(Si Bombal le dijera a Baudrillard)
Maritza M. Buendía
¿Qué oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento de contestación? Una autonomía, una diferencia, un deseo y un goce específicos, otro uso de su cuerpo, una palabra, una escritura –nunca la seducción. Ésta les avergüenza en cuanto puesta en escena artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real.
Jean Baudrillard, De la seducción
Hubo un tiempo (hace –en verdad– una infinidad de tiempo), cuando las mujeres gozábamos de una íntima relación con la naturaleza. Solíamos arrancar las frutas maduras de los árboles, y nos alimentábamos de los insectos o de la leche de las cabras. Vestidas de viento o de lluvia, vivíamos en grutas o en cuevas (poco importaba), y pisábamos la hierba fresca con nuestro pie descalzo. Era tan común que el agua de los ríos suspirara sin cesar por en medio de nuestras piernas o que los rayos del sol nos empujaran a abrir los brazos hacia el cielo para seguir caminando, para seguir existiendo.
Un tanto alegres o mareadas, después de la fatiga de la caza nos tirábamos encima del pasto, a la orilla del río, para permitir la caricia y el canto rodado de los guijarros. Para entonces, aún «ignorábamos que los seres embellecieran cuando reposan extendidos».[1] Casi al unísono, los sapos salían a nuestro encuentro. Oráculos ladinos, su enmienda era relatarnos nuestra última –y única– historia de amor: la que se inscribiría por siempre en las líneas y en las constelaciones de nuestra mano, la que se repetiría bajo el amparo de un eterno eco, de los labios de la madre a los labios de la hija. «Es muy posible desear morir», creíamos escuchar en el ronco croar de los sapos o en el aletear de las gaviotas, «porque se ama demasiado la vida».[2]
Tan plenas de colores, de sabores y de aromas, libremente, nos dejábamos caer en la inmensidad del sueño. Boca arriba, boca abajo. Y no, nunca advertimos la censura. ¿Pero qué culpa puede imputársele a la inocencia o al desarreglo de los sentidos si nuestro «único anhelo era estar solas para poder soñar, soñar a nuestras anchas»?, [3] ¿si sólo buscábamos desenredar con mesura y comedimiento cada uno de los pececillos, fosforescentes y diminutos, que como tercas peinetas se aferraban a lo largo de nuestro cabello?
Sí, nuestro cuerpo era hermoso y perfecto: brazos largos y blancos, piernas fuertes. «Alrededor de nosotras, la niebla prestaba a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva». [4] Éramos una nota de coincidencia que fácilmente se dejaba envolver entre los aromas tersos de la noche o en el insolente rocío de las mañanas. Era la magia de sabernos adivinas, brujas o vampiras, hadas o ninfas. ¿Acaso, en verdad, el nombre importa, si es «muy sabido que tanto en las mujeres como en los gatos, la curiosidad siempre triunfó por sobre toda otra pasión»? [5]
Convencidas de nuestra fuerza y misión, nuestra voluntad se concentraba en el capricho de un oscuro secreto: sabíamos del mar, de la tierra, de las palabras precisas, de los silencios, «del dolor cuya quemadura no se puede soportar». [6] Y así, fue imposible escuchar cualquier advertencia. «¿Por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?» [7]
Leíamos las manos de los hombres, las que permanecían envueltas de un fuego terso, y éramos capaces de enumerar el infinito a lo largo de sus pestañas. Y no sin quemarnos, predestinamos por siglos un destino común: un aquí, un ahora, un hombre que se va, un hombre que se queda. «Teníamos la sensación de vivir estremecidas». [8]
Porque sabíamos leer el trayecto de los caracoles y seguir el rumbo de las estrellas para predestinar el éxito de la cosecha. Porque levantábamos los brazos al cielo y nos dejábamos envolver por la calidez del aire. Porque la ingravidez de nuestra inconsciencia nos permitía la concreta búsqueda de nuestros deseos. Porque hacíamos infusiones de hierba madreselva para retener en nuestro pecho al hombre favorito. Porque
(…) del centro de nuestras entrañas nacía un hirviente y lento escalofrío que junto con cada caricia empezaba a subir, a crecer, a envolvernos en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarnos la garganta, cortarnos la respiración y sacudirnos para arrojarnos finalmente, exhaustas y desembriagadas, contra el lecho revuelto. [9]
Y muy al final, convocando con nuestra entraña y nervio, al silencio más puro y cristalino, de la conjunción del universo provocábamos la luna correcta –la entera, la plural, la infinita–. La luna que nos permitiría engendrar en nuestro vientre el calor de un amor recién nacido, recién comprado.
Sí, un algo «que podría salvarnos. Un hijo tal vez, un hijo que pesara dulcemente (…)»[10]
Entonces, ya no era necesario seguir muriendo.
NOTAS
[1] BOMBAL, María Luisa, La última niebla. La amortajada y otros relatos, Planeta, México, 1999, p. 15. Para un mejor uso de las citas se ha tomado la libertad de cambiar el uso del singular utilizado por Bombal al plural utilizado por la autora de este texto.
[2] Ibid, p. 18.
[3] Ibid, p. 23.
[4] Ibid, p. 43.
[5] Ibid, p. 59.
[6] Ibid.
[7] Ibid, p. 142.
[8] Ibid, p. 34.
[9] Ibid, p. 134.
[10] Ibid.
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