viernes, 28 de mayo de 2010

¿Historias, verdaderas?


Carmen Fernández Galán


...me decidí a mentir, pero, eso sí, con más honestidad
que los demás, ya que hay un extremo sobre

el cual diré la verdad, y es que voy a contar puras mentiras...
Escribo pues, sobre asuntos que jamás he visto,
aventuras que nunca he oído ni nadie me ha contado,
sobre cosas que no existen en absoluto
ni tienen visos de que puedan existir jamás.
Por lo que mis lectores harán bien
en no otorgarles crédito alguno.

Luciano de Samosata [1]


La principal preocupación de las ciencias humanas casi siempre ha sido metodológica pero en ocasiones también de objetos de estudio. La historia, como disciplina que aspira a grados mayores de objetividad y/o cientificidad, ha tenido que fundamentar su tarea constantemente, pero no sólo debe comprobar su utilidad en una época de razón instrumental, sino que debe justificarse dentro de un marco de institucionalización y burocratización de los saberes que, como advertía Weber, ha llevado a la paradójica situación de primero formar especialistas y luego buscar objetos de estudio. Así la historiografía puede, desde esta perspectiva, leerse como una historia de las modas (temas, marcos teóricos y metodologías). José Andrés Gallegos[2] da cuenta de la dispersión temática y de la fragmentación de saberes que dificultan la caracterización de la historia y complican la tarea de síntesis, llevando a los historiadores a la ultraespecialización que bloquea la perspectiva de la totalidad y la posibilidad de articular las investigaciones con otras áreas del saber humanístico, e incluso, no humanístico. Las preguntas a resolver son: ¿cómo lograr la síntesis ante la dispersión si de entrada el conocimiento histórico trata lo heterogéneo y la excepción a la regla? ¿Cómo conciliar azar e intención, y a su vez, intención y acción? ¿Cómo escapar a los fundamentalismos, llámese materialismo, cultura popular, etcétera?

La recreación del humanismo para Gallegos significa superación del historicismo, recuperación del libre albedrío, pero él mismo es consciente del peligro de caer en otro determinismo, por eso opta por jugar a lo posible, historia y literatura se acercan, una vez más entre tantas...

De los fundamentalismos que hay que escapar, Antonio Campillo[3] advierte uno en el que muchas de las ciencias humanas están entrampadas: la idea de progreso, sea como un regreso o como una negación (que es afirmación), pero que siempre implica formas de libertad escondidas bajo formas de dominación y viceversa. Campillo traza la genealogía del pensamiento moderno que ha oscilado entre lo que llama «tesis del sujeto» y «tesis de la historia» para tratar de conciliar estos polos, el de la voluntad y el del azar o la absoluta diferencia (lo histórico). Así propone sustituir la idea de progreso por la de variación, que implica una visión de la historia que rechace todo requisito de predicción, pues hasta las ciencias duras comienzan (en algunos campos) a reconsiderar el carácter predictivo del conocimiento científico.

Para evitar cualquier tipo de determinismo o fundamentalismo, al parecer las tendencias apuntan a la interdisciplinariedad, aunque ésta se ha entendido de varias maneras, por ejemplo, a partir de la revolución historiográfica francesa se dio un giro antropológico, otros hablan de giro lingüístico, otros exploran la relación entre literatura e historia, como Paul Ricoeur y Hyden White, y otros, como Peter Burke proponen un acercamiento a la sociología, pues ésta puede proporcionar categorías teóricas a un tipo de historia que se pierde en el detalle o en la enumeración de acontecimientos y compilación de fechas. Gallegos advierte que hay que hacer un manejo pertinente de las categorías sociales para no perder de vista la individualidad, que confronta constantemente discutiendo los conceptos de alienación e inconsciente colectivo que condujeron a un determinismo y anularon el libre albedrío, en la línea de Bordieu que refuta a Foucault la visión aplastante de los poderes y saberes institucionales confabulados, propone una fuerza desde abajo, o mejor, que lo colectivo es matizado individualmente, a lo que llama «individuación de lo colectivo»: hay que tener cuidado con las categorías colectivas y comenzar por lo individual.

