Maritza M. Buendía
Imaginemos que dios fue el primer voyeur, que para crear el mundo tuvo primero que visualizarlo. Imaginemos que desde entonces su mirada se instala en cada uno de los seres de la creación: hombres y bestias, aun en soledad, son observados. Imaginemos que esa mirada pesa, sanciona nuestras actitudes y condena nuestras faltas, y ante la escasez de alternativas, ante una mirada omnipresente, no es sencillo redimir nuestros pecados.
Escuchemos a la serpiente tentación: “Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”; imaginemos la caída: de casi ángeles, de casi divinos, a totalmente humanos: “Entonces se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos”.[1] Al abrir los ojos, de nada sirve ocultarse, de nada sirve añorar el paraíso, hay que buscarlo en otro lado. Sin embargo, de aquella antigua estancia (aun imaginaria) quedan residuos: cada vez que el hombre se propone escribir le es inherente el acto de mirar (entre muchos otros actos), forma un modelo y, basado en él, lo representa, lo describe y, como dios, insufla vida. La cuestión estriba primero en saber mirar y luego en saber qué se está mirando. Pero como “saber no es comprender” es inevitable un ejercicio hermenéutico para comprender aquello que se mira.
Llenos por su uso, los ojos se tornan un instrumento más de nuestro cuerpo y se olvida que en el transcurrir de un día el ojo pasa por una infinidad de objetos y de personas. Pasar los ojos va a la par con el olvido, el mirar preserva el recuerdo, pero el acto de comprender aquello que se mira hace tatuajes en el alma y en el cuerpo.
El acto de mirar implica abstraer: instante en que lo visto es separado de su entorno. Del mero devenir, la mirada paraliza lo que observa, lo sustrae de su obcecado transcurrir, reconoce su recinto, su frontera, visualiza su contenido. El que mira sufre también una suerte de parálisis (verbal, emocional y física): nada puede decirse cuando la belleza se deposita en un cuerpo, el pensamiento mismo se resguarda en eso que mira. No resulta difícil imaginar (aunque el texto no lo explicite y se recurra al cuadro vivo como metáfora de la parálisis) que, en esos momentos, al voyeur y a su pareja una inmovilidad los azota. El cuerpo ya no se desplaza, se mira o se es mirado. Y de esta parálisis emana una poética: una forma de ver y de fundar un mundo donde la mirada de dios ya no pesa o se transforma en otra cosa.
Especificar el primer nivel hermenéutico en “El gato” es acudir a su estructura cerrada. Hay una admisión de una necesidad y una consecuente aceptación, pasando por un periodo de supuesta indiferencia. Las estrategias discursivas mantienen la atención del lector. ¿Quiénes ven?: D ve el cuerpo de su amiga; el gato ve el cuerpo de la amiga de D; el narrador ve al gato, a D y a su amiga; el lector ve lo mismo que el narrador; la amiga de D se deja ver.
Antes de la bienvenida del gato, la mirada de D es el punto de unión entre él y su amiga: la ve dormida, desnuda sobre su cama, los rayos del sol entran por la ventana y tocan su cuerpo, las mantas cerca de los pies, el cabello le cubre la cara; “el ser amado equivale para el amante, para el amante solo, sin duda, pero qué más da, a la verdad del ser”.[2] La mirada anticipa, prepara el escenario para el después.
El ritmo de la narración decae, metáfora de un cuerpo que agoniza. El resultado es uno: el erotismo se afirma en la creación de un ambiente propicio para la unión. Al igual que en “Retrato”, el cuerpo de ella ensaya diferentes posiciones, gestos que se oponen en su aparente indiferencia: dormido, despreocupado de quien lo observa, separado de la vida por el sueño, seductor, palpitante. Comunicación a través de la mirada, de la piel y de la soledad de dos, del quererse a través de y gracias a los cuerpos. “Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían (…)”[3]
La belleza se deposita aquí en la apertura de un cuerpo que marca una armónica conjunción con su entorno y que se eleva a un plano espiritual. La relevancia que García Ponce otorga a la vestimenta y a los aderezos de Camila corre sus velos para dar paso a la pura y llana desnudez. Por ese solo hecho el cuerpo transgrede, quebranta la norma del estar vestido. Mas la transgresión se percibe suave, salida del estado habitual de los cuerpos hacia el estado del deseo erótico.
Pero ¿es posible alcanzar el erotismo sagrado sin pasar antes por el erotismo de los cuerpos y de los corazones? ¿Es viable llegar a lo más alto de la llama sin antes transitar por sus otras etapas? García Ponce lo advierte: hace falta un entramado, una serie de transgresiones. Para el que observa y es observado, el espectáculo de la belleza encierra una aparente contradicción. Para comprender esa contradicción y, por ende, el espectáculo y la belleza, Klossowski habla del emblema de la disimulación a través de Octave, quien observa una pintura de Tonnerre: aquellos gestos que contradicen a las palabras o aquellos trazos en suspenso que muestran la incertidumbre ante lo que se observa. Cuando el cuadro vivo inmoviliza un sustrato del devenir de la vida, el espectador comprende el diario espectáculo en el que se encuentra: cada acto de su vida, como acción sujeta a inmovilizarse, es el espectáculo de la vida. “Lo que Tonnerre quería expresar era esa simultaneidad de la repugnancia moral y de la irrupción del placer en una misma alma, en un mismo cuerpo, y la fijó mediante esa actitud de las manos, una de las cuales miente y la otra confiesa un crimen que le llega a los dedos”.[4]
La vida como espectáculo corre incesantemente: se inventa a cada instante y sin ningún sentido, sola, se despliega ante sí misma. Es el arte quien tiene la capacidad de detener esa caída y de mostrarla. El arte consolida al espectáculo de la vida y le da sentido. Es artificio, como el erotismo, como el amor, como el símbolo. Con su rito, con la colección de cuadros vivos que es el cuento, el voyeur-artista expone el arte de su espectáculo que tanto él como su pareja ofrecen. Si la vida es espectáculo y el arte lo demuestra, transformándose él mismo en espectáculo, el rito del voyeur, por ser espectáculo, también es arte.
