miércoles, 9 de marzo de 2011

«Sistema de Babel»: Las lenguas artificiales y las transgresiones semánticas


Gonzalo Lizardo


Un breve cuento de Salvador Elizondo, titulado «Sistema de Babel», nos propone un peculiar experimento lingüístico. Cansado del lenguaje natural —que le resulta mortalmente aburrido a causa de su precisión y eficiencia—, el narrador implementa entre su familia una nueva lengua que consiste en llamar a las cosas con un nombre distinto al habitual —de preferencia su contrario. El experimento tiene un objetivo lúdico: abatir la habitual monotonía de nuestro lenguaje denotativo, infringiendo la habitual relación que el vulgo establece entre los significados y los significantes.

Basta con no llamar a las cosas por su nombre para que adquieran un nuevo, insospechado sentido que las amplifica o recubre con el velo de misterio de las antiguas invocaciones sagradas. Se vuelven otras, como dicen. Llamadle flor a la mariposa y caracol a la flor; interpretad toda la poesía o las cosas del mundo en los términos de este trastocamiento o de esa exégesis; cortad el ombligo serpentino que une a la palabra con la cosa y encontraréis que comienza a crecer autónomamente, como un niño; florece luego y madura cuando adquiere un nuevo significado común y transmisible.[1]

Como resultado de este nuevo sistema, toda la familia se vuelve más feliz, pues el mundo adquiere, ante sus ojos, un nuevo matiz de misterio: «un perro que ronronea es más interesante que cualquier gato; a no ser que se trate de un gato que ladre, claro».[2] En consecuencia, la familia se dedica a difundir la nueva lengua y el narrador se entretiene con su mujer diciendo una cosa por otra hasta que consiguen redondear «una frase sin sentido perfecta».[3] Con un experimento semántico muy sencillo, el narrador ha creado un «lenguaje artificial»: un sistema lingüístico que prefiere el caos por encima del orden, con lo cual transgrede toda una tradición occidental —según la cual, el orden es requisito de la felicidad y el caos, garantía de la desdicha.


Para comprender esta tradición podemos remontarnos al Génesis. Ahí está escrito que Yaveh fue el primer poeta, pues creó el mundo usando la palabra: pronunciando los nombres que, ilocutoriamente, le dieron consistencia ontológica al cosmos. Por eso, al formar a Adán como rey de la creación, le encomendó una tarea similar: la de conferir nombre a todos los animales y cosas del mundo. Los exégetas bíblicos han supuesto desde siempre que Adán y Eva, así como su descendencia, hablaron un lenguaje único y perfecto, donde las palabras coincidían con las cosas. Ese estado de gracia terminó cuando algunos hombres, envalentonados por su habilidad constructora, quisieron construir una torre tan alta para desafiar a Yaveh.[4] En vez de castigarlos con una plaga o una lluvia de fuego, Dios los castigó con una penitencia sutil pero perpetua: confundiendo sus lenguajes, consiguió que los hombres no pudieran más ponerse de acuerdo entre sí y que abandonaran, en consecuencia, sus sacrílegos proyectos arquitectónicos.

La Torre de Babel parece enseñarnos que la multiplicidad lingüística es un castigo divino, fuente de la infelicidad humana. Inspirados por esa pesimista moraleja, algunos lingüistas se han propuesto restablecer el idioma adánico que eliminaría las redundancias, irregularidades, equívocos y ambigüedades propias de las lenguas naturales —como también lo busca el fanático religioso que protagoniza Ciudad de cristal de Paul Auster.[5] Esta búsqueda ha seguido dos rutas distintas. Para entenderlas mejor, debemos aceptar que toda lengua natural se compone por dos planos: el plano de la expresión (conformado por el léxico, la fonología y la sintaxis) y el plano del contenido (constituido por el universo de conceptos susceptibles de ser expresados). Como se muestra en la figura siguiente, cada uno de los planos puede descomponerse, además, en forma y en sustancia, las cuales resultan de la organización específica de un continuum.



