Hacia una tipología arquetípica de los personajes literarios
Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo
Entre todas las categorías del análisis narrativo, la noción del «personaje» es una de las más confusas y menos investigadas. Para remediar esa indefinición, Ducrot y Todorov delimitan cuatro categorías presentes dentro del «personaje literario»: como representación lingüística de una persona, como punto de vista de los sucesos, como un sujeto dotado de ciertos atributos, o como expresión de una psicología tácita. Con base en una o varias de estas categorías, se han ensayado diversas clasificaciones. Las tipologías formales analizan los atributos, la importancia y la complejidad de los personajes para distinguir a los estáticos de los dinámicos, a los principales de los secundarios, a los chatos de los densos. Las tipologías sustanciales, en cambio, los catalogan de acuerdo con sus funciones dramáticas o narrativas, como lo hace Propp cuando habla del agresor, el donante, el auxiliar, el padre, el mandante, el héroe y el falso héroe, o Greimas cuando determina las relaciones entre los actantes del relato: sujeto, objeto, emisor, destinatario, adversario, auxiliar. [1]
Las tipologías anteriores, cimentadas sobre el sentido literal del relato, podrían conducirnos a otras, tan complejas como lo exija la intención del lector o del crítico. En la literatura abundan los personajes que contienen potencialmente un sentido metafórico, simbólico o mítico. Los personajes homéricos de Ulises, Penélope y Telémaco, por ejemplo, más que representar a «personas» concretas, nos remiten a las figuras míticas del Padre ausente, la Madre que espera y el Hijo que busca. Podemos sospechar que ciertos relatos literarios, de manera más o menos implícita, ponen de manifiesto a esos «contenidos del inconsciente colectivo» que Carl Gustav Jung ha denominado «arquetipos»: esos tipos arcaicos y primitivos que reflejan la naturaleza del alma y ponen de manifiesto el estrato más profundo del inconsciente, un estrato que trasciende a los individuos, que es idéntico en todos ellos y «constituye así un fundamento anímico de naturaleza suprapersonal existente en todo hombre». [2]
De acuerdo con Jung y sus discípulos, existen tres arquetipos primordiales: el Anima, el Animus y la Sombra. El Anima es el arquetipo de la «vida», está relacionado con los elementos del agua y el aire, y se proyecta en forma femenina como madre o diosa, sirena o sacerdotisa. El Animus, es el arquetipo del «sentido», está relacionado con los elementos del fuego y la tierra, y se proyecta como padre o dios, ogro o rey. La Sombra, por su parte, está relacionada con la figura del doble, con «el otro lado» de la persona, «el otro yo» y, en general, con las cualidades y atributos desconocidos o poco conocidos del ego, así como con los «valores necesitados por la consciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlas en nuestra vida».[3] En el ejemplo citado de la Odisea, parece evidente que Ulises expresa literariamente al Animus, Penélope al Anima y Telémaco al hijo que busca su Sombra.
Ahora bien, parece obvio que estos arquetipos no se manifiestan en su forma pura sino modificados por una serie de arquetipos que «no son personalidades, sino más bien situaciones, lugares, medios, caminos, etcétera, típicos que simbolizan los distintos tipos de transformación».[4] Para visualizar en su conjunto estos arquetipos, Jung propone las imágenes del tarot. De acuerdo con sus criterios, estos arcanos expresarían diversas manifestaciones del Anima (como Sacerdotisa, Emperatriz, Fuerza, Justicia, Estrella o Templanza) o del Animus (como Hierofante, Emperador, Loco, Mago o Ermitaño), y el resto podrían representar transformaciones (la Muerte, el Diablo, el Camino, la Torre, el Juicio, la Fortuna) mediante las cuales cualquier arcano se asimila o se integra o se confunde con su Sombra. De ese modo, la Fuerza podría, por intervención del Diablo, fortalecer al Mago; por influjo de la Luna, la Emperatriz conocería la Templanza, y el Emperador, por un giro de la Fortuna, dejaría sus corona para vagar como el Loco.
El siguiente paso parece natural, casi inevitable: considerando el carácter polisémico del discurso literario, nada impide analizarlo a través de los conceptos de Jung, sobre todo cuando el texto insinúa contenidos míticos, alegóricos o inconscientes. En esos casos, podría estudiarse la esencia, los atributos y el comportamiento de los personajes literarios para ubicar, mediante analogías arquetípicas, cuáles arcanos habitan secretamente el interior del texto, así como responder de qué manera le otorgan un sentido adicional. A manera de ejemplo, podríamos estudiar un cuento de Inés Arredondo titulado «Wanda», incluido en su volumen Los espejos (1988).
