sábado, 25 de agosto de 2012

Salvador Elizondo y la relectura como «Anapoyesis»


Gonzalo Lizardo



Para leer a Salvador Elizondo deberíamos seguir su consejo: romper las reglas y comenzar a leerlo por lo que, «en cierto modo, es su final». En concreto, por su libro Camera lucida [1]: esa compilación de textos indefinibles, que oscilan siempre entre la reflexión y la ficción, el humor y la melancolía, la sensatez y el absurdo. Desde su título —que alude queriéndolo o no a La cámara lúcida de Roland Barthes [2]— el libro de Elizondo es una caja china repleta de libros que hablan de otros libros que comentan otros libros: Robinson Crusoe revisitado; los textos inéditos de Mallarmé; La tumba sin sosiego de Cyril Conolly; Paul Valéry y su personaje Edmond Teste; la relación especular entre Monsieur Flaubert y Madame Bovary; el mito de Fausto aplicado a la reescritura; la novelística de Joseph Conrad y James Joyce, etcétera.

De acuerdo con la tipología de Genette [3], estamos ante una colección de metatextos y de hipertextos: una literatura de segundo grado que se constituye a partir del comentario, la transformación, la imitación y la parodia de otros textos. Por tanto, el libro se integra en torno a las diversas posibilidades de la Relectura, entendida como un dispositivo mental que nos permite escribir al mundo como libro o vivir al libro como mundo: la Relectura como Aparato de Escritura —como género literario—: he aquí el asunto que unifica la maliciosa, lúdica, erudita dispersión de Camera lucida.

Para consumar este proyecto, Elizondo diluye las habituales distancias que separan a los personajes, al autor, al narrador e incluso al lector; se funden y se confunden la escritura con la lectura, los ensayos ficticios con las ficciones ensayísticas, en una inacabable relectura y reescritura que se observa en el espejo de la vida y de los libros:


Cuál no sería mi sorpresa al compulsar los subrayados de dos ejemplares idénticos de An Outcast of the Islands, leídos con veinticinco años de diferencia, y comprobar que a todo lo largo de sus 368 páginas no hubo un solo caso en que coincidieran. Además, la naturaleza de los subrayados era totalmente diferente en cada ejemplar. […]. Si en la primera lectura me había deleitado con la revelación del alma humana puesta al desnudo y sujeta a sus aspiraciones y a sus abismos, en la relectura me había interesado más la forma con que el autor, por la escritura, nos lo comunica [4].

La reflexión resulta ejemplar: si son dispares dos lecturas sucesivas que un mismo sujeto ha realizado sobre un mismo objeto, al que suponemos inmutable, quien ha mudado entonces su forma es el sujeto —o mejor dicho, la relación del sujeto con su objeto. Un Elizondo —cuando joven— valoraba especialmente la apariencia de realidad que emana de la novela, mientras que el otro —ya adulto— desentraña con «malicia profesional de escritor» los mecanismos por los cuales Conrad hizo posible aquella apariencia de verdad. Umberto Eco diría que la distancia entre ambas lecturas es la misma que separa a la interpretación semántica de la interpretación crítica [5]. Como buen fabulador —y enemigo de los academicismos— Elizondo afirma que la diferencia entre ambas lecturas radica en la utilización de un aparato metafórico (la Camera lucida), a través de cuyos prismas, cualquier libro «revela en acto el movimiento, la operación técnica del poeta, por los que esa transmutación se realiza» [6].

Como modelo de (re)lectura que permite aliviar la dolencia solipsista ocasionada por su fe en Platón, Berkeley y Mallarmé, Elizondo intuye que la Camera lucida es un dispositivo generador de imágenes que infringe necesariamente las prohibiciones de un orden establecido —por ejemplo, el cristianismo— en nombre de un ideal superior: el arte entendido como crítica del lugar común y de ciertas nociones como verdad, realidad u objetividad. Por eso Mallarmé aseguraba que «La obra de arte no sólo ha de ser una ficción: ha de ser la mentira misma, a cuya luz la vida fulgura» [7], y por lo mismo Elizondo afirma que «la mentira, la combinación de palabras sin contraparte real, no solamente constituye un método de creación sino también un objetivo de la escritura. Por mi parte admito que, aunque con escaso éxito, he tratado de elevar la mentira a la altura del arte» [8].

Por lo tanto, según Elizondo, releer es crear: el creador es un lector crítico, y todo lector crítico propaga, mediante la semiosis ilimitada, el acto de la creación. O sea que, para revelar la poética de un texto (es decir, para releerlo) es inevitable y necesario transformarlo —y entonces deberíamos acostumbrarnos a decir «transformación» en lugar de «creación» o «lectura».

Este corolario resume el argumento de «Anapoyesis», el tercer texto de Camera lucida —una alegoría sobre la relectura ideal: aquella que recupera y transforma, íntegramente, la energía que ha depositado el poeta en sus versos. Aquí se nos relata, mediante el testimonio de un narrador anónimo, el trabajo que, durante la Segunda Guerra, realizó el profesor Pierre Emile Aubanel. Por su apellido, podría ser un descendiente de Théodore Aubanel, el poeta provenzal que decía ser amigo de Stéphane Mallarmé. De hecho, en la ficción, el profesor Aubanel habitaba la casa donde Mallarmé pasó sus últimos años: el número 89 de la Rue de Rome, donde fue visitado por el narrador, que deseaba consultarlo sobre la entropía de los altos vacíos. Una vez que se volvieron amigos, Aubanel le expuso sus teoremas sobre la relación entre la termodinámica y la poesía:


Todas las cosas que componen el universo son máquinas por medio de las cuales la energía se transforma y todas contienen una cantidad de energía igual a la que fue necesaria para crearlas o para darle el valor energético que las define como cosas individuales. […] La poesía es una cosa como las demás. Sólo difiere de las otras por la cantidad de energía que un poema recoge al ser creado [9].