De acuerdo con este modelo, propuesto inicialmente por Louis Hjelmslev,[6] las lenguas artificiales podrían dividirse en dos tipos: las formuladas a priori y a posteriori. Las primeras consideran que, antes de elaborar una nueva forma de la expresión es necesario delimitar una forma del contenido más eficiente. En cambio, las lenguas a posteriori no se preocupan por reelaborar la forma del contenido sino, simplemente, en «elaborar un sistema de la expresión lo suficientemente fácil y flexible como para poder expresar los contenidos que las lenguas naturales expresan normalmente».[7] Un ejemplo clásico de lenguaje a posteriori sería el esperanto, mientras que el más célebre de los lenguajes a priori fue el que formulara, en 1668, el inglés John Wilkins.

En su libro capital —Essay towards a Real Character, and a Philosophical Language— Wilkins divide el universo sensible en 40 Géneros mayores, dividido en 251 Diferencias peculiares, hasta derivar 2030 Especies. Una vez organizada así la forma del contenido, Wilkins le atribuye a cada Género un ideograma (con una pronunciación específica) que puede ser modificado con barras, ángulos y otros signos para precisar las oposiciones, adverbios, conjunciones y demás sutilezas gramaticales. Sin embargo, además del enorme esfuerzo que exigiría memorizarlos, estos nombres no alcanzan a elaborar las frases que cualquier lengua natural podría formular con facilidad y, para colmo, la mayoría de los verbos se quedan sin traducción: aunque Wilkins fue muy minucioso para catalogar el universo de las cosas, no alcanzó a clasificar el de las acciones.

A contrapelo de Wilkins, el narrador de «Sistema de Babel» no se propone reorganizar la forma del contenido, sino transgredir la forma de la expresión. Más aún, dentro de esta misma forma, el narrador respeta la sintaxis de los enunciados, y la semántica de los verbos, los adverbios, los adjetivos, o las proposiciones. En realidad, lo único que pervierte es el significado de los sustantivos, con lo cual realiza una infracción semántica limitada, un desplazamiento semántico más radical que la simple metáfora, en tanto que cambia el nombre de las cosas por su contrario. Pero esta transgresión, aunque limitada, es suficiente para inducir, en todo el sistema lingüístico, una alteración pragmática radical.

Con el fin de explicar esta alteración pragmática, la figura siguiente compara el «Lenguaje Filosófico» de John Wilkins con el «Sistema de Babel» de Salvador Elizondo, usando el cuadrado lógico de Aristóteles[8] para mostrar su sistema de oposiciones semánticas. El antagonismo, aunque sutil, no podría ser más radical. Ambos parten de un estado inicial «infeliz» (el lenguaje natural) y ambos persiguen un estado final «feliz» (sus respectivos lenguajes artificiales). Lo que enfrenta a sus sistemas son sus premisas: para Wilkins la infelicidad es causada por el «caos» y por la «equivocidad» del lenguaje natural; mientras que para Elizondo, por el contrario, la infelicidad es ocasionada por el excesivo «orden» y «univocidad» de ese mismo lenguaje natural.



El antagonismo se amplía si consideramos que ambos «sistemas» circulan en sentidos contrarios: Wilkins quiere reordenar el cosmos para que los hombres se comuniquen unívocamente y así conquisten la felicidad. Su fracaso, pese a tan buenas intenciones, se produce porque su «Lenguaje Filosófico» resulta tan equívoco como el lenguaje natural. Borges atribuye este fracaso a la deficiente e insostenible forma que Wilkins le impuso al contenido —aunque su error era inevitable, pues «no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo».[9] O, para explicarlo con las palabras de Foucault, «Cuando levantamos una clasificación reflexionada, cuando decidimos que el perro y el gato se asemejan menos que dos galgos, […] ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza?».[10]

A contrapelo de Wilkins, Elizondo trastrueca la relación del significado y el significante para que la comunicación entre los hombres se vuelva todavía más equívoca y así conquisten la felicidad. Pese a tan malas intenciones, su experimento triunfa porque su «Sistema de Babel» —fiel a su principio de transgresión semántica— exige la equivocidad como requisito para llegar a ser feliz: si no podemos evitar el error, habrá que divertirse con él.

