sábado, 14 de mayo de 2011

El concepto de ciencia ficción en Darko Suvin, I


Rolando Alvarado




I.1. Hacia una definición del género


En el ensayo siguiente, dividido en tres entregas, se discuten las relaciones entre la poética de Darko Suvin y el formalismo ruso tomando como eje las críticas de Simon Spiegel y Carl H. Freedman en torno a la definición que Suvin elaboró para caracterizar la ciencia ficción (CF). En esta primera entrega se explican las objeciones de los autores citados, en la segunda se expondrá la posición de Suvin y en el tercero, la del formalismo.

La importancia de discutir una nueva propuesta de análisis de la CF no reside en mostrarla libre de máculas o, peor aún, como algo constantemente mal entendido que requiere ser enderezado, sino en traer a primer plano las contingentes relaciones entre la literatura y la ciencia. Relaciones que son invocadas de tiempo en tiempo como pertinentes para comprender la literatura. Como ejemplos de este tipo de análisis podemos citar dos estudios: el de William Powell Jones sobre la influencia del newtonianismo y la historia natural en la poesía inglesa del siglo XVIII,[1] y el de Martha A. Turner sobre la duradera influencia del mecanicismo en la novelística en lengua inglesa.[2]

En el libro de Jones se rastrea la influencia de la ciencia de Newton en la poesía inglesa del siglo XVIII. Se sabe del interés de Milton y Donne en la ciencia newtoniana, que todavía permitía una fusión con la religión, la magia y el misticismo, pero Jones rastrea la influencia en casi todo poeta de nota de ese período: Cowley, Dryden, Norris, hasta llegar al declive del entusiasmo con un poeta abiertamente anti-newtoniano: William Blake. Turner analiza la relación del mecanicismo (pensado como herencia del «Sistema del mundo» de Newton, y no de los autómatas cartesianos) en varios autores «realistas»: Jane Austen, D. H. Lawrence, Walter Scott, Charles Dickens y Joseph Conrad, y en una obra abiertamente de CF debida a Doris Lessing.

Lo importante en estos análisis no es definir el género, ya que éste se toma como algo dado o reconocible de inmediato, sino observar cómo, en las narraciones de los autores mencionados, funcionan una serie de posiciones dentro de una cosmovisión científica de fondo, asumiendo el hecho innegable de que, a partir de Newton, la visión científica del mundo se ha ganado un lugar prestigioso y autorizado en cuanto a la ontología y epistemología del ambiente empírico de cualquier autor. Situación a la que no puede escapar ningún novelista de ningún género.

En la CF no se ensaya una crítica de la ciencia o del mecanicismo inherente a la misma desde un afuera moral, sino desde la estrategia —diría Suvin— de postular un novum y seguir rigurosamente las consecuencias del mismo. La narración realista no tiene un novum que implique un extrañamiento ni necesita de una validación cognitiva porque, precisamente, los lectores pueden reconocerse de inmediato en ese mundo ficticio, donde las relaciones espacio temporales que dan forma a la ontología del mismo son, de inmediato, isomorfas a las del ambiente empírico de los lectores, si bien, en ocasiones, el autor codificará una cierta forma de visión científica de manera consciente o inconsciente. O, en el peor de los casos, una visión ideológica, complaciente y autoindulgente.

I.2. El novum y la cognición

En 1979, en su libro Metamorphoses of science fiction. On the poetics and history of a literary genre,[3] Darko Suvin definió la ciencia ficción como «un género literario cuyas condiciones necesarias y suficientes son la presencia del extrañamiento y la cognición, y cuyo recurso formal más importante es un marco imaginativo distinto del ambiente empírico del autor».[4]

Tal caracterización, que en la forma citada parece un galimatías que invita a oscurecerlo aún más, no menciona explícitamente el concepto clave de la poética de Suvin: el concepto de novum.[5] La cognición, que aparece como una de las condiciones de inclusión en el género, adquiere significado mediante la introducción del novum. El novum es la categoría mediadora entre el ambiente empírico del autor y la ontología básica del mundo ficticio postulado en la narración. La cognición indica el método de validación del novum. En específico, el novum puede ser un elemento discreto (un invento como la máquina del tiempo de Wells, o la teleportación neuronal de Bester), un evento (una fluctuación solar en el estilo de Ballard, o la toma del poder por el rey Utopos), o alguna otra cosa o situación que lleve a una reestructuración total de las relaciones espacio temporales de la narración (modificación del cronotopo).

Esa modificación de las relaciones espacio temporales es lo que modifica el ambiente empírico del autor y forma la base del extrañamiento que produce la narración de CF.

La categoría crítica de «extrañamiento», no la toma Suvin de Victor Shklovski, porque ya desde 1977, en el prefacio al número especial de SF Studies dedicado a la sociología de la CF[6] se había distanciado explícitamente del formalismo ruso citando las críticas al mismo de Jan Mukarovski. Esta distancia se volvió patente en los ensayos compilados en Positions and presuppositions in science fiction, de 1988.[7]

I.3. Las críticas básicas

Simon Spiegel[8] encuentra que el uso que hace Darko Suvin del concepto de extrañamiento es, cuando menos, ambiguo:

Suvin refiere explícitamente a Shklovski y Brecht sin distinguir propiamente entre estas dos tradiciones teóricas. En cambio, introduce el término extrañamiento en un dominio completamente nuevo cuando lo usa para designar un género […] Este punto central de la poética de Suvin esta pletórico de contradicciones.
[9]

En la ciencia ficción todo tipo de cosas maravillosas acontecen. La gente puede viajar en el tiempo, exceder la velocidad de la luz y hacer muchas otras cosas que, de acuerdo a nuestro conocimiento presente, nunca realizaremos en el mundo real. Contrariamente a la definición de Suvin estos actos maravillosos no son presentados a la manera de un extrañamiento, por el contrario, son racionalizados y hechos posibles.
[10]

Spiegel explica detalladamente lo que significan los conceptos de «ostranenie» para Victor Shklovski y «Verfremdung» para Bertold Bretch, argumentando que no solo no son idénticos en extensión entre sí, sino que tampoco son idénticos al término introducido por Suvin. Y no pueden serlo porque Suvin no distingue entre la ontología del mundo ficticio que introduce el autor —y que es el nivel en el que, según Spiegel, debería Suvin ubicar el extrañamiento— y los medios formales que aparecen en el texto mismo para presentar ese mundo ficticio. Tal distinción sería natural ya que tanto para Shklovski como para Bretch, a pesar de pertenecer a diferentes tradiciones teóricas y perseguir objetivos diferentes con la introducción del concepto, el extrañamiento es un medio estilístico, formal, en tanto que Suvin fusiona los dos aspectos: el formal y el ficcional al momento de introducir su noción de extrañamiento en el campo de la ciencia ficción.

Pero ello, continúa Spiegel, no es imputable del todo a Suvin: la narratología tradicional se queda en el nivel formal del texto y no introduce elementos para el análisis del mundo ficticio propiamente dicho. Introducida esta distinción, Spiegel trata de mostrar que, a nivel formal, se introduce una «familiarización», no un extrañamiento, quedando éste último limitado al nivel ficcional (el mundo ficticio es «extraño» después de todo). Pero el extrañamiento es solo la primera componente de la definición de Suvin. Respecto a la cognición, que es el segundo componente, Spiegel nos dice que «la cognición es más una parte del proceso perceptual; de hecho se vuelve una actividad del lector. Suvin, de nuevo, no distingue propiamente entre las propiedades de un texto y su(s) efecto(s) deseado(s)».[11]

Nuevamente, prosigue la crítica de Spiegel, con el término de «cognición» Suvin intersecta dos niveles diferentes: el nivel formal y el nivel receptivo. Asimismo, las características que Suvin predica del concepto de «cognición» son, en ocasiones, contradictorias. Citando a Gregory Renault, comenta Spiegel: «las muy mencionadas referencias a la “validación” por el “método científico” no son nunca explicadas, mucho menos documentadas».[12] Del análisis de Spiegel se desprende que la propuesta teórica de Suvin de definir al género de la ciencia-ficción por la presencia e interacción del extrañamiento y la cognición es, a lo menos, ambigua en cuanto a los conceptos que introduce. De manera particular, la crítica de Spiegel se apuntala en dos confusiones en las que incurre Suvin:

1.- Confunde el nivel formal (o de los medios técnicos de presentar el mundo ficcional) con el nivel diegético (o del mundo ficcional propiamente dicho), por lo que el concepto de extrañamiento es ambiguo.
2.- Confunde, nuevamente, el nivel formal con el nivel receptivo (o de la manera en que el texto es decodificado por el lector), por lo que, de nuevo, el concepto de cognición resulta ambiguo.

