Marco Antonio Flores Zavala
Sin renunciar a la tradición y a las múltiples leyendas de sus antepasados, la masonería posee tres elementos básicos que la proyectan como sociabilidad moderna. Primero: es una asociación formal regulada por una estricta normatividad. Sus principios primigenios provienen del siglo XVIII y la redacción de los reglamentos es previa al ingreso de los integrantes. En las reuniones donde se llevan a cabo sus rituales, un manual escrito señala las pautas a seguir, lo que debe y puede realizarse.
Segundo: es una asociación que establece una relación social cerrada. Para la discusión de las formas de gobierno, los masones pueden expresarse a través de la voz y del voto. No obstante, ellos son los únicos que intervienen en sus ceremonias. Modelo liberal que proyecta al individuo como soberano de sus opiniones, que se consideran hermanos y se dan ese trato tanto al interior como al exterior de su congregación.
Tercero: las reuniones de los masones ocurren exclusivamente en la logia. La logia es una habitación que debe contener los elementos materiales necesarios (asientos, mesas, pódium, etcétera) para la permanencia de sus integrantes y el desarrollo de las ceremonias, y es decorada con alegorías (pinturas, esculturas, distribución de objetos y de personas) que representan el universo. En sus ceremonias, los masones portan varios objetos-insignias que simbolizan el proceso de perfeccionamiento del ser hombre, el deber cívico republicano. Templo, taller, santuario y escuela, funcionan como sinónimos de la palabra logia.
El fin explícito de la masonería es el estudio de la filosofía moral para conocer las prácticas de las virtudes. En sus reuniones, los masones “trabajan”. En Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Juan Paliza explica:
Conforme a este símbolo [el trabajo], los masones se denominan obreros y el conjunto de ellos se simboliza por la colmena, puesto que las abejas obreras son trabajadoras por excelencia. Estos trabajos masónicos se llevan a cabo “a la gloria del Gran Arquitecto del Universo”, o sea el albañil máximo, el sumo hacedor: Dios. Una lección de la masonería es ésta: “no hay culto más elevado que el trabajo”.[1]
La masonería se distingue de otras reuniones-tipo del siglo XVIII (tertulia, sociedad de amigos, club) porque todo en su haber y hacer es una simbolización. Y lo es desde sus orígenes medievales, aquello que se denomina masonería operativa, la de los constructores/alarifes de edificios. José Antonio Ferrer Benimeli afirma: “Los símbolos servían de regla aplicándolos al arte, y se tenía por distinguidos a quienes comprendían y los utilizaban convenientemente”.[2] Además del compás, la escuadra, el nivel y la regla, se encuentran los números tres, cinco, siete y nueve como reminiscencia pitagórica.
En Liturgia del grado de compañero, en una de las partes que forma el ritual de ascenso de aprendiz a compañero (segundo nivel de conocimiento masónico, aprendiz es el primero), el Muy venerable maestro dirigente de la logia interroga:
—¿Qué habéis comprendido por verdadera luz?
—¿Qué opinión os formáis acerca del simbolismo que usamos los masones?
—¿Creéis necesario ese simbolismo?[3]
Es importante señalar que los rituales y símbolos (tradicionales y de lectura) provienen de diversas corrientes de pensamiento, como los gnósticos, los cabalistas o los filósofos herméticos. En la cuestión cívica, espacio donde la logia ejerce su mayor influencia hacia el exterior, se encuentran las reflexiones de los ingleses Francis Bacon, John Locke, Anthony Collins y John Toland, principalmente.
Asentado que en la francmasonería todo es símbolo, atendamos un elemento: la luz.[4] Aunque la metáfora de la luz es la forma más antigua y universal que existe para referirse a la divinidad, los masones ostentan tal título porque han recibido la luz. En eso consiste precisamente la iniciación. Es necesario que alguien capacitado la transmita. Luego, la iniciación despierta la luz interior e ilumina. Es como el fruto de la unión del cielo con la tierra. El primer matrimonio entre el Creador y la criatura, como dirán los alquimistas.
El proceso de neófito a francmasón se “vive en la oscuridad”: viajes, interrogatorios, pruebas y sólo hasta al final se recibe la luz. Se pasa entonces de la noche, de las tinieblas, a la experiencia iniciática. “En ciega oscuridad entran quienes veneran la ignorancia, pero quienes se deleitan con el conocimiento entran en una oscuridad mayor”. En este tenor, existen dos noches: la vida profana y la iniciática, donde la oscuridad es total y se asemeja a la muerte. En la ceremonia, la recepción de la luz está precedida por esa muerte (testamento incluido), que sitúa al aspirante en un lugar donde la ausencia de luz es absoluta. Ha muerto voluntariamente, estado necesario para experimentar con provecho lo que vendrá: morir para renacer.
Pere Sánchez afirma: “Cuando un individuo es realmente iniciado y realiza su camino en el Arte Real, puede convertirse en la ‘luz del mundo’ y guiarlo hacia su regeneración”. Desde ahí, contempla las tres grandes luces del templo: la escuadra, el compás y el volumen de la Ley Sagrada, que en la masonería del Rito Escocés Antiguo y Aceptado está abierto por el prólogo del Evangelio de Juan. Este libro siempre está presente, pues la masonería localiza un tópico en él: la luz como manifestación del verbo, la palabra que debe ser reencontrada: “En el principio era la Palabra […] En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres […] La palabra era la luz verdadera […] y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (1, 1-14). Pere Sánchez confirma: “Estos primeros versículos de Juan contienen todo el misterio de la iniciación masónica y también su objetivo: recibir la luz de Dios”.
NOTAS
[1] PALIZA, Juan, Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Edición de autor, México, 1930, p. 22.
[2] FERRER BENIMELI, José Antonio, La masonería, Madrid, 2005, pp. 26-27.
[3] SÁNCHEZ FERRE, Pere, “La luz en la iniciación masónica”, Libro de trabajo, Madrid, 2002, pp. 103-135.
[4] Cfr., Ibid, pp. 107-117.
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