Debido a su carácter netamente simbólico, Raúl puede ser asociado a dos cartas del tarot: el Amante, dividido entre dos posibilidades amorosas, y el Loco, extraviado y sin rumbo. Su transformación, sin embargo, depende de otro personaje, Wanda, que puede ser descrita a través de la Estrella y la Luna. Dos elementos pares o «gemelos» resaltan en estos últimos arcanos: en la Estrella, una mujer desnuda en la orilla de un riachuelo vierte agua de dos jarras rojas: una corre hacia el río, la otra es derramada hacia la tierra. En la Luna, dos perros ladran furiosos a la Luna. Al igual que la Estrella, Wanda también se muestra desnuda y expuesta en los sueños de Raúl, el joven protagonista del cuento. Esta desnudez transgrede de entrada con el estado habitual de los cuerpos: «el estar vestidos». Gracias a este atributo, y debido a que ninguna ropa la vincula con un determinado grupo social, Wanda se percibe como un ser libre y misterioso, en sutil contacto con la naturaleza. Su único vestido se teje a partir de los símbolos que la acompañan y le dan vida a lo largo del relato. De cabello largo y boca «hambrienta con calor de rosa», Wanda es agua pura, salada, que murmura y canta en un lenguaje desconocido, en un «idioma que se sentía tan antiguo como el mar».[5]
El mar, y todo lo que el mar implica en el cuento de Arredondo (las caracolas, la frescura, los peces, el calor, el silencio), configura el mundo onírico donde se suceden los encuentros amorosos entre Wanda y Raúl. Este plano encuentra su clara oposición con otro: el mundo de la tierra y de la vigilia, donde Raúl tiene una familia como cualquier otro y vive una vida parecida a la de cualquiera. Así entendidos, el mar y la tierra funcionan como dos fuerzas opuestas que se atraen y se rechazan mutuamente, a semejanza de las dos jarras rojas que sostiene la mujer en la Estrella. El mar nutre a la tierra. Ésta se deja nutrir. El mar fluye, atrae a la tierra a su centro. La tierra se deja fluir. Hay mucho de contención, de espesura y de nostalgia entre ambas fuerzas, de deseo por recuperar un tiempo perdido o un pasado mágico (mítico) que, ciertamente, alguna vez el hombre poseyó. Conocedora del peligro y de las consecuencias, Wanda echa a andar ambas fuerzas porque es «una sacerdotisa de la naturaleza [que] inicia la tarea de descubrir en los acontecimientos de la existencia terrenal un modelo que corresponda al designio celestial».[6] Por eso, el deseo contenido que experimenta Raúl durante la vigilia, y que lo lleva incluso a sugerir o a imaginar una relación incestuosa con su pequeña hermana, es el mismo deseo que se disemina entero en la infinitud del agua. Deseo que convoca, fertiliza y se reconforta en el oleaje profundo del mar, en Wanda y «los abismos del ahogo y del placer inconmensurables».[7]
Pero cuando el agua de la tierra se desborda, poderosa, hacia el agua del río, cuando se rompe el equilibrio y uno de los opuestos sobrepasa y contamina al otro es porque el arquetipo se transforma en su Sombra. En el cuento de Arredondo, este paso de un arcano a otro se representa en un momento clave de la historia: cuando Raúl olvida a Wanda para entregarse a las caricias de una prostituta. Fracturada la armonía ya no existe el retorno: es imposible que Raúl recupere su antigua capacidad de vuelo y de abandono. El papel sereno y apacible que inicialmente introduce la Estrella a la narración se rompe ante la presencia de la Luna, quien arrebata a la tierra su papel creativo y deja agotados y sin rumbo a sus habitantes, tal y como se encuentra Raúl después de la pérdida de Wanda.
Al mismo tiempo, la influencia de la Luna se entrelaza y recuerda a otros arquetipos y a otros mitos: a Diana, la diosa cruel y vengativa, y a Acteón transformado en siervo. La Wanda de Arredondo, la que se percibía tersa y suave, plena de mar y envuelta de poesía, es ahora severa e inflexible, muy parecida también a la Wanda de Leopold Sacher Masoch, en La Venus de las pieles. Este proceder deja a Raúl sin alternativas: como uno de los perros de la Luna, como Acteón-siervo, nadie puede escucharlo, nadie puede entenderlo. En adelante, «ha perdido el contacto con cualquier aspecto de su ser humano. Sumergido ahora en los niveles del reino animal está […] inmerso en el acuoso inconsciente […] Ninguna mano alcanza a prestarle ayuda, ninguna estrella ilumina su cielo».[8] En el cuento, el único camino es la muerte. Desde su garganta de bestia y a semejanza de Acteón, Raúl, a punto de morir ahogado de pulmonía, imagina que se acerca al mar y que recupera a Wanda por un instante. No es así. La transformación es definitiva: ambos se han convertido su respectiva Sombra. Por la mala elección de Raúl-Amante, Wanda-Estrella se transfigura en Wanda-Luna. Y por influjo de ésta, aquél se transforma en Raúl-Loco: atacado, como Acteón, por sus propios perros. Por ese par de perros que, en el arcano respectivo, le aúllan enfurecidos a Wanda, su Señora.
NOTAS
1. DUCROT, Oswald y TODOROV, Tzvetan, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México 1998, pp. 259-264.
2. JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós, Barcelona 2009, p. 10.
3. FRANZ, M. L. von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav (compilador), El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid 1966, p. 170.
4. JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, op. cit., p. 64.
5. Cfr. ARREDONDO, Inés, «Wanda», en Obras completas, Siglo XXI, México, 1998.
6. NICHOLS, Sallie, Jung y el Tarot, Kairós, Barcelona, 2005, p. 408.
7. ARREDONDO, Inés, op. cit., p. 216.
8. NICHOLS, Sallie, op. cit., p. 433.
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