En base a estas críticas, Spiegel propone remediar las confusiones de Suvin —y presumiblemente las de los lectores del mismo— reemplazando el término general de «extrañamiento» por cuatro conceptos diferenciados:

3.-Naturalización (o normalizamiento de lo extraño)
4.-Defamiliarización (hacer extraño lo familiar, «extrañamiento» en el sentido de Shklovski)
5.-Extrañamiento diegético (cambio del mundo empírico al ficcional)
6.-Extrañamiento (el aspecto receptivo, el efecto en los lectores)


Introducidos estos conceptos, Spiegel articula la naturalización, la defamiliarización y el extrañamiento diegético para mostrar el proceso en el que toman parte mediante ejemplos tomados de películas de ciencia-ficción. Los procesos que muestra son variados, e incluso en uno de ellos es la defamiliarización la primera parte del mismo. Cosa que sorprende, dada la insistencia que mantiene Spiegel en sostener que es la naturalización el primer paso que toma el autor de los textos de ciencia ficción.

Según Spiegel, en la ciencia ficción se naturaliza lo maravilloso mediante recursos formales; y en ello es análogo el tratamiento a aquel que se hace en el cuento de hadas, que se diferencia de la ciencia ficción porque ésta última posee una «estética de la tecnología» y una naturalización formal del novum. Una vez naturalizado lo maravilloso, tienen lugar tanto la defamiliarización como el extrañamiento diegético. Hasta aquí llega Spiegel, quién ya no muestra el papel del extrañamiento (punto 6) en el proceso que describe.

Resulta entonces evidente que Suvin, cuando definió el genero de la ciencia ficción como: «un género literario cuyas condiciones necesarias y suficientes son la presencia y la interacción del extrañamiento y la cognición», dejo muchos cabos sueltos a pesar de sus prolijas explicaciones (o quizá precisamente por eso). Si el concepto de «extrañamiento» fue sometido a crítica por Spiegel, Carl Freedman[13] considera que el concepto de «cognición» manejado por Suvin implica recurrir, para discriminarlos, a elementos alejados de la literatura y del género, como la definición de «ciencia», o la exactitud del conocimiento científico (con su innegable historicidad). Como segunda objeción, señala que la definición de Suvin «sufre de un inmenso sacrificio en la descripción en favor de su fuerza eulogística», lo que ocasiona que muchos textos «pulp» sean excluidos de la ciencia ficción y se incluyan dentro del género textos alejados de esa influencia.

Freedman tiene una crítica adicional de carácter general: la definición de Suvin no debe ser vista como un filtro por el que solo atraviesan las obras puras. Los conceptos no son cajas, sino tendencias en la obra. Con esta idea de tendencia definirá el género de la ciencia ficción como aquel que agrupa las obras en las que se exhibe una «tendencia dominante» hacia el extrañamiento y la cognición. Así pues, Freedman ya no liga las obras a la caducidad histórica del conocimiento, sino a su «tendencia cognitiva». Resulta, sin embargo, muy ilustrativo lo que afirma Freedman del extrañamiento:

…refiere a la creación de un mundo ficcional alternativo que, por rechazo a tomar nuestro mundano ambiente como algo dado y definitivo, implícita o explícitamente realiza una interrogación críticamente extrañada de éste.[14]

…la construcción de un mundo alternativo es la definición de ficción: debido al carácter de la representación como un proceso no transparente que necesariamente involucra no solo similaridad, sino diferencia entre representaciones y su “referente”, un grado irreducible de alteridad y extrañamiento aparecerá incluso en la más realista de las ficciones imaginables.
[15]

Las críticas previas son el marco de la discusión con la poética de Suvin, ya que arrojan cuestiones sobre los elementos que la integran: el concepto de extrañamiento, de novum, de cognición, y, sobre todo, de la relación que mantiene la literatura con la ciencia. Por tanto es menester preguntarse, a la vez, si es el caso que efectivamente todas las confusiones que invoca Spiegel ocurren, si los conceptos introducidos por Suvin son ambiguos, si tiene relevancia considerar que las definiciones no son filtros, sino tendencias más o menos dominantes.

NOTAS:

1. JONES, William Powell, The rhetoric of science, Routledge, Londres 1966.
2. TURNER, Martha A., Mechanicism and the novel, Cambridge University Press, Londres 1993.
3. SUVIN, Darko, Metamorphoses of science fiction. On the poetics and history of a literary genre, Yale University Press, Londres 1979.
4. SUVIN, Darko, Metamorfosis de la ciencia ficción, FCE, México 1984, p. 30.
5. En el capitulo IV de la obra citada Suvin lo explica prolijamente, siendo ese capítulo apenas una reelaboración del artículo: «The state of the Art in Science Fiction Theory: Determining and Delimiting a Genre» [SF-Studies # 17, v 6, (1) 1979, p. 32-45]. Ahí analiza una amplia colección de documentos pertinentes a la delimitación del género de la CF que fueron omitidos en el libro.
6. SF-Studies # 13, v14 (3) 1977.
7. SUVIN, Darko, Positions and presuppositions in science fiction, Kent State University Press, Hong Kong 1988.
8. SF-Studies #106 v35 (3) Nov/2008 p. 369-387.
9. Íbid, p. 371.
10. Íbid.
11. Íbid, p. 373.
12. Íbid, p. 374.
13. FREEDMAN, Carl, Critical theory and science fiction, Wesleyan University Press, United States of America, 2000.
14. Íbid, p. 16.
15. Íbid, p. 21.

domingo, 17 de abril de 2011

La Estrella y la Luna


Hacia una tipología arquetípica de los personajes literarios

Maritza M. Buendía y Gonzalo Lizardo

Entre todas las categorías del análisis narrativo, la noción del «personaje» es una de las más confusas y menos investigadas. Para remediar esa indefinición, Ducrot y Todorov delimitan cuatro categorías presentes dentro del «personaje literario»: como representación lingüística de una persona, como punto de vista de los sucesos, como un sujeto dotado de ciertos atributos, o como expresión de una psicología tácita. Con base en una o varias de estas categorías, se han ensayado diversas clasificaciones. Las tipologías formales analizan los atributos, la importancia y la complejidad de los personajes para distinguir a los estáticos de los dinámicos, a los principales de los secundarios, a los chatos de los densos. Las tipologías sustanciales, en cambio, los catalogan de acuerdo con sus funciones dramáticas o narrativas, como lo hace Propp cuando habla del agresor, el donante, el auxiliar, el padre, el mandante, el héroe y el falso héroe, o Greimas cuando determina las relaciones entre los actantes del relato: sujeto, objeto, emisor, destinatario, adversario, auxiliar. [1]

