Gonzalo Lizardo
En un granito de mostaza si así quieres entenderlo
hay una imagen de todas las cosas superiores e inferiores
Angelus Silesius
Casi por definición, el símbolo (del griego symbolon: «consentimiento entre dos partes») es el vehículo más eficaz con que cuenta el hombre para comprender lo indefinible. Junto con Durand, Chevalier y Jung, se le puede describir como un «signo distante» que «vela revelando y que revela velando». El símbolo sería entonces un signo muy peculiar: un objeto sensible o abstracto que remite más allá de sí mismo, hacia un sentido que ninguna palabra o signo puede expresar de forma satisfactoria. Para no quedar trunco —es decir, para alcanzar este sentido lejano y difuso, profundo y oscuro—, el símbolo necesita de una colaboración muy activa por parte del intérprete. Esta necesaria colaboración entre dos partes explica que el symbolon fuera en su origen un objeto partido en dos trozos que se repartían entre dos personas, de tal modo que después, acercando las dos partes, sus propietarios pudieran reconocer «sus lazos de hospitalidad, de negocios o de amistad»[1].
Para precisar mejor la naturaleza del símbolo, es útil contrastarla con la del signo: Carl Gustav Jung, por ejemplo, «decía que un signo denota un objeto específico o una idea que se puede traducir en palabras (una cruz roja denota un puesto de auxilio o farmacia, una humareda, la existencia de un fuego). Por el contrario, un símbolo no puede ser presentado de ninguna otra manera y su significado trasciende lo meramente dibujado; por ejemplo, la Esfinge, la Cruz »[2]. En esa misma dirección, Lanceros contrasta el signo y al símbolo por sus grados de arbitrariedad y adecuación: en el signo, el lazo que une al significante con su significado es arbitrario y adecuado[3]. Así ocurre, por ejemplo, con el signo matemático φ (phi), que designa de manera arbitraria un significado o valor específico definido por las siguientes ecuaciones:
Además de arbitrario, el signo φ es adecuado, porque a un significado inteligible (definido por la fórmula anterior) se le ha adecuado un significante que ningún matemático confundirá con el de otras constantes, como π o como e. El símbolo, por el contrario, es no-arbitrario y no-adecuado. Es no-arbitrario porque detrás de cada símbolo existen una serie de motivos que han determinado la unión del significante con sus significados: todo símbolo incluye, dentro de sí mismo, su propia historia, el mito concreto de su instauración como símbolo. El significado simbólico de la Esfinge, por ejemplo, emana de su relación con la historia de Egipto y con el drama de Edipo, de la misma manera que el significado simbólico de la Cruz emana del relato sobre la muerte y la resurrección de Cristo. Para transitar de lo visible a lo invisible, de los seres sensibles al inefable misterio del Ser, los símbolos deben transitar por el horizonte del mito. Los relatos míticos, por tanto, pueden ser descritos como dramas simbólicos: como puestas en escena que ofrecen al hombre una imagen interpretativa, un orden metafísico, un orden moral que responde a los misterios de la existencia real.
Lo mismo sucedió con el número φ. Conforme se descubrían sus asombrosas propiedades, los sabios y matemáticos creyeron encontrar en φ un símbolo de la naturaleza divina, cuyo valor parecía estar en todas partes: implícito en la serie de Fibonacci, en la disminución o crecimiento de las poblaciones animales, en la forma de los árboles, en el diseño de los caracoles, en la estructura de los templos griegos o de las tumbas egipcias. Fue así como el signo φ, se convirtió en el «número dorado» o la «proporción divina»: una manifestación sensible de la sabiduría matemática de Dios. Adecuado para designar una relación numérica, el significante original se fue preñando de significado simbólico: adquiriendo poco a poco —de manera no adecuada, en tanto nadie lo adecuó— una dimensión mítica, una profundidad teológica, un sentido tan abismal como inasible.
Ilustrando la no arbitrariedad y la no adecuación del símbolo, la historia de φ, esa divina e irracional proporción, demuestra también la relación de los símbolos con los arquetipos y el mito. Tras las interpretaciones simbólicas del número φ se manifiesta un arquetipo mítico muy poderoso: la presencia de un Dios Arquitecto —un Animus Matemático— que diseñó la naturaleza con las herramientas del álgebra, la geometría y el cálculo, de tal modo que todo puede ser comprendido o expresado mediante números. Un dios tal como fue presentido por Pitágoras, Durero, William Blake y Darren Aronofsky (cuya película Pi, el orden del caos debió llamarse, en estricto sentido, Phi, el orden del caos): una divinidad paradójica, ciertamente, si consideramos que ha creado un orden cósmico sobre los cimientos del número más irracional entre los números irracionales: nada menos que a partir de φ, la cifra del caos. Esta idea, que hubiera aterrado a los pitagóricos, fascinó a los renacentistas como Luca Pacioli, el sabio franciscano que publicó en 1509 La Divina Proportione, donde se interpretaba la irracionalidad de φ como reflejo de la inconmensurabilidad de Dios:
Para Pacioli, la incomprensibilidad de Dios y el hecho de que la Proporción Áurea fuera un número irracional eran equivalentes. En sus propias palabras: «Así como Dios no puede ser definido propiamente, ni puede ser entendido a través de las palabras, de ese modo la Divina Proporción no puede ser designada por números inteligibles, ni puede ser expresada por ninguna cantidad racional, sino que siempre permanece secreta y oculta, y es llamada irracional por los matemáticos»[4].