Gallegos revela la crisis del pensamiento objetivo y propone una vuelta a la subjetividad y a un conocimiento que se cuestione a sí mismo: autorreferente. Su búsqueda de una síntesis de la historia (para superar la fragmentación) como la búsqueda de Campillo de una conciliación de dos tesis que han marcado el rumbo del pensamiento occidental, debe verse como un repliegue que dé pauta al cuestionamiento no ya del mundo, sino de la pregunta misma, un poco a la manera de Heidegger: ¿por qué el por qué? Esta autorreferencialidad es la que debe ordenar la historiografía, ya que el orden y la selección de datos dependen de la pregunta, ya March Bloch había propuesto que el punto de partida de toda investigación deben ser preguntas, pero preguntas pertinentes. Si se trata de fundamentos epistemológicos hay que ubicar entonces no el objeto de estudio, sino el lugar del observador.

Ya a principios del siglo XX las discusiones epistemológicas, sumadas a la revolución freudiana, habían llegado a la conclusión de que el problema de la formulación de las tesis o leyes científicas era un problema del lenguaje. El Círculo de Viena se preocupó por salvar el abismo entre habla cotidiana y lenguaje científico, así los enunciados de las ciencias eran aserciones que debían evitar toda ambigüedad, sin embargo, algunos de los que se formaron dentro de este marco del positivismo lógico resaltaron las virtudes de la ambigüedad y denunciaron, como Austin, la falacia descriptiva que excluía o consideraba pseudoaseveraciones o usos anómalos a los enunciados de la ficción, la estética, la ética, entre otros. Los filósofos del lenguaje ordinario (Wittgenstein, Austin, Grice) demostraron que un misma proposición puede ser verdadera o falsa atendiendo al contexto de enunciación, así es que no existen referentes sino usos referenciales y los significados pueden variar infinitamente, y casi todas nuestras enunciaciones son elípticas o agramaticales y la mayoría de la información la inferimos por nuestro conocimiento de mundo y por la voluntad de entendernos (lo que Grice llama «principio de cooperación»).

Junto a este giro pragmático hay que ubicar las implicaciones de una semiótica que se ocupa por estudiar todos los sistemas de comunicación, una semiótica que tiene sus raíces en la lingüística y en la lógica (Saussure y Peirce) y que con Greimas intenta constituirse en una teoría de la significación que da el salto de la semántica lingüística a la semántica discursiva para explicar el mecanismo de los textos como un proceso generativo, pero dejando totalmente fuera el contexto, trabajando desde la perspectiva estructural, con un texto cerrado. Sin embargo, la consecuencia de la empresa de Greimas fue, que gracias a que su teoría podría aplicarse o todo tipo de textos, se borrada toda especificidad de los mismos, es decir, ya no se podía distinguir entre un texto literario y uno no literario.

Relato: historia y ficción [4] de Paul Ricoeur parte de esa premisa al plantear que entre relato histórico y relato de ficción existe una estructura común y que lo único que los distingue son sus pretensiones referenciales, o mejor, sus pretensiones de verdad. Para el esclarecimiento de la historia como relato parte de dos obras de la historiografía francesa: Hempel quien propone un modelo prescriptivo y explicativo, y Braudel que distingue varios niveles temporales del análisis histórico y que da prioridad a las estructuras.

«La historia es el pasado siempre que éste sea conocido»,[5] la historia es una reconstrucción. Lo que los historiadores tienen por hecho no es lo dado sino más bien lo construido, incluso las fuentes están mediadas, institucionalizadas; además el historiador introduce categorías teóricas ajenas a la época que estudia. Si toda historia es relato, ¿en qué medida es ficción si todo es interpretación?

Las historias «verdaderas» y las historias ficticias tienen rasgos comunes en tanto actividad narrativa. Para Ricoeur todo relato combina dos dimensiones: secuencia (lo cronológico) y configuración (lo formal). Otra característica que comparten es el hecho de poseer un narrador (o varios) que adopta un punto de vista, aquí cabe enfatizar el problema del perspectivismo en la historia y el de narradores multiplicados en la literatura. ¿Quién habla y desde dónde? Esto nos conduce al mundo de las convenciones, profesionalización e institucionalización que le exige a la primera una adecuación referencial, mientras que a la segunda un pacto con el lector para que atienda a lo verosímil y no a lo verdadero.

Para analizar el relato de ficción Ricoeur critica las perspectivas estructuralistas que dieron prioridad a lo configuracional y descartaron el componente temporal sin el cual el relato deja de ser tal. Por lo tanto el desafío para la teoría literaria (o semiótica) es encontrar la conexión entre figura y secuencia, entre configuración y sucesión. Ya que Propp, pero sobre todo Greimas, pusieron la dimensión narrativa en juego al reducir las funciones o roles actanciales lo sintagmático para proyectarlo en lo paradigmático y caracterizar las transformaciones de un cuadrado de relaciones lógicas. También critica la propuesta de Bremond de la lógica de los posibles narrativos que fue un intento por encadenar devenires que corre el peligro de ser demasiado abstracta y de tomar por categorías universales las categorías empíricas.[6]

Otras teorías, de corte antropológico, como la de Scholes y Kellog, afirman que la tradición transmite formas sedimentadas al relato, pero, según Ricouer, los inconvenientes de esta crítica arquetípica es que puede conducir a esquematismos rígidos, como ocurre con Fyre en su Anatomía del criticismo.

