan como discursos simbólicos con un primer sentido explícito que pugna por revelar su sentido implícito. Si fuera de la literatura, el erotismo sobrevive como un discurso cargado de símbolos (artificio que se aleja de “lo natural”, es decir, de la reproducción), al interior de la literatura su carga simbólica se recrudece: artificio que se expone como un nuevo artificio, que se re-trabaja en su artificialidad y se per-vierte, que se equipara al arte y se vuelca en literatura.

El erotismo vive en el mundo, pero el automatismo impide apreciarlo a cabalidad. Ahí la importancia de dos autores como Juan García Ponce e Inés Arredondo, quienes toman el erotismo que vive en el mundo y lo llevan a su literatura, ahí lo resignifican, reconfiguran su textura simbólica para que un nuevo erotismo se haga patente. Ese algo “poderoso, eficaz, enérgico” que se manifiesta como símbolo en el lenguaje, pero que nunca es lenguaje completamente, es el universo de lo sagrado que sienta en el erotismo una de sus estancias.[1]

Todo ello tiene un origen: cuando el círculo de la reproducción se fisura, cuando la actividad erótica comulga con los cuerpos, cuando la fatalidad del hombre permanece privativa a su discontinuidad y es sentenciado a gravitar por el mundo como línea paralela. El hombre añora la continuidad, pero desposeerlo de la discontinuidad implica un desgarramiento. Se sabe: el acto violento por excelencia es la muerte. El hombre invoca esa muerte en el erotismo como el ritual de su existencia: la muerte física que parpadea y que sobrevive para reiniciar.

Para Bataille, el nacimiento del erotismo surge junto a la conciencia de la muerte. Cuando el hombre primitivo entierra a sus muertos da constancia de un sentir violento: en la muerte de un ser semejante el hombre reconoce su propia muerte. Ese reconocimiento provoca una correspondencia con la actividad sexual: “el sentimiento de incomodidad, de embarazo, con respecto a la actividad sexual, recuerda, al menos en cierto sentido, al experimentado frente a la muerte y los muertos. La ‘violencia’ nos abruma extrañamente en ambos casos”.[2]

¿Qué tipo de erotismo se necesita para arribar a lo sagrado? ¿Es posible acceder a ello? “De una manera fundamental, es sagrado lo que es el objeto de un interdicto”.[3] Basta recordar cómo los personajes femeninos en los cuentos de García Ponce y de Arredondo se convierten, a través de una serie de artilugios, en el objeto de un interdicto. El cuerpo de la mujer es el receptáculo que manifiesta lo sagrado: la belleza que se afirma en el cuerpo de Camila (“Retrato”), la doble mirada que descansa encima de un cuerpo (“El gato”), el anfitrión que cede a su pareja (“Rito”), el encuentro onírico y poético con la mujer amada (“Wanda”), el paraíso perdido (“Olga”), la mirada de Mariana (“Mariana”). Todo lo anterior es cobijado por un movimiento de terror y de fascinación, arropado en la violencia del personaje que se disuelve (“El gato”, “Rito”, “Olga”), asesina (“Retrato”, “Mariana”) o muere (“Wanda”).

Pero cuando la necesidad del hombre por asegurar la continuidad se aleja del azar, cuando ya no se trata de tímidos acercamientos y se propicia el ritual con los elementos del sacrificio (víctima, verdugo, espectador) se habla entonces de erotismo sagrado:

En el sacrificio no solamente se desnuda, se mata a la víctima (…) La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que su muerte revela. Ese elemento es lo que es posible denominar, con los historiadores de la religión, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne, en la muerte de un ser discontinuo.[4]

Contemplar el sacrificio, contemplar la muerte de un ser semejante, discontinuo, verlo sumergirse en la continuidad. Dentro de los rituales del erotismo presentes en la literatura, el espectáculo es el ritual favorito del voyeur, tal y como sucede en “Rito”: el voyeur se transforma en el eximio sacerdote, en el oficiante que pone y dispone a merced de los espectadores el cuerpo de su pareja, con ello conforma los elementos de la ceremonia. Luego, de una inicial caridad por regalar o regalarse, del desprendimiento de un exceso, la experiencia de la ejecución del ritual obliga a una recompensa. Cuando el voyeur planea la ceremonia propicia, conscientemente, la presencia de lo revelado. El voyeur racionaliza sus actos (lo que se explica con la llegada de un gato) y, a su voluntad, sacrifica a su pareja a cambio de restaurar un nuevo orden de vida.