Mientras el símbolo pagano de la Esfinge concilia la antinomia entre sabiduría y enigma, y el símbolo cristiano de la cruz concilia la antinomia entre lo mortal y lo eterno, en el símbolo de la Razón Dorada se reconcilian dos aparentes antinomias: aquella que opone al orden frente al caos y aquella que opone lo matemático frente a lo mitológico. Así manifiesta φ otra característica propia de lo simbólico: su capacidad para resolver paradojas, para reunir los múltiples pares de contrarios que dispersan el sentido de la existencia.
La función del símbolo es, además, la de lograr una conjunción de los contrarios, una complexio oppositorum que es la responsable de que la antinomia resulte tan hondamente fructífera para referirlo. Esta complexión antinómica lo ubica en el límite entre lo concreto y lo difuso, lo consciente y lo inconsciente, lo meramente presente y lo virtualmente presentido. Jung le atribuyó el poder de insuflar contenido consciente a lo inconsciente y, al mismo tiempo, de enriquecer a la consciencia con la energía psíquica que brota del hontanar profundo del inconsciente arquetípico[5].
Si las hipótesis anteriores son pertinentes, el número dorado tendría que cumplir con las cuatro funciones que Fernando Bayón y Joseph Cambpell le atribuyen al símbolo: a) reconciliar a la consciencia que despierta con el misterio del universo tal como es; b) presentar una imagen interpretativa total del universo; c) imponer un orden moral y d) ayudar al individuo a centrarse y desenvolverse íntegramente, de acuerdo con él mismo, su cultura, el universo y «el terrible misterio último que está dentro y más allá de todas las cosas »[6]. Las dos primeras funciones las cumple φ cuando le proporciona al hombre una cifra, una imagen mental que le ayuda a interpretar el universo, al tiempo que reconcilia su consciencia con los misterios cósmicos. De ahí se deriva un imperativo moral para los hombres —como Pacioli— que perciben su poder simbólico: consagrar su vida a la búsqueda de ese caótico orden, o de ese ordenado caos, como si sólo así conquistaran su propia salvación. Es decir, como si sólo así pudieran ganarse un lugar frente al irracional, terrible, fascinante misterio de la existencia tal como es.
Como al final lo explica el protagonista de Pi, el orden del caos, no puede consumarse esta búsqueda mediante el uso sistemático de la razón, la lógica, el álgebra o el cálculo estadístico. De nada sirve conocer la cifra exacta que rige al universo, si la mente no vislumbra lo inefable, sagrado, indecible que se oculta detrás de esa cifra. Incluso en la intersección de las matemáticas y la mitología, la comprensión cabal de un auténtico símbolo no se alcanza mediante una explicación de tipo lingüístico, sino mediante una epifanía: mediante una luminosa parálisis de la intuición, semejante a la stasis que caracteriza las más profundas experiencias religiosas o estéticas. Sólo así, el símbolo podrá remitir «desde un aprisionamiento en la periferia del ser al centro ontológico», hasta convertirse en «una clave para la existencia humana»[7].
NOTAS
[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain, Diccionario de símbolos, Herder, 6ª edición, Barcelona 1999, p.
[2] Nichols, Sallie, Jung y el tarot, Kairós, 8ª edición, Barcelona 2005, p. 24.
[3]
Lanceros, P., «Símbolo» en Ortiz-Osés, A., y Lanceros, P., Diccionario
de hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2006, p. 518.
[4] Livio, Mario, The Golden Ratio, Broadway Books, New York 2002, p. 132.
[5] Lanceros, P., op. cit., p. 519.
[6] Bayón, F., en Ortiz-Osés, A. y Landeros, P., Claves de Hermenéutica para la filosofía, la cultura y la sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao 2005, pp. 509-510.
[7] Lurker, Manfred., El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones, Herder, Barcelona 1992, p. 27.
[4] Livio, Mario, The Golden Ratio, Broadway Books, New York 2002, p. 132.
[5] Lanceros, P., op. cit., p. 519.
[6] Bayón, F., en Ortiz-Osés, A. y Landeros, P., Claves de Hermenéutica para la filosofía, la cultura y la sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao 2005, pp. 509-510.
[7] Lurker, Manfred., El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones, Herder, Barcelona 1992, p. 27.
2 comentarios:
Tratemos de transitar a lo inefable. Seguro podemos, porque al menos al iniciar nuestra jornada tenemos un elemento guìa: la palabra "inefable" y todas las fuerzas oscuras que pone en juego cuando pensamos lo que significa. Nos viene a la mente una inteligible gruta oscura, o un pasadizo que entraña el misterio. Parece una fàcil jornada. Los pitagòricos descubrieròn segmentos incomensurables, es decir, longitudes para las que se deberìa poseer una precisiòn infinita para poder ser medidas. El ejemplo fue la longitud de la diagònal de una cuadrado de aristas unitarias. Eso fue un hito que tardó miles de años en ser explicado, y no podìa serlo en la matemàtica griega más que mediante el uso de la teoría de las proporciones de Eudoxo expuesta por Euclìdes. Pero esos números son infinitos, y en esa teoría tal cosa no es notoria. ¿Què nos imaginamos con la palabra "infinito"?. Onomatoide que es, no designa nada porque lo engloba todo y a veces màs que todo segùn lo descubrió Cantor. Se requiriò que los hindues y los arabes existieran para que las tontas matemàticas romanas fueran sustituidas por algo mejor. La mente europea no tenìa manera de pensar el infinito hasta que oriente vino en su ayuda.
Muy sugerente tu comentario, Rolando. En efecto: tanto la mitología como las matemáticas tienen la incómoda misión de ponernos en contacto con lo infinito, lo inefable. Ha sido una tarea ardua, si pensamos que desde los pitagóricos existe una fuerte atracción-repulsión por las nociones o ideas que desestabilizan nuestros conceptos preconcebidos. Muy inquietante me parece esa idea de Cantor sobre el infinito, como algo más grande que el todo. Saludos.
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