Ricoeur recupera la noción de Wittgenstein de juegos de lenguaje para asir los modelos narrativos y la forma de vida implicada en ellos. Así puede distinguir entre historia y ficción por sus pretensiones referenciales: directas o indirectas. Para la historia los documentos o archivos son fuentes de verificación o falsación, en cambio «la imaginación no tiene hechos que demostrar». Sin embargo, es importante reconocer el componente de ficción en la narración histórica, que es una «reconstrucción imaginativa». Autores como White, han prestado la atención a este aspecto narrativo que es visto desde la semiótica, la hermenéutica, la poética... White intenta dar cuenta de la dimensión ideológica del conocimiento histórico y de sus implicaciones para el presente, para ello realiza una metahistoria, una investigación sobre la escritura de la historia. La historia es a la vez artefacto literario y representación de la realidad.[7]

La referencialidad implica necesariamente una reflexión sobre el concepto de mimesis, que no es simple imitación de la realidad, sino poesis, imitación creativa. Retomando a Aristóteles, Ricoeur sostiene que la mimesis es una reduplicación de la realidad, una metáfora de la misma. Quizá la diferencia entre historia y ficción es que la primera es imaginación reproductiva y la segunda, imaginación productiva.

Las ficciones reorganizan el mundo
en función de las obras y esas obras
en función del mundo.
[8]

Una obra literaria no es autorreferencial solamente, según afirmaba Jakobson, es más bien una obra con una referencia desdoblada, siempre hay referentes, y el carácter de escritura que permite a un texto traspasar tiempo y espacio conduce a la infinita recontextualización, a la infinita interpretación, los referentes se deslizan también en el tiempo y son atribuciones de los lectores.
Ricoeur en la construcción de una hermenéutica de la historicidad retoma las Confesiones de San Agustín, quien muestra la paradoja de que el tiempo no tiene ser, que descansa en la distensio animi, engendrada por la dialéctica entre recuerdo, espera y atención. La tesis que pretende sostener Ricoeur es que en el intercambio entre historia y ficción y sus pretensiones referenciales opuestas, nuestra historicidad es llevada al lenguaje:

¿no podríamos decir que la historia,
al abrirnos lo diferente, no abre lo posible,
mientras que la ficción, al abrirnos lo irreal,
nos lleva a lo esencial?
[9]

Si el orden es autorreferente, el historiador debe ser capaz de reconocer su propia historicidad por una parte y conciliar la historia narrativa e historia analítica, la corta y la larga duración, el cambio y la estructura. Los hechos son construcciones teóricas de las que el historiador debe trazar una causalidad (compleja), así los efectos son causa de causa porque son el punto de partida del historiador, pero también las huellas y las lagunas que implican un trabajo de reconstrucción de lo memorable para explicarnos a nosotros mismos.

Creo que en ciertos momentos del quehacer histórico (siglo XX) se dio privilegio a las estructuras y después la preocupación fue formular (o reformular) una teoría del cambio o de la discontinuidad como intentaron Burke y Foucault. Hoy la historia sigue ampliando su objeto de estudio, ya en el acercamiento antropológico, ya en la noción de pasado ¿se puede hacer entonces historia del presente?

Autorreferencial no significa sólo replantear objetos de estudio, sino prestar más atención al hecho de que todo conocimiento descansa sobre el lenguaje, la propuesta de White de examinar el carácter narrativo de la historia debe ampliarse para que sea capaz de especificar las convenciones que deben regir la hechura del relato. En esta reflexión sobre el lenguaje se hace imprescindible la recuperación de los enfoques pragmáticos y un cuidadoso acercamiento a las posturas deconstruccionistas que son más una actitud filosófica que una herramienta de trabajo, y por lo mismo especificar las características del género histórico al momento de trasladar categorías de la teoría literaria a la explicación de textos no narrativos.