Las tipologías anteriores, cimentadas sobre el sentido literal del relato, podrían conducirnos a otras, tan complejas como lo exija la intención del lector o del crítico. En la literatura abundan los personajes que contienen potencialmente un sentido metafórico, simbólico o mítico. Los personajes homéricos de Ulises, Penélope y Telémaco, por ejemplo, más que representar a «personas» concretas, nos remiten a las figuras míticas del Padre ausente, la Madre que espera y el Hijo que busca. Podemos sospechar que ciertos relatos literarios, de manera más o menos implícita, ponen de manifiesto a esos «contenidos del inconsciente colectivo» que Carl Gustav Jung ha denominado «arquetipos»: esos tipos arcaicos y primitivos que reflejan la naturaleza del alma y ponen de manifiesto el estrato más profundo del inconsciente, un estrato que trasciende a los individuos, que es idéntico en todos ellos y «constituye así un fundamento anímico de naturaleza suprapersonal existente en todo hombre». [2]

De acuerdo con Jung y sus discípulos, existen tres arquetipos primordiales: el Anima, el Animus y la Sombra. El Anima es el arquetipo de la «vida», está relacionado con los elementos del agua y el aire, y se proyecta en forma femenina como madre o diosa, sirena o sacerdotisa. El Animus, es el arquetipo del «sentido», está relacionado con los elementos del fuego y la tierra, y se proyecta como padre o dios, ogro o rey. La Sombra, por su parte, está relacionada con la figura del doble, con «el otro lado» de la persona, «el otro yo» y, en general, con las cualidades y atributos desconocidos o poco conocidos del ego, así como con los «valores necesitados por la consciencia, pero que existen en una forma que hace difícil integrarlas en nuestra vida».[3] En el ejemplo citado de la Odisea, parece evidente que Ulises expresa literariamente al Animus, Penélope al Anima y Telémaco al hijo que busca su Sombra.

Ahora bien, parece obvio que estos arquetipos no se manifiestan en su forma pura sino modificados por una serie de arquetipos que «no son personalidades, sino más bien situaciones, lugares, medios, caminos, etcétera, típicos que simbolizan los distintos tipos de transformación».[4] Para visualizar en su conjunto estos arquetipos, Jung propone las imágenes del tarot. De acuerdo con sus criterios, estos arcanos expresarían diversas manifestaciones del Anima (como Sacerdotisa, Emperatriz, Fuerza, Justicia, Estrella o Templanza) o del Animus (como Hierofante, Emperador, Loco, Mago o Ermitaño), y el resto podrían representar transformaciones (la Muerte, el Diablo, el Camino, la Torre, el Juicio, la Fortuna) mediante las cuales cualquier arcano se asimila o se integra o se confunde con su Sombra. De ese modo, la Fuerza podría, por intervención del Diablo, fortalecer al Mago; por influjo de la Luna, la Emperatriz conocería la Templanza, y el Emperador, por un giro de la Fortuna, dejaría sus corona para vagar como el Loco.

El siguiente paso parece natural, casi inevitable: considerando el carácter polisémico del discurso literario, nada impide analizarlo a través de los conceptos de Jung, sobre todo cuando el texto insinúa contenidos míticos, alegóricos o inconscientes. En esos casos, podría estudiarse la esencia, los atributos y el comportamiento de los personajes literarios para ubicar, mediante analogías arquetípicas, cuáles arcanos habitan secretamente el interior del texto, así como responder de qué manera le otorgan un sentido adicional. A manera de ejemplo, podríamos estudiar un cuento de Inés Arredondo titulado «Wanda», incluido en su volumen Los espejos (1988).

Debido a su carácter netamente simbólico, Raúl puede ser asociado a dos cartas del tarot: el Amante, dividido entre dos posibilidades amorosas, y el Loco, extraviado y sin rumbo. Su transformación, sin embargo, depende de otro personaje, Wanda, que puede ser descrita a través de la Estrella y la Luna. Dos elementos pares o «gemelos» resaltan en estos últimos arcanos: en la Estrella, una mujer desnuda en la orilla de un riachuelo vierte agua de dos jarras rojas: una corre hacia el río, la otra es derramada hacia la tierra. En la Luna, dos perros ladran furiosos a la Luna. Al igual que la Estrella, Wanda también se muestra desnuda y expuesta en los sueños de Raúl, el joven protagonista del cuento. Esta desnudez transgrede de entrada con el estado habitual de los cuerpos: «el estar vestidos». Gracias a este atributo, y debido a que ninguna ropa la vincula con un determinado grupo social, Wanda se percibe como un ser libre y misterioso, en sutil contacto con la naturaleza. Su único vestido se teje a partir de los símbolos que la acompañan y le dan vida a lo largo del relato. De cabello largo y boca «hambrienta con calor de rosa», Wanda es agua pura, salada, que murmura y canta en un lenguaje desconocido, en un «idioma que se sentía tan antiguo como el mar».[5]

El mar, y todo lo que el mar implica en el cuento de Arredondo (las caracolas, la frescura, los peces, el calor, el silencio), configura el mundo onírico donde se suceden los encuentros amorosos entre Wanda y Raúl. Este plano encuentra su clara oposición con otro: el mundo de la tierra y de la vigilia, donde Raúl tiene una familia como cualquier otro y vive una vida parecida a la de cualquiera. Así entendidos, el mar y la tierra funcionan como dos fuerzas opuestas que se atraen y se rechazan mutuamente, a semejanza de las dos jarras rojas que sostiene la mujer en la Estrella. El mar nutre a la tierra. Ésta se deja nutrir. El mar fluye, atrae a la tierra a su centro. La tierra se deja fluir. Hay mucho de contención, de espesura y de nostalgia entre ambas fuerzas, de deseo por recuperar un tiempo perdido o un pasado mágico (mítico) que, ciertamente, alguna vez el hombre poseyó. Conocedora del peligro y de las consecuencias, Wanda echa a andar ambas fuerzas porque es «una sacerdotisa de la naturaleza [que] inicia la tarea de descubrir en los acontecimientos de la existencia terrenal un modelo que corresponda al designio celestial».[6] Por eso, el deseo contenido que experimenta Raúl durante la vigilia, y que lo lleva incluso a sugerir o a imaginar una relación incestuosa con su pequeña hermana, es el mismo deseo que se disemina entero en la infinitud del agua. Deseo que convoca, fertiliza y se reconforta en el oleaje profundo del mar, en Wanda y «los abismos del ahogo y del placer inconmensurables».[7]

Pero cuando el agua de la tierra se desborda, poderosa, hacia el agua del río, cuando se rompe el equilibrio y uno de los opuestos sobrepasa y contamina al otro es porque el arquetipo se transforma en su Sombra. En el cuento de Arredondo, este paso de un arcano a otro se representa en un momento clave de la historia: cuando Raúl olvida a Wanda para entregarse a las caricias de una prostituta. Fracturada la armonía ya no existe el retorno: es imposible que Raúl recupere su antigua capacidad de vuelo y de abandono. El papel sereno y apacible que inicialmente introduce la Estrella a la narración se rompe ante la presencia de la Luna, quien arrebata a la tierra su papel creativo y deja agotados y sin rumbo a sus habitantes, tal y como se encuentra Raúl después de la pérdida de Wanda.

Al mismo tiempo, la influencia de la Luna se entrelaza y recuerda a otros arquetipos y a otros mitos: a Diana, la diosa cruel y vengativa, y a Acteón transformado en siervo. La Wanda de Arredondo, la que se percibía tersa y suave, plena de mar y envuelta de poesía, es ahora severa e inflexible, muy parecida también a la Wanda de Leopold Sacher Masoch, en La Venus de las pieles. Este proceder deja a Raúl sin alternativas: como uno de los perros de la Luna, como Acteón-siervo, nadie puede escucharlo, nadie puede entenderlo. En adelante, «ha perdido el contacto con cualquier aspecto de su ser humano. Sumergido ahora en los niveles del reino animal está […] inmerso en el acuoso inconsciente […] Ninguna mano alcanza a prestarle ayuda, ninguna estrella ilumina su cielo».[8] En el cuento, el único camino es la muerte. Desde su garganta de bestia y a semejanza de Acteón, Raúl, a punto de morir ahogado de pulmonía, imagina que se acerca al mar y que recupera a Wanda por un instante. No es así. La transformación es definitiva: ambos se han convertido su respectiva Sombra. Por la mala elección de Raúl-Amante, Wanda-Estrella se transfigura en Wanda-Luna. Y por influjo de ésta, aquél se transforma en Raúl-Loco: atacado, como Acteón, por sus propios perros. Por ese par de perros que, en el arcano respectivo, le aúllan enfurecidos a Wanda, su Señora.


