Gonzalo Lizardo
Con sospechosa unanimidad, en los testimonios de la Inquisición se describe a estos súcubos como mujeres de carnes gélidas y piel arenosa… aunque jamás se explica porqué, ante semejante bruja fea, ningún afectado se negó a consumar la cópula. Pese a que estas historias de amor demoníaco eran arrancadas bajo tortura, la imaginación popular, casi a coro, las consideró verdaderas en su sentido literal. Desde un punto de vista moderno, antes que presuponer la existencia literal de los súcubos, habría que considerarlos como creaturas oníricas que compensan eróticamente a los varones o hembras que viven en celibato. En otras palabras, los súcubos e íncubos no serían sino figuras metafóricas que satisfacen, durante los sueños, los deseos incumplidos de los hombres o las mujeres.
Fue Paracelso quien quiso primero explicar, en su Tratado de las enfermedades invisibles, el carácter «psicológico», «interior» o «imaginario» de este fenómeno. Supone primero que el hombre posee tres Cuerpos: uno Material, visible y terrestre; otro Espiritual, alado y celeste; y otro Sideral, invisible y etéreo. Y enseguida concluye que el coito demoníaco ocurre en el último nivel y se consuma en dos ciclos: «Esta imaginación surge del cuerpo sideral, como en virtud de una especie de amor heroico; es una acción que no se cumple en la cópula carnal. Aislado en sí mismo, este amor es a la vez el padre y la madre del esperma pneumático. De ese esperma psíquico salen los íncubos que oprimen a las mujeres y los súcubos que atacan a los hombres» [2].
Si interpretamos estos Cuerpos como las intersecciones del Hombre, sucesivamente, con la Materia, con Dios y con el Cosmos, entonces el comercio carnal con los demonios ocurre en el umbral que comunica al individuo con su inconsciencia gregaria: en esa región múltiple, amorfa, bestial, donde cohabitan los mitos, los instintos, la memoria cósmica. Leída de tal modo, la teoría de Paracelso anticipa la que después formularían los cuentos negros de Maupassant, la mitocrítica de Jung o el psicoanálisis de Freud [3]: incubadas en el corazón de los individuos, y nutridas por sus sueños, estas creaturas emprenden el vuelo como fábulas o novelas, para polinizar otros corazones y generar otras pesadillas que se arraciman en mitos o arquetipos que caen de nuevo, como frutos maduros, sobre los sueños del individuo, inseminando en ellos nuevas creaturas, siempre diferentes, siempre las mismas. El inconsciente colectivo se alimenta con los sueños individuales —y las fábulas y las novelas— que la misma mitología ha alimentado: he ahí la circularidad del mito.
En este repetido vaivén de lo carnal a lo sideral, debería hallarse la ley que rige la supervivencia del sucubato: aquella que revelaría su genealogía, su raíz o su cura. Si las explicamos a nivel trivial, la perversa pelirroja visitaba al monje Ambrosio, la homérica Helena invocada por Fausto, o «la Muerta enamorada» de Teófilo Gautier [4] son súcubos de consistencia muy tenue y artificial. Acerrojados en su celda, su ermita o su estudio, aquellos hombres tenían a la mano muy pocas representaciones concretas de la mujer que anhelaban, de ahí que aquellos súcubos suyos no fueran sino espejismos, translúcidos y monótonos, moldeados con torpeza por su propio inconsciente.
Aún así, y aún ahora, resulta notable que esas «fantasmagorías» fueran sentidas con tanta intensidad por sus víctimas. Sin duda, esa misma falta de estímulos exacerbaba su sensibilidad, lo cual explica por qué esos hombres se rendían ante ellas con esa devoción tan agridulce y viciosa, apenas contenida por el remordimiento. Si eso pasaba entonces, cuando se creía en el infierno, debe aceptarse que en nuestros tiempos, con la decadencia de la fe y con la proliferación de las imágenes femeninas en el arte y en los medios de comunicación, podrían algunos varones obtener una experiencia más integral y desenfadada del comercio sexual con sus súcubos... si no fuera porque el mismo exceso de información e imágenes suele hastiar muy pronto la sensibilidad individual.
Acaso por ello bastaría con obedecer el consejo de M. L. Von Franz y percibir a los súcubos como si fueran seres completamente reales, sin sospechar en ningún momento que su acoso es «sólo una fantasía»: «Si esto se realiza con devota atención durante un largo período, el proceso de individuación se va haciendo paulatinamente la única realidad y puede desplegarse en su forma verdadera» [5]… con lo cual habría que transvalorizar el sucubato: dejar de considerarlo una enfermedad o un pecado, y aceptarlo como un don: como un «amor heroico» que le es concedido a ciertos varones cuando viven su celibato con «devota atención»: sin distracciones que anestesien sus sentidos materiales, ni culpas que lo amedrenten ante esas creaturas siderales, nacidas de la cópula entre su imaginación y el mito.
NOTAS:
1. HUYSMANS, Jorris- Karl, Allá lejos, Valdemar, Madrid, 2002 p. 210.
2. Citado por JACOBI, Jolande, «Los demonios del sueño», en Lo demoniaco, VV.AA. Monte Ávila Editores, Caracas 1970, p. 77.
3. FREUD, Segismund, La interpretación de los sueños, Planeta-Agostini, Barcelona 1992, pp. 535-550.
4. LEWIS, Matthew Gregory, El monje, Valdemar, Madrid 1998; MARLOWE, Christopher, La trágica historia del doctor Fausto, Losada, Buenos Aires; GAUTIER, Theophile, «La muerta enamorada», en Cuentos fantásticos del siglo XIX (CALVINO, Ítalo, compilador), Siruela, Madrid 2005.
5. FRANZ, M. L. Von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav, El hombre y sus símbolos, Caralt, 7ª edición, Barcelona 2002, p. 186.
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