La historiografía no debe ampliar su concepto de «narrativo» que destinaba para caracterizar un historicismo que se quedaba en crónica y no pasaba a la explicación. El componente narrativo debe verse desde los enfoques de la recepción, de los usos del relato histórico, para deslindar la ficción de la realidad, reconocer la mediación e intencionalidad tanto en la producción como en la apropiación del conocimiento. Al fin y a cabo la verdad es una mentira, y la objetividad es en realidad intersubjetividad.

Notas

[1] Luciano de Samosata, Diálogos-Historia Verdadera, Porrúa, México, 1991, p. 184.
[2] José Andrés Gallegos, Recreación del humanismo desde la historia, Actas, Madrid, 1994.
[3] Antonio Campillo, Adiós al progreso, Anagrama, Barcelona, 1985.
[4] Paul Ricoeur, Relato: historia y ficción, Dosfilos, México, 1994.
[5] Ibid, p. 37.
[6] Ibid, p. 77.
[7] Cfr. Ricoeur, op. cit., p. 86-88.
[8] Ibid, p. 93.
[9] Ibid, p. 108.


2 comentarios:

rolando aqui de nuevo dijo...

¿No es interesante que el pasado haya comenzado hace unos segundos?.
Para mi infortunio estuve leyendo "Les motes et les choses" hace unos días, intentando tomarle el gusto a la prosa de Foucault para descubrir, con asombro, que otros historiadores se vuelven ilegibles. Por ejemplo, William Coleman y su historia de la biologìa en el XIX o Stephen Brush y su historia de la teoría cinética de los gases.
Pero para la mayoría no es la narración que nos hace Foucault del surgimiento de la biología lo que resulta importante, sino su afirmación de la proxima "desaparición del hombre", o, por decirlo menos dramaticamente: la desaparición del "objeto" de las ciencias humanas.
Pero eso quizà es únicamente lo dramático, lo que logra acaparar atenciones. Lo interesante, lo que podemos suponer profundo, es su reiterada afirmación de que ya no somos griegos, ni cristianos, es decir: lo que llamamos cultura clásica es eso que ya dejamos de ser hace mucho, y que nada nos dice ya.
En una forma encontramos planteado el problema de la historia porque en gran medida Foucault propone un modelo de análisis histórico de los "enunciados", no de las proposiciones o las frases, no del campo de las ininitas posibilidades, sino de la rareza constitutiva de lo efectivamente dicho. Así, hace desfilar a Aldrovatti junto al Quijote para indicarnos que, así como Don Quijote dejo de leer el mundo para encontrarle sentido de acuerdo al modelo hermenéutico del renacimiento, y recupero la cordura, los naturalistas comenzarón a pensar de otra manera, dejando en el recuerdo las serpientes marinas y la magia natural, para forjar la cientificidad propia de Buffon y Von Linne. Pero eso solo es un paso, después, en un salto más que criticara sin cesar Larry Laudan, dejamos a Buffon en el olvido, sus obras se llenarán de polvo y penetraremos en la visión de Cuvier, encontraremos la VIDA.
Pero claro, esto es el modelo discontinuo, la imagen de los bloques macizos impenetrables que proliferan a lo largo del tiempo y el espacio y que nos atan, nos limitan, se erigen sobre nuestros cerebros haciendolos producir pensamientos adecuados, normalizados. ¿No se nota ahí la liga de la arqueología con la generalogía?, ¿del saber con el poder?.
Oh bueno, ya me extendi en cosas muy otras que de suyo nada tienen que ver con la literatura, o quizá sean, a fin de cuentas, una teoría sociológica de la literatura: Aldrovatti dejo de ser ciencia ¿qué es?, literatura: legenda, algo para ser leído. Buffon dejo de orientar la visión de la naturaleza ¿qué es?, el error màs craso, el ejemplo de un camino sellado para siempre a la verdad, o, quizá, literatura.
Si hemos aprendido que Sade es contemporaneo de Cuvier, que las "120 jornadas de Sodoma" son otra forma de las "Lecciones de anatomía comparada" de Cuvier, es porque trazamos, desde la atalaya de nuestro tiempo y espacio, una división de géneros: por allá, la litearatura, esa escandalosa necesidad de urdir imposibles, por acá, la ciencia, la verdad luminosa que nos estalla en la cara....en fin...

Carmen Fernández Galán Montemayor dijo...

La verdaderas historias son entonces las que la genealogía del poder dicta. Las clasificaciones del saber responden a la organización de la realidad, del orden que ocupan las palabras, porque las cosas ya están muy lejos.
Por eso hoy la filosofía y la historia se acercan cada vez al terreno de la metáfora y de la ficción, como en un principio.