Hacerlo evidente es el reto del voyeur, su vocación.
Desentrañar el contenido latente del texto manifiesto (segundo nivel hermenéutico) es sostener que la casual aparición del gato en el edificio donde vive D, cumple con varias funciones: acentuar el lenguaje de los cuerpos, detonar el inicio de la poética del voyeur y, por último, asimilar el rito del espectáculo a través del emblema de la disimulación y la creación de cuadros vivos.
El gato es gris, pequeño, de mirada amarilla, gato niño todavía, lleno del misterio de los gatos, de su voluptuosidad y ternura, también de su indolencia y soberbia. El narrador omnisciente dibuja a un animal colmado de vida. Personaje independiente que decide sus acciones mediante su comportamiento: entorna los ojos hasta convertirlos en una delgada línea amarilla, se enrosca en los barandales de la escalera, levanta las orejas en señal de alerta, se estira para apoderarse de su territorio. Ya antes se tiene un cuerpo en el que confluye la belleza y una habitación para depositarlo y rendirle culto.
Un departamento, un cuarto, una cama. Un cuerpo encima de la cama. Un proceder de lo general a lo particular, un detenerse ahí, un embelesarse. Dentro de la parálisis del cuadro vivo, el gato –metáfora de lo que después será el invitado– es el agente o el adyuvante que echa a andar los movimientos del voyeur y de su pareja, luego también los inmoviliza.
El rito se vuelca en la frecuencia y en el intervalo con que se efectúan los encuentros entre D y su amiga. A pesar de su estrecha relación, ambos se niegan a contraer matrimonio o a vivir en una misma casa. Prefieren conservar la sorpresa de la distancia que una semana les concede y ritualizar los domingos: día de encuentro y de descubrimiento (uno se desviste para el otro), final del día (vestirse como anticipo de la espera). Hay entonces una ruptura del tiempo ordinario: domingo, día de descanso, lejos del tiempo del trabajo; domingo, día del ritual de la contemplación.
Ahora hace falta dar inicio al desprendimiento, al paso de lo casual a lo necesario: D desea compartir con alguien eso de lo que es testigo, el deseo convierte a la imprevista llegada del gato en un acontecimiento inevitable. Ahí también su importancia: el gato es el primer invitado de los amantes, agente que marca el voyeurismo en su etapa más temprana y el tercer nivel hermenéutico.
Con “El gato” el tema del voyeur alcanza su mayor trascendencia. Incluso, el hecho de que D sea quien descubra al gato y no la protagonista subraya la relevancia del papel masculino como el causante, iniciador y continuador de una forma de vida. Desde entonces, el gato se torna indispensable para la pareja.
D enferma de fiebre, motivo que incrementa de manera alarmante las sensaciones corporales e inunda a la narración en un tiempo sin tiempo. Entre la oscilación del sueño y la vigilia se accede a un nivel simbólico: “El día y la noche se proyectaban sin principio ni fin, como una sola masa de tiempo dentro de la que lo único real era la presencia de ella, cerca y lejos simultáneamente (…)”[5] Gracias al gato, D descubre su papel de voyeur, su curiosidad de artista. El ver se transforma en una manera de querer que percibe y anticipa el tacto.
D sana y se incorpora a su antigua vida, mas ya sus sueños han demostrado su tendencia al voyeurismo. Y, como voyeur, buscará un centro, desplazable según la perspectiva de los personajes: para su amiga el centro es D y el gato, para D el centro es su amiga y el gato. Esto arroja al gato como el centro. Falso centro que sólo simula: nunca se localiza un punto de apoyo o de equilibrio.
La mirada, el rito y el espectáculo conducen hacia el interior de los personajes y se exterioriza tanto hacia ellos como hacia el lector. El lector participa activamente dentro de la construcción de la obra desde el momento en que el autor y sus personajes lo convierten en su cómplice. El lector recrea los acontecimientos y se inmiscuye. El autor transforma a la lectura en una mirada más: invita a penetrar en la historia y cuando el lector se acostumbra al tono de la narración, invita a contemplar los cuadros vivos.
El lector se metamorfosea en el voyeur solitario de la obra: su mirada también se sitúa cuando el rito del espectáculo descansa y los personajes realizan otro tipo de actividades o cuando, simplemente, desaparecen. En este sentido, el lector sobrepasa el papel del voyeur y se equipara a la mirada del autor. Ambos como entidades independientes que se intercomunican. Fusión de horizontes a través del texto que arroja la comprensión. El esquema de la trama, cuando D arriesga a su amiga a la contemplación, se reitera a otro nivel: el autor entrega su escritura y cuando el lector acepta, acepta también su voyeurismo, lo que cierra la encomienda del texto.
NOTAS:
[1] Gn 3, 5-7.
[2] Bataille, Georges, El erotismo, Tusquets, México, 1997, p. 35.
[3] García Ponce, Juan, “El gato”, Cuentos completos, Seix Barral, México, 1997, p. 176.
[4] Klossowski, Pierre, La revocación del Edicto de Nantes, Tusquets, Barcelona, 1998, pp. 33-34.
[5] Idem, p. 185.
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