Por tanto, si la física nuclear pudo extraer toda la energía contenida en una masa de uranio, Aubanel construyó el «anapoyetrón»: una máquina capaz de medir la energía contenida en cada poema con una objetividad que volvería obsoleta toda crítica literaria. Mediante el mismo aparato, Aubanel pretendía además «hacer reversible el proceso por el que la energía del poeta se concentra en el poema» [10], con el fin de liberar su contenido energético. De acuerdo con los cálculos de Aubanel, la energía contenida en un canto de la Divina Comedia: la suficiente para hacer funcionar las fábricas de la Fiat durante doscientos años… aunque eso implicaría destruir para siempre el poema, pues semejanza de los elementos radioactivos, la energía de un poema se va desgastando con el tiempo y con el uso: «A cada lectura que los hombres hacen del poema extraen una cierta cantidad de la energía que lo anima hasta que lo olvidan por entero» [11].

Convencido por esa intuición el profesor Aubanel se mudó a la casa de Mallarmé, obsesionado en hallar la obra perdida del poeta: la obra que no fue quemada tal como éste lo ordenó en su testamento: porque esos poemas perdidos, transcritos en papeletas que fue escondiendo por todos los rincones de su casa, «eran poemas en que la energía estaba contenida en su estado puro; poemas todos que no habían sufrido ningún desgaste, puesto que nadie los conocía o los había leído más que su autor; eran poemas que contenían la energía que Mallarmé les había infundido en estado puro» [12].

Por ello el profesor removió los muebles y el papel tapiz de su casa, inspeccionando cada rincón en busca de algún poema olvidado en alguna papeleta. Como indicio de lo que ocurriría si encontrara ese anhelado fragmento, Aubanel le ofreció al narrador una prueba experimental: puso en el anapoyetrón un fragmento de Mallarmé. Una vez activado el mecanismo, se desprendió de los versos tal cantidad de energía, que se produjo una fortísima detonación que dejó casi inconsciente al narrador. Ahora bien: si eso ocurrió con un poema ya desgastado por cientos de lecturas, ¿cuánta energía habrían contenido los versos que Mallarmé borroneaba en sus papeletas? Tiempo después, el narrador induciría la respuesta, al enterarse por el periódico que su amigo había muerto, por culpa de «una descarga de enorme potencia aunque de radio de acción misteriosamente reducido que se produjo en el laboratorio» [13].

Con este final, Elizondo parece advertirnos que existen versos cuya cabal comprensión podría acarrearnos la muerte. La explosión que mata Aubanel, tiene un sentido alegórico: la lectura de un poema sólo afecta al individuo que la realiza: un poema no puede cambiar (o, en este caso, destruir) al mundo, pero sí puede cambiar (o destruir) a un solo hombre.

En ese sentido, hay que ver el experimento del profesor Aubanel como un aparato «crítico» todavía deficiente, un mecanismo de lectura (ficticio pero alegórico) que debe perfeccionarse aún, de tal modo que la energía del poema, del cuento o del ensayo, no se disipe en banales lecturas, sino que se acumule en otros textos, que se transforman así en el depósito más firme de la experiencia leída. Una idea que recuerda a Maurice Blanchot, cuando define al crítico literario: ese «malvado híbrido de lectura y escritura, ese hombre extrañamente especializado en la lectura y que, sin embargo, no sabe leer sino escribiendo [y] no escribe sino sobre aquello que lee» [14]. Sólo cuando este ciclo se cumple cabalmente estamos ante la Camera lucida: el aparato hipertextual que nos mostrará «La luz que regresa»: la luz presente que conduce nuestros ojos de regreso al pasado: hacia la imagen, ausente y pretérita, que originó la palabra.


NOTAS

[1] ELIZONDO, Salvador, «Camera lucida», en Obras 3, El Colegio Nacional, tres tomos, México, 1994.
[2] BARTHES, Roland, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós Ibérica,  Barcelona, 1989.
[3] GENETTE, Gèrard, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, Taurus, Madrid, 1989, pp. 9,13-14.
[4] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 97.
[5] ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998, pp. 36-38.
[6] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 61.
 [8] Reyes, Alfonso, Obras completas de Alfonso Reyes, FCE, Letras Mexicanas, tomo XXV, p. 76.
[7] ELIZONDO, Salvador, op. cit., p. 116.
[8] Íbid, p. 29.
[9] Íbid, p. 30.
[10] Íbid, p. 31.
[11] Íbid.
[12] Íbid.
[13] BLANCHOT, Maurice, Sade y Láutreamont, FCE, Colección Breviarios, México 1990, p. 9.

2 comentarios:

Francisco José Bernal T. dijo...

La tentación de Aubanel.
Aubanel sueña con reducir y someter la poesía a la Física. Suerte de Lex Luthor apoderándose a traves de su Anapoyetrón de toda la energía concentrada en los poemas. La relectura de los poemas da lugar a una transformación y se convierte en Una Cámara Lúcida. Un juego de espejos que aporta equilibrio y sentido a creación multiple :escritor-lector crítico.

Gonzalo Lizardo dijo...

Gracias por tu comentario, Francisco. Lo genial del cuento es la sencillez de su premisa: igualar la poesía con la termodinámica, y el proceso de lectura con el proceso de combustión.