Eliade apunta: “Si queremos delimitar y definir lo sagrado, necesitamos disponer de una cantidad conveniente de ‘sacralidades’ (…) se trata de ritos, de mitos, de formas divinas, de objetos sagrados y venerados, de símbolos (…)”[5] Estos hechos sagrados –pensemos en el rito del voyeur– adquieren el rango de hierofanía “en la medida en que expresan una modalidad de lo sagrado y un momento de su historia, es decir, una experiencia de lo sagrado entre las innumerables variedades existentes”.[6] Lo difícil, en todo caso, es pensar lo sagrado en cualquier acto de la vida cotidiana. Para el voyeur, por ejemplo, no se trata de un simple culto al cuerpo de su pareja: el cuerpo ya no es honrado como tal sino como una hierofanía. En el caso de los amantes el juego es similar: el que ama, ama tanto al cuerpo de su amada como al alma que cree reconocer en ese cuerpo, alma y cuerpo se confunden.

Para Eliade, la construcción de un altar funciona como el centro donde confluye lo sagrado. Su materialización y cada uno de los objetos equivalen al poder de un símbolo que eleva su referente inmediato a un nivel posterior. Para el voyeur, más que edificar un altar será indispensable la búsqueda de un centro, o bien, el visualizar ese centro como la edificación de un altar. Algo equivalente sucede con los amantes, la construcción de un altar reside en su capacidad de transfigurar los espacios cotidianos, lugar exclusivo donde se deposita su amor. Así, una huerta no es el simple lugar repleto de frutas y de animales, un auto no es el simple encierro o la incomodidad de un espacio tan pequeño, un sueño no es un cerrar los ojos al día o un escape de la realidad. Huerta, auto, sueño, funcionan como exótico paraíso, templo y refugio.

Aun cuando casi existe una fidelidad espacial, también se localizan ceremonias voyeuristas o ritos del amor fuera de un espacio inanimado. En estos casos, se cuenta con la facultad de transportar un espacio sagrado al cuerpo de la mujer. La mujer se convierte en el centro. La concreción del altar, cuando se trata de un espacio inanimado, se verifica en la disposición y en la distancia de los muebles y de los demás objetos, en el acomodo de los árboles, en la variedad de frutas y de aves, en el hostigamiento del sol. Mas cuando se trata de un espacio animado, el altar está sujeto a los límites de una corporalidad, donde su figura, gestos, movimientos, rasgos físicos, vestuario o indumentaria, actúan como los elementos materiales.

Aunque el ubicar a la mujer como centro le otorga un rango especial, siempre mantiene una nula conciencia de su carácter sagrado y no se cuestiona ni racionaliza acerca de ello, sólo se deja llevar. Me parece que, en especial, las mujeres de García Ponce seducen a los hombres y gozan de ese poder. Se abandonan, sí, mas no en el hombre sino en la embriaguez de sus actos, en el deseo llano y puro. Las mujeres de Arredondo juegan y poco gozan en el sentido tradicional del término: la Wanda inaccesible, la Olga imperturbable, la Mariana promiscua. Su actuar es complejo: el auténtico gozo radica en el juego, en pervertir la idea de goce.

El tiempo sagrado puede ubicarse dentro del periodo en que transita el rito o la ceremonia. Difícil de contabilizar, porque no se especifica con exactitud cuándo inicia y cuándo termina el rito, se evidencia su rapidez, resaltando así su carácter efímero y poco aprehensible. Para el voyeur y para el amante, el tiempo y el espacio conquistan la categoría de sagrado en el instante preciso en que lo revelado se suscita. No antes, no después.

Lo cierto es la fugacidad. El rito no implica insertar un tiempo en otro, sino continuar un tiempo previo de un ritual precedente, constructor de un único tiempo: “Un ritual no se contenta con repetir el ritual precedente (...), le es contiguo y lo continúa (...) Estos segundos hierofánicos (...) constituyen una ‘duración’ de estructura sagrada, (...) puede decirse que se continúan, que a lo largo de los años y de los siglos forman un solo y único tiempo”.[7] El voyeur y el amante se esfuerzan en descubrir un centro, favorable en la reunión de un tiempo y de un espacio sagrado. Y para cuando el encuentro sucede es menester una interrupción donde las cosas y las personas pierdan su cualidad de peso y graviten o –mejor dicho– se suspendan. El voyeur y el amante dependen de esta suerte de espasmo.

NOTAS

1. Cfr. RICOEUR, Paul, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, Madrid, 1999; y Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México 1970.
2. B
ATAILLE, Georges, Las lágrimas de Eros, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 52.
3. B
ATAILLE, Georges, El erotismo, Tusquets, México, 1997, p. 29.
4. Ibid, pp. 36-37.
5. E
LIADE, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Era, México, 1998, pp. 25 y 26.
6. Ibid.
7. Ibid, pp. 350-351.