Si aplicamos este babélico sistema a la lectura de «Sistema de Babel», entonces los equívocos se multiplican al infinito —y, con ellos también «nuestra felicidad». En el ejemplo que propone el narrador («Esos tigres que revolotean en su jaulita colgada del muro, junto al geranio»), se podrían sustituir los sustantivos por otros nombres contradictorios, contrarios o subcontrarios, para obtener, entre muchas otras posibilidades, las siguientes «traducciones»:

a) «Esos tigres que revolotean en su pastizal colgado de la montaña, junto al baobab»,
b) «Esos insectos que revolotean en su corola colgada de la ventana, junto al azadón» y
c) «Esos gorriones que revolotean en su jaulita colgada del muro, junto al geranio».

Aunque los tres enunciados resultarían más o menos verosímiles y más o menos metafóricos, gracias a las premisas del «Sistema de Babel», conoceríamos de antemano —sin margen de error— que las tres son erróneas, falsas, sinsentido. En ninguno de los tres casos nos quedaría incertidumbre y la posesión de esta certeza irrefutable nos llenaría de felicidad. Es decir: en tanto no podemos alcanzar el sentido total y unívoco, bendigamos la maldición de Babel, y divirtámonos con las infinitas posibilidades del equívoco, gracias a un lenguaje que ha alcanzado la perfección del sinsentido.

NOTAS:

[1] ELIZONDO, Salvador, «Sistema de Babel», en Obras, Tomo dos, El Colegio Nacional, México 1994, p. 135). Este párrafo conjuga una intrincada serie de referencias: el ejemplo de la flor remite a Mallarmé (cuando exigía a los poetas que no hablaran de la flor concreta, sino de la flor ideal, la ausente de todos los racimos) y a Vicente Huidobro (cuando manifiestó, en su poema Arte poética, su confianza en el poder ilocutorio de la creación poética). Además, el experimento de Elizondo convalida la definición que hizo Octavio Paz de la «operación» poética: «El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y menesteres habituales: separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven únicos, como si acabasen de nacer» (PAZ, Octavio, El arco y la lira, FCE, México 1972, p. 38).
[2]
ELIZONDO, Salvador, «Sistema de Babel»,en Op. cit., pp. 135-136.
[3] Íbid, p. 136.
[4] Génesis 11, 4-9.
[5] AUSTER, Paul, Ciudad de cristal, Anagrama, Barcelona 1997.
[6] HJELMSLEV, Louis, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid 1974.
[7] ECO, Umberto, La búsqueda de la lengua perfecta, Grijalbo-Mondadori, Barcelona 1997, p. 276.
[8] DUCROT, OSWALD, Y TODOROV, TZVETAN, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, 20ª edición, México 1998, p. 140.
[9] BORGES, Jorge Luis, Otras inquisiciones, Alianza Editorial, Biblioteca de autor, Madrid 1997, p.159.
[10] FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, 29ª edición, México 1999, p. 5.


2 comentarios:

rolando aqui de nuevo dijo...

Parece muy simple el método como para que sea verosímil que produce las consecuencias indicadas. Porque el procedimiento es casi trivial: si el nombre de una cosa es X, sustituyelo por Y en todas las instancias de aparición de X. Si eso puede hacerse entonces X es equivalente a Y. Si la sintaxís no cambia, entonces la equivalencia es completa. Pero entonces si las situaciones sufren en efecto una dislocación como la indicada, es de eso de lo que se debe buscar una explicación, que no parece residir en el hecho de que podemos sustituir un nombre por otro. Pienso que si de verdad ocurren los efectos aludidos es porque la memoria es imperfecta; acostumbrada a una forma de denotación se resiste a cambiarla porque, como el consumismo capitalista, se ha sedimentado ya en la vida cotidiana.

Gonzalo Lizardo dijo...

Claro, el método es (demasiado) simple para ser "verosímil" si consideramos que consiste sólo en trastocar el nombre de las cosas. Para que funcione, se debe trastocar también la intención con que se trastocan los nombres: el Sistema de Babel presupone que el hombre sería más feliz buscando la incomprensión en vez de la comprensión. Basta con que cambiemos el nombre habitual (X) de la cosa por un nombre cada vez distinto (Y o W o Z o X') para que dejemos de entendernos y seamos felices por no entendernos.

Ahora que lo pienso, me imagino que eso es lo que buscamos en el mundo real aunque (por culpa de Babel) afirmemos creer lo contrario.