NOTAS

1. DUCROT, Oswald y TODOROV, Tzvetan, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México 1998, pp. 259-264.
2. JUNG, Carl Gustav, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós, Barcelona 2009, p. 10.
3. FRANZ, M. L. von, «El proceso de individuación», en JUNG, Carl Gustav (compilador), El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid 1966, p. 170.
4. JUNG, Carl Gustav,
Arquetipos e inconsciente colectivo, op. cit., p. 64.
5. Cfr. ARREDONDO, Inés, «Wanda», en Obras completas, Siglo XXI, México, 1998.
6. NICHOLS, Sallie, Jung y el Tarot, Kairós, Barcelona, 2005, p. 408.
7. ARREDONDO, Inés, op. cit., p. 216.
8. NICHOLS, Sallie, op. cit., p. 433.


viernes, 1 de abril de 2011

Y como símbolo, la luz


Marco Antonio Flores Zavala


Sin renunciar a la tradición y a las múltiples leyendas de sus antepasados, la masonería posee tres elementos básicos que la proyectan como sociabilidad moderna. Primero: es una asociación formal regulada por una estricta normatividad. Sus principios primigenios provienen del siglo XVIII y la redacción de los reglamentos es previa al ingreso de los integrantes. En las reuniones donde se llevan a cabo sus rituales, un manual escrito señala las pautas a seguir, lo que debe y puede realizarse.

Segundo: es una asociación que establece una relación social cerrada. Para la discusión de las formas de gobierno, los masones pueden expresarse a través de la voz y del voto. No obstante, ellos son los únicos que intervienen en sus ceremonias. Modelo liberal que proyecta al individuo como soberano de sus opiniones, que se consideran hermanos y se dan ese trato tanto al interior como al exterior de su congregación.

Tercero: las reuniones de los masones ocurren exclusivamente en la logia. La logia es una habitación que debe contener los elementos materiales necesarios (asientos, mesas, pódium, etcétera) para la permanencia de sus integrantes y el desarrollo de las ceremonias, y es decorada con alegorías (pinturas, esculturas, distribución de objetos y de personas) que representan el universo. En sus ceremonias, los masones portan varios objetos-insignias que simbolizan el proceso de perfeccionamiento del ser hombre, el deber cívico republicano. Templo, taller, santuario y escuela, funcionan como sinónimos de la palabra logia.

El fin explícito de la masonería es el estudio de la filosofía moral para conocer las prácticas de las virtudes. En sus reuniones, los masones “trabajan”. En Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Juan Paliza explica:

Conforme a este símbolo [el trabajo], los masones se denominan obreros y el conjunto de ellos se simboliza por la colmena, puesto que las abejas obreras son trabajadoras por excelencia. Estos trabajos masónicos se llevan a cabo “a la gloria del Gran Arquitecto del Universo”, o sea el albañil máximo, el sumo hacedor: Dios. Una lección de la masonería es ésta: “no hay culto más elevado que el trabajo”.[1]

La masonería se distingue de otras reuniones-tipo del siglo XVIII (tertulia, sociedad de amigos, club) porque todo en su haber y hacer es una simbolización. Y lo es desde sus orígenes medievales, aquello que se denomina masonería operativa, la de los constructores/alarifes de edificios. José Antonio Ferrer Benimeli afirma: “Los símbolos servían de regla aplicándolos al arte, y se tenía por distinguidos a quienes comprendían y los utilizaban convenientemente”.[2] Además del compás, la escuadra, el nivel y la regla, se encuentran los números tres, cinco, siete y nueve como reminiscencia pitagórica.

En Liturgia del grado de compañero, en una de las partes que forma el ritual de ascenso de aprendiz a compañero (segundo nivel de conocimiento masónico, aprendiz es el primero), el Muy venerable maestro dirigente de la logia interroga:

—¿Qué habéis comprendido por verdadera luz?
—¿Qué opinión os formáis acerca del simbolismo que usamos los masones?
—¿Creéis necesario ese simbolismo?
[3]

Es importante señalar que los rituales y símbolos (tradicionales y de lectura) provienen de diversas corrientes de pensamiento, como los gnósticos, los cabalistas o los filósofos herméticos. En la cuestión cívica, espacio donde la logia ejerce su mayor influencia hacia el exterior, se encuentran las reflexiones de los ingleses Francis Bacon, John Locke, Anthony Collins y John Toland, principalmente.

Asentado que en la francmasonería todo es símbolo, atendamos un elemento: la luz.[4] Aunque la metáfora de la luz es la forma más antigua y universal que existe para referirse a la divinidad, los masones ostentan tal título porque han recibido la luz. En eso consiste precisamente la iniciación. Es necesario que alguien capacitado la transmita. Luego, la iniciación despierta la luz interior e ilumina. Es como el fruto de la unión del cielo con la tierra. El primer matrimonio entre el Creador y la criatura, como dirán los alquimistas.

El proceso de neófito a francmasón se “vive en la oscuridad”: viajes, interrogatorios, pruebas y sólo hasta al final se recibe la luz. Se pasa entonces de la noche, de las tinieblas, a la experiencia iniciática. “En ciega oscuridad entran quienes veneran la ignorancia, pero quienes se deleitan con el conocimiento entran en una oscuridad mayor”. En este tenor, existen dos noches: la vida profana y la iniciática, donde la oscuridad es total y se asemeja a la muerte. En la ceremonia, la recepción de la luz está precedida por esa muerte (testamento incluido), que sitúa al aspirante en un lugar donde la ausencia de luz es absoluta. Ha muerto voluntariamente, estado necesario para experimentar con provecho lo que vendrá: morir para renacer.

Pere Sánchez afirma: “Cuando un individuo es realmente iniciado y realiza su camino en el Arte Real, puede convertirse en la ‘luz del mundo’ y guiarlo hacia su regeneración”. Desde ahí, contempla las tres grandes luces del templo: la escuadra, el compás y el volumen de la Ley Sagrada, que en la masonería del Rito Escocés Antiguo y Aceptado está abierto por el prólogo del Evangelio de Juan. Este libro siempre está presente, pues la masonería localiza un tópico en él: la luz como manifestación del verbo, la palabra que debe ser reencontrada: “En el principio era la Palabra […] En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres […] La palabra era la luz verdadera […] y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (1, 1-14). Pere Sánchez confirma: “Estos primeros versículos de Juan contienen todo el misterio de la iniciación masónica y también su objetivo: recibir la luz de Dios”.

NOTAS

[1] PALIZA, Juan, Lo que no debe ignorar el aprendiz de masón, Edición de autor, México, 1930, p. 22.
[2] FERRER BENIMELI, José Antonio, La masonería, Madrid, 2005, pp. 26-27.
[3] SÁNCHEZ FERRE, Pere, “La luz en la iniciación masónica”, Libro de trabajo, Madrid, 2002, pp. 103-135.
[4] Cfr., Ibid, pp. 107-117.


miércoles, 9 de marzo de 2011

«Sistema de Babel»: Las lenguas artificiales y las transgresiones semánticas


Gonzalo Lizardo


Un breve cuento de Salvador Elizondo, titulado «Sistema de Babel», nos propone un peculiar experimento lingüístico. Cansado del lenguaje natural —que le resulta mortalmente aburrido a causa de su precisión y eficiencia—, el narrador implementa entre su familia una nueva lengua que consiste en llamar a las cosas con un nombre distinto al habitual —de preferencia su contrario. El experimento tiene un objetivo lúdico: abatir la habitual monotonía de nuestro lenguaje denotativo, infringiendo la habitual relación que el vulgo establece entre los significados y los significantes.

Basta con no llamar a las cosas por su nombre para que adquieran un nuevo, insospechado sentido que las amplifica o recubre con el velo de misterio de las antiguas invocaciones sagradas. Se vuelven otras, como dicen. Llamadle flor a la mariposa y caracol a la flor; interpretad toda la poesía o las cosas del mundo en los términos de este trastocamiento o de esa exégesis; cortad el ombligo serpentino que une a la palabra con la cosa y encontraréis que comienza a crecer autónomamente, como un niño; florece luego y madura cuando adquiere un nuevo significado común y transmisible.[1]

Como resultado de este nuevo sistema, toda la familia se vuelve más feliz, pues el mundo adquiere, ante sus ojos, un nuevo matiz de misterio: «un perro que ronronea es más interesante que cualquier gato; a no ser que se trate de un gato que ladre, claro».[2] En consecuencia, la familia se dedica a difundir la nueva lengua y el narrador se entretiene con su mujer diciendo una cosa por otra hasta que consiguen redondear «una frase sin sentido perfecta».[3] Con un experimento semántico muy sencillo, el narrador ha creado un «lenguaje artificial»: un sistema lingüístico que prefiere el caos por encima del orden, con lo cual transgrede toda una tradición occidental —según la cual, el orden es requisito de la felicidad y el caos, garantía de la desdicha.


Para comprender esta tradición podemos remontarnos al Génesis. Ahí está escrito que Yaveh fue el primer poeta, pues creó el mundo usando la palabra: pronunciando los nombres que, ilocutoriamente, le dieron consistencia ontológica al cosmos. Por eso, al formar a Adán como rey de la creación, le encomendó una tarea similar: la de conferir nombre a todos los animales y cosas del mundo. Los exégetas bíblicos han supuesto desde siempre que Adán y Eva, así como su descendencia, hablaron un lenguaje único y perfecto, donde las palabras coincidían con las cosas. Ese estado de gracia terminó cuando algunos hombres, envalentonados por su habilidad constructora, quisieron construir una torre tan alta para desafiar a Yaveh.[4] En vez de castigarlos con una plaga o una lluvia de fuego, Dios los castigó con una penitencia sutil pero perpetua: confundiendo sus lenguajes, consiguió que los hombres no pudieran más ponerse de acuerdo entre sí y que abandonaran, en consecuencia, sus sacrílegos proyectos arquitectónicos.

La Torre de Babel parece enseñarnos que la multiplicidad lingüística es un castigo divino, fuente de la infelicidad humana. Inspirados por esa pesimista moraleja, algunos lingüistas se han propuesto restablecer el idioma adánico que eliminaría las redundancias, irregularidades, equívocos y ambigüedades propias de las lenguas naturales —como también lo busca el fanático religioso que protagoniza Ciudad de cristal de Paul Auster.[5] Esta búsqueda ha seguido dos rutas distintas. Para entenderlas mejor, debemos aceptar que toda lengua natural se compone por dos planos: el plano de la expresión (conformado por el léxico, la fonología y la sintaxis) y el plano del contenido (constituido por el universo de conceptos susceptibles de ser expresados). Como se muestra en la figura siguiente, cada uno de los planos puede descomponerse, además, en forma y en sustancia, las cuales resultan de la organización específica de un continuum.



De acuerdo con este modelo, propuesto inicialmente por Louis Hjelmslev,[6] las lenguas artificiales podrían dividirse en dos tipos: las formuladas a priori y a posteriori. Las primeras consideran que, antes de elaborar una nueva forma de la expresión es necesario delimitar una forma del contenido más eficiente. En cambio, las lenguas a posteriori no se preocupan por reelaborar la forma del contenido sino, simplemente, en «elaborar un sistema de la expresión lo suficientemente fácil y flexible como para poder expresar los contenidos que las lenguas naturales expresan normalmente».[7] Un ejemplo clásico de lenguaje a posteriori sería el esperanto, mientras que el más célebre de los lenguajes a priori fue el que formulara, en 1668, el inglés John Wilkins.

En su libro capital —Essay towards a Real Character, and a Philosophical Language— Wilkins divide el universo sensible en 40 Géneros mayores, dividido en 251 Diferencias peculiares, hasta derivar 2030 Especies. Una vez organizada así la forma del contenido, Wilkins le atribuye a cada Género un ideograma (con una pronunciación específica) que puede ser modificado con barras, ángulos y otros signos para precisar las oposiciones, adverbios, conjunciones y demás sutilezas gramaticales. Sin embargo, además del enorme esfuerzo que exigiría memorizarlos, estos nombres no alcanzan a elaborar las frases que cualquier lengua natural podría formular con facilidad y, para colmo, la mayoría de los verbos se quedan sin traducción: aunque Wilkins fue muy minucioso para catalogar el universo de las cosas, no alcanzó a clasificar el de las acciones.

A contrapelo de Wilkins, el narrador de «Sistema de Babel» no se propone reorganizar la forma del contenido, sino transgredir la forma de la expresión. Más aún, dentro de esta misma forma, el narrador respeta la sintaxis de los enunciados, y la semántica de los verbos, los adverbios, los adjetivos, o las proposiciones. En realidad, lo único que pervierte es el significado de los sustantivos, con lo cual realiza una infracción semántica limitada, un desplazamiento semántico más radical que la simple metáfora, en tanto que cambia el nombre de las cosas por su contrario. Pero esta transgresión, aunque limitada, es suficiente para inducir, en todo el sistema lingüístico, una alteración pragmática radical.

Con el fin de explicar esta alteración pragmática, la figura siguiente compara el «Lenguaje Filosófico» de John Wilkins con el «Sistema de Babel» de Salvador Elizondo, usando el cuadrado lógico de Aristóteles[8] para mostrar su sistema de oposiciones semánticas. El antagonismo, aunque sutil, no podría ser más radical. Ambos parten de un estado inicial «infeliz» (el lenguaje natural) y ambos persiguen un estado final «feliz» (sus respectivos lenguajes artificiales). Lo que enfrenta a sus sistemas son sus premisas: para Wilkins la infelicidad es causada por el «caos» y por la «equivocidad» del lenguaje natural; mientras que para Elizondo, por el contrario, la infelicidad es ocasionada por el excesivo «orden» y «univocidad» de ese mismo lenguaje natural.



El antagonismo se amplía si consideramos que ambos «sistemas» circulan en sentidos contrarios: Wilkins quiere reordenar el cosmos para que los hombres se comuniquen unívocamente y así conquisten la felicidad. Su fracaso, pese a tan buenas intenciones, se produce porque su «Lenguaje Filosófico» resulta tan equívoco como el lenguaje natural. Borges atribuye este fracaso a la deficiente e insostenible forma que Wilkins le impuso al contenido —aunque su error era inevitable, pues «no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el universo».[9] O, para explicarlo con las palabras de Foucault, «Cuando levantamos una clasificación reflexionada, cuando decidimos que el perro y el gato se asemejan menos que dos galgos, […] ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza?».[10]

A contrapelo de Wilkins, Elizondo trastrueca la relación del significado y el significante para que la comunicación entre los hombres se vuelva todavía más equívoca y así conquisten la felicidad. Pese a tan malas intenciones, su experimento triunfa porque su «Sistema de Babel» —fiel a su principio de transgresión semántica— exige la equivocidad como requisito para llegar a ser feliz: si no podemos evitar el error, habrá que divertirse con él.

Si aplicamos este babélico sistema a la lectura de «Sistema de Babel», entonces los equívocos se multiplican al infinito —y, con ellos también «nuestra felicidad». En el ejemplo que propone el narrador («Esos tigres que revolotean en su jaulita colgada del muro, junto al geranio»), se podrían sustituir los sustantivos por otros nombres contradictorios, contrarios o subcontrarios, para obtener, entre muchas otras posibilidades, las siguientes «traducciones»:

a) «Esos tigres que revolotean en su pastizal colgado de la montaña, junto al baobab»,
b) «Esos insectos que revolotean en su corola colgada de la ventana, junto al azadón» y
c) «Esos gorriones que revolotean en su jaulita colgada del muro, junto al geranio».

Aunque los tres enunciados resultarían más o menos verosímiles y más o menos metafóricos, gracias a las premisas del «Sistema de Babel», conoceríamos de antemano —sin margen de error— que las tres son erróneas, falsas, sinsentido. En ninguno de los tres casos nos quedaría incertidumbre y la posesión de esta certeza irrefutable nos llenaría de felicidad. Es decir: en tanto no podemos alcanzar el sentido total y unívoco, bendigamos la maldición de Babel, y divirtámonos con las infinitas posibilidades del equívoco, gracias a un lenguaje que ha alcanzado la perfección del sinsentido.

NOTAS:

[1] ELIZONDO, Salvador, «Sistema de Babel», en Obras, Tomo dos, El Colegio Nacional, México 1994, p. 135). Este párrafo conjuga una intrincada serie de referencias: el ejemplo de la flor remite a Mallarmé (cuando exigía a los poetas que no hablaran de la flor concreta, sino de la flor ideal, la ausente de todos los racimos) y a Vicente Huidobro (cuando manifiestó, en su poema Arte poética, su confianza en el poder ilocutorio de la creación poética). Además, el experimento de Elizondo convalida la definición que hizo Octavio Paz de la «operación» poética: «El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y menesteres habituales: separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven únicos, como si acabasen de nacer» (PAZ, Octavio, El arco y la lira, FCE, México 1972, p. 38).
[2]
ELIZONDO, Salvador, «Sistema de Babel»,en Op. cit., pp. 135-136.
[3] Íbid, p. 136.
[4] Génesis 11, 4-9.
[5] AUSTER, Paul, Ciudad de cristal, Anagrama, Barcelona 1997.
[6] HJELMSLEV, Louis, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid 1974.
[7] ECO, Umberto, La búsqueda de la lengua perfecta, Grijalbo-Mondadori, Barcelona 1997, p. 276.
[8] DUCROT, OSWALD, Y TODOROV, TZVETAN, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, 20ª edición, México 1998, p. 140.
[9] BORGES, Jorge Luis, Otras inquisiciones, Alianza Editorial, Biblioteca de autor, Madrid 1997, p.159.
[10] FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, 29ª edición, México 1999, p. 5.


jueves, 24 de febrero de 2011

Ecos de Eloísa. Semántica de la espera y de la inútil paciencia.


Maritza M. Buendía






Es pues
un enamorado
el que habla
y dice...
Roland Barthes[1]


1. (BREVES) FUNDAMENTOS PARA UNA SEMÁNTICA

El tiempo de los amantes es el tiempo de la espera. Anterior al encuentro y a la fusión de los cuerpos, lo que en apariencia fracturaría el mundo de las obligaciones para albergar la presencia del mito, la espera se traduce en uno de los elementos o figuras que pone a prueba nuestra decidida naturaleza humana; es decir, nuestra elección por lo profano –herencia o estigma– matizado siempre por el anhelo o la esperanza de acariciar lo absoluto. En específico, al interior de una relación amorosa, el enamorado se desviste de cualquier rasgo de pudor y en un acto que sólo evidencia su capacidad de arrojo, deposita lo sagrado en la persona amada, en cuanto de luminoso y eterno es capaz de vislumbrar en ella. Templo y altar de su devoción.
A partir de ello, y como resultado de los constantes periodos de paz y de desasosiego por los que transita, el enamorado confabula un discurso en fragmentos, donde los trozos de palabras se mezclan con el instinto y el esfuerzo por querer dar un nombre a aquello que atormenta en una clara intención de conceptualizar al sentimiento.
Roland Barthes explica:

Dis-cursus es, originalmente, la acción de correr de aquí y allá (…) En su cabeza, el enamorado no cesa en efecto de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos de lenguaje, que le sobrevienen al capricho de circunstancias ínfimas, aleatorias. Se puede llamar a estos retazos de discurso figuras (…) Así sucede con el enamorado presa de sus figuras: se agita en un deporte un poco loco, se prodiga, como el atleta; articula, como el orador; se ve captado, congelado en un papel, como una estatua. La figura es el enamorado haciendo su trabajo.[2]

El lenguaje del enamorado se sustenta en figuras inconexas, mismas que, paradójicamente, buscan conjuntarse en una totalidad significante. Relato de un sentir y de un actuar que se ampara en el deseo de favorecer –él también y a través de su propia hilaridad– la presencia de lo sagrado. De tal suerte, las cualidades que califican al tiempo de la espera y que constituyen su esencia, lo vinculan a otro estrato, a la creación de un nuevo mito que se engendra, despliega o prolonga siempre de uno anterior: el mito del amor. Entonces, sumido en su entrega, el enamorado escribe: “La separación de nuestros cuerpos aproximó nuestros corazones más aún; nuestro amor, privado de todo consuelo, se acrecentó”.[3]

2. LA NATURALEZA DE LA ESPERA Y DE LA INÚTIL PACIENCIA

Estoy sentada en un café. Observo el reloj que cuelga de la pared. Comparo la hora con mi reloj, quizá el mío está adelantado. Cinco minutos son importantes, cinco minutos hacen la diferencia. La puerta se abre. Cualquier persona que entra, hombre o mujer, me provoca un sobresalto: unas cejas arqueadas y tupidas (un gesto), un batir de manos en el aire (un movimiento), una camisa azul (un color). Descubro que soy propensa a la exageración. Con facilidad sobredimensiono el más mínimo detalle para atribuirle a otro un parecido con la persona amada. Y la simpleza de ese acto –a pesar de su ingenuidad– me estremece. “¿Quién, me pregunto, cuando tú aparecías en público, no acudía a mirarte, y cuando te alejabas no te seguía con los ojos, estirando el cuello?”[4]

Una vez disipada la incertidumbre, el momentáneo desarreglo de mis sentidos regresa a la compostura… Aunque, desde la ventana, todos los autos blancos se parezcan al de él. “Tú sabes, amado mío, y lo saben todos los demás, cuánto he perdido en ti”.[5]

No puedo ni debo moverme. Estoy sentada en el último reservado, al fondo, en el lugar menos llamativo, en el más arrinconado. “La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme”.[6] Me incomoda que los otros adivinen mi impaciencia, que interroguen con la mirada. ¿Acaso no ven que estoy atada a la silla? Tal vez me he desmayado… Tal vez empecé a morir...

Encima de la mesa escucho el silencio de mi celular. Debe llamar. Debería. Eso es lo lógico, lo cortés: Mira, se me ha hecho tarde –y dejarme fluir en su cálida voz. Sí, el tráfico, los imponderables. Por enésima ocasión, reviso mi celular: batería bien, memoria suficiente, tono normal. ¿Por qué no llama? Justo ahora envisto a mi celular de pequeñas interdicciones que soy apta de extender hasta la necedad o el desvarío. Nadie, en lo absoluto, puede tocar mi celular; nadie debe contaminarlo, ni siquiera yo. ¿Y si por un error involuntario activo una función que me impida luego recibir noticias suyas? No puedo distraerme: no como, no tengo cabeza para leer, no voy al baño. Sé qué sufriré lo indecible si alguien más me llamara por teléfono. “A veces, quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado”.[7] Nada ni nadie puede sacarme del estado en que me encuentro: deliro, espero. Sólo existe mi espera y mi delirio.

La naturaleza misma de la espera aguarda a que yo me sumerja en la angustia. En consecuencia, suplico al viento por un mensaje de texto: “Te conjuro a devolverme tu presencia, en la medida en que te sea posible, enviándome algunas palabras de consuelo”.[8] La magia de unas cuantas palabras volverían la espera dulce. También justificable.

Y mi celular…

Y su silencio...

3. LAS PREGUNTAS DE ELOÍSA

¿Por qué me has negado el júbilo de la entrevista”…
Eco
… “el consuelo de tus cartas?[9]
Eco.

4. UN MANDARÍN ENAMORADO

En ocasiones, el enamorado predice o avizora, juega a que todo termina en el momento en que él así lo decida. Juega a que no espera. En su interior, y de una manera extraña, sutilmente perversa, está consciente de que ése a quien espera es una más de sus invenciones, un ideal que ha fabricado año tras año, lectura tras lectura, hasta provisionarle un cuerpo y otorgarle una voz. Y juega porque comprende que ese ideal no se corresponde en lo más mínimo con la persona que imagina amar. Por eso, es justo reconocer que el enamorado sabe de los alcances de esta verdad; sabe, pero finge haberlo olvidado.

De tal suerte, el tiempo de la espera en realidad funciona como un capricho de la razón, intento por fabricar el mito de la espera, pues con su lenguaje aleatorio y descompuesto, el enamorado se concede el lujo de intervenir –o de creer intervenir– en un espacio que no le corresponde, en un espacio que sólo le pertenece por instantes.

Finalmente, con su debilidad acuestas e incitado por la pasión, el enamorado se transforma en un dios cruel y vengativo, cuya facultad creativa encuentra sentido y resonancia en su papel de destrucción. El que espera –y sólo él– experimenta la felicidad de la angustia porque gracias a ella ha fraguado una nueva caricia: un mito que lo acerca al infinito. No obstante, habitará en él la voluntad de abrir los ojos y despertar del sueño, de regresar al mundo de lo profano: él también tiene un trabajo y una serie de obligaciones. Él, que se presumía enamorado, ya no lo está. Ahora es un cualquiera (sin sexo y sin vestido) que se levanta de su asiento, que toma su celular de encima de la mesa, que camina y se pierde entre el ruido de la calle.

Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. “Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana”. Pero en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.[10]


NOTAS

[1] BARTHES, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 1982, p. 19.
[2] Ibid, p. 13.
[3] Cartas de Abelardo y Heloísa, Hesperus, Barcelona, 1997, p. 53.
[4] Ibid, p. 97.
[5] Ibid, p. 95.
[6] BARTHES, Roland, op. cit, p. 124.
[7] Ibid, pp. 125-126.
[8] Cartas de Abelardo y Heloísa, p. 99.
[9] Ibid, p. 98.
[10] BARTHES, Roland, op. cit, p. 126.

jueves, 3 de febrero de 2011

Automatismo y extrañamiento en "Le fabuleux destin d'Amélie Poulain"


Verónica Izchel Adame Aguilera


Inhalas, exhalas. Caminas por la calle, ves una película, comes, te rascas la nuca, le coqueteas al vecino. Inhalas, exhalas. Jamás has dejado de respirar, pero no te detienes a pensar que tus pulmones se llenan de aire, de humo de cigarrillo, del olor de la comida al calentarse, de la alcantarilla donde a tu madre se le ocurrió pararse cuando fue a dejarte al teatro.

Inhalas, exhalas…

"Una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas"[1]. Sí, como respirar. Respiras mientras tu vida fluye y ya no le das importancia. Sin embargo, si lees en las páginas de un libro acerca de la respiración, si lo observas en una pantalla o si se presenta alguna enfermedad, quizá te detengas a darle un verdadero lugar en tu vida. Y es esto lo que pretende el arte con el concepto de desautomatización: un alto, una detención. Y son estos los detalles que hacen de la vida de Amélie algo mágico.

Le fabuleux destin d'Amélie Poulain es una película francesa catalogada en el género de comedia romántica. Estrenada en el 2001, su lema es: "Ella cambiará tu vida..." Y en efecto, si conoces a una mujer que desarrolla pequeños placeres como meter la mano en un saco lleno de granos, romper con la cuchara la capa de azúcar caramelizada de una crème brûleé, ver la cara de la gente en la oscuridad del cine, lanzar piedras en el canal de Saint-Martin o tratar de adivinar cuántas personas tienen un orgasmo en un determinado momento, entonces descubres que la vida está llena de tantos detalles que el automatismo es un insulto a la existencia.

"El objeto se encuentra delante nuestro, nosotros lo sabemos, pero ya no lo vemos. Por este motivo no podemos decir nada de él"[2]. Así se lleva a cabo la sucesión de nuestros días, con las cosas y las personas delante de nosotros. Las conocemos, las tratamos, pero no podemos decir nada de ellas. En el filme, una voz en off se encarga de rescatar esos detalles perdidos. La aparición de un personaje incluye una breve mención de su vida y de sus gustos, datos que son prácticamente irrelevantes para la trama pero que ayudan a captar la atención del espectador y desatan la imaginación. "Suzanne, la dueña, cojea un poco, pero nunca derrama nada. Como antigua artista del desnudo, le gustan: los atletas que lloran por desilusión. Le disgusta ver que un hombre sea humillado frente a sus hijos"[3]. Pormenores que te llevan a recordar a tus amigos o a las situaciones vividas. Y si alguien pasa en ese momento cerca de ti, comienzas a preguntarte qué es lo que le hace diferente, ese desconocido deja de ser un cuerpo deambulando para convertirse en una persona, sus acciones adquieren repentinamente un sentido, una consciencia que te saca del abismo, porque "si la vida compleja de tanta gente se desenvuelve inconscientemente, es como si esa vida no hubiese existido"[4].

La primera misión de Amélie comienza con un descubrimiento casual en el baño de su apartamento: un pequeño cofre enterrado por un niño de los años cincuenta donde están los tesoros de su infancia. "El 31 de agosto, a las 4:00 a.m., Amélie tiene una idea espectacular: donde quiera que esté, Amélie encontraría al dueño y le devolvería su tesoro. Si lo conmovía, se convertiría en una vengadora del bien. Si no, pues no"[5]. El pensar adoptar dicha profesión remite a una vida libre de preocupaciones, con el tiempo suficiente para buscar a un desconocido. Una vida poco común, sorprendente. Su búsqueda primera conduce a Amélie a diversos personajes que van adquiriendo peso en la historia, como su vecino, "El hombre de vidrio", quien nace con una enfermedad que hace su esqueleto igual de frágil que el cristal, motivo por el que no ha dejado su apartamento en veinte años. Eventualmente llegará a Nino Quincampoix, el fin último de su búsqueda.

Víctor Shklovski, en "El arte como artificio", hace referencia al procedimiento de singularización en Tolstoi que "consiste en no llamar al objeto por su nombre sino en describirlo como si lo viera por primera vez, y en tratar cada acontecimiento como si ocurriera por primera vez"[6]. La narración de un viaje para un ciego podría recibirse como esa primicia en el conocimiento de las cosas. No dudamos que sepa por dónde camina si el trayecto le es conocido, no dudamos que sepa de las tiendas que va pasando o del lugar donde se encuentre un escalón, pero al ser narrado, ese camino se vuelve un sendero que pisa por primera vez. Y la protagonista de la película se encargará de ello, transforma así un trayecto automatizado en un camino de extrañamiento.

La constante en la película es la peculiaridad con que Amélie ve el mundo, desde su tormentosa niñez hasta el momento en que encuentra el amor en los brazos de un hombre muy parecido a ella. La sucesión de eventos se muestra saturada de descripciones y de argumentación. Los hechos que cambian su vida nos llegan sin economía de lenguaje y presentados de manera llamativa e imposible a veces, mas no inverosímil. La vida de esta dama no está fuera de la realidad, sólo se desenvuelve en la imaginación. Es esto lo que transforma a dicha película en una puerta al extrañamiento, puerta que rompe con la idea cuadrada de una vida común.
Sentarte a ver el filme que ostenta una portada tan sencilla, crea el prejuicio de una historia simple que en realidad no lo es, pues el ir descubriendo una manera distinta de percibir el día a día te llena de una satisfacción inexplicable y natural. Son muchos los detalles que cumplen esta función y lo más conveniente para identificarlos sería vivirlos.

Puedo concluir diciendo que el arte se vuelve artificio cuando inicia la construcción de un más allá, cuando al lector o al espectador se le revela el hecho de que caminar no es poner rítmicamente un pie delante de otro, que algo tan sencillo como un proceso natural de supervivencia (como la respiración) se transforma en el punto de partida para un universo nuevo. El arte te llena el mundo de imágenes cuando resuelves abrir los ojos y restituir un tesoro infantil, cuando decides enamorarte de Amélie y encontrar placeres en las cosas más pequeñas y personales.

Le fabuleux destin d´Amélie Poulain es en concreto una imagen que se desenvuelve en el automatismo de un pasatiempo, porque ¿qué tiene de extraño el sentarse a ver una película? La desautomatización se presenta cuando esa película te llena de tantas y de tan variadas sensaciones que, a su término, buscarás una excusa para salir a redescubrir el mundo. Para convencerte, con el más mínimo suceso, de que tienes una misión en la vida o de que eres el destino de alguien más. La película te inunda de ganas de no volverte a enfrentar a la realidad, y es cuando agradeces que el arte haya acuñado el extrañamiento.

NOTAS

[1] SHKLOVSKI, Víctor, “El arte como artificio”. En ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, Textos de teorías y crítica literarias. Del formalismo a los estudios postcoloniales, UAM-Iztapalapa, Universidad de La Habana, México, 2003, p.32.
[2] Ibid, p. 34.
[3] JEUNET, Jean-Pierre, Le fabuleux destin d´Amélie Poulain, Francia, 2001.
[4] Nota del diario de Tolstoi, 28 de febrero de 1897. En ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, op. cit., p. 33.
[5] JEUNET, Jean-Pierre, op. cit.
[6] ARAÚJO, Nara y DELGADO, Teresa, op. cit., p. 34.


martes, 14 de diciembre de 2010

Las conexiones entre teoría, crítica e historia literaria


Carmen Fernández Galán


La teoría literaria como tal recibe su denominación en siglo XX, cuando los formalistas rusos se plantearon hacer una ciencia de la literatura, olvidando, desde la autonomía y el inmanentismo, que la reflexión sobre la literatura parte de las primeras poéticas, posteriormente preceptivas, delimitaron el canon literario de Occidente. Las transformaciones de la teoría literaria del siglo XX corresponden a los cambios de paradigma en las ciencias humanas.

Si en el siglo XIX los estudios de la literatura se centraban en la psicología y en la historia, es decir, en el autor y en su contexto, en el siglo XX, a partir del estructuralismo se da centralidad al texto, después la semiótica y la hermenéutica se concentran en el circuito de comunicación literaria haciendo énfasis, una en el texto y sus códigos, otra en la interpretación o recepción, es decir, en el lector; del mismo modo la pragmática literaria hace énfasis en las condiciones de uso y la formas de transmisión de los textos literarios donde el ruido es información, transducción.

El estudio científico de la literatura transformó la visión y práctica de la crítica literaria, que si bien recibe influjo de las teorías del lenguaje, muchas veces se concibe como separada de la discusión teórica en sus fundamentos y más allá todavía de la historia literaria. Es fundamental replantear los criterios de discusión sobre la historia literaria y la valoración de las obras a partir de sus coordenadas, ideológicas que incluyen las herramientas de la teoría literaria.

En México la crítica literaria se realiza esencialmente por los mismos escritores y por los periodistas que son los que garantizan la circulación y pervivencia del sistema literario. Paralelamente, y en los espacios académicos, a veces se tiende a olvidar las conexiones entre crítica y poder. Los ámbitos universitarios reciben el influjo de las teorías y terminologías de otros países, de modo que son contados los autores mexicanos que se concentran en la labor teórica, y existen numerosas antologías o traducciones de teoría literaria de autores norteamericanos y franceses, principalmente.

Dentro de las aulas y los trabajos de tesistas podemos observar los cambios de paradigmas, ya que los alumnos elaboran sus trabajos académicos a partir de las herramientas que esta teoría literaria otorga. Sin embargo, existe una desconexión entre el análisis de la obra literaria y las conclusiones que deberían derivar en juicios sobre el lugar que ocupan dichas obras en el sistema literario. El riesgo de la especialización es ése: se estudia de modo minucioso y sistemático, pero se tiende a olvidar los factores contextuales de la recepción literaria que son los que otorgan estatus dentro del canon. La literatura comparada resulta por tanto una vertiente de los estudios literarios que no olvida la importancia de debatir sobre la selección del canon, entre comillas, universal, de las obras literarias y su destino en tiempo y en las naciones.

En el descuido de la historia que las teorías literarias del siglo XX acentuaron, la literatura pierde sus coordenadas y se transforma en discurso vacío desencarnado de sus circunstancias. Las conexiones entre historia y literatura deben de replantearse desde su función en el sistema cultural como constructoras y legitimadoras de imaginarios colectivos. Como lo han demostrado Hyden White, en su metahistoria, y Paul Ricoeur, en Relato, historia y ficción, la Historia está ordenada en tramas que dirigen el sentido y por lo tanto sólo se distingue de la Literatura por su pretensión referencial. La Literatura también tiene su propia historia “universal” por lo que es necesaria una revisión de la historiografía literaria que atienda la constitución del canon y su relación con las regiones, los géneros y convenciones de la ficción y, en especial, la relación entre crítica literaria y teorías del lenguaje.

Por lo tanto la confluencia entre historiografía y literatura debe analizarse en varios niveles: categorías de organización cronológica, intentos de reescritura, articulación entre crítica e historia y, lógicamente, concepto o “ideal” de literatura.

En lo que corresponde a la cronología, se ha intentado reorganizar la historia literaria desde tres perspectivas: la sociológica, los enfoques semio-pragmáticos y los multidisciplinares. La perspectiva sociológica abarca a) los enfoques marxistas como las teorías de la novela o del teatro de Luckacs y Bretch) o de otros géneros menores como ciencia ficción (Suvin), b) los modelos sociológicos que relacionan la norma estética y la morfología social (Mukarovsky);[1] las nociones de campo y habitus de Bourdieu para caracterizar el sistema literario;[2] c) lo visión marxista de la historia como continuidades y rupturas; d) la macrosociología (historia cultural) de Darnton que describe los procesos de difusión y producción del libro para revalorar tipos textuales no consideraros literatura;[3] e) y los Cultural Studies o estudios culturales que se ocupan de la recepción como consumo en todas las clases sociales.

En los enfoques semiótico-pragmáticos habría que incluir la teoría de actos de habla de Austin y Searle y la ciencia del texto de Van Dijk, como base de reclasificación de las convenciones de la ficción como acto de habla; la retórica del Grupo m que ha sido empleada para caracterizar los movimientos literarios sintetizando estructuralismo y teoría de la recepción;[4] la categoría de cronotopos de Bajtín como noción ampliada de la intertextualidad referida a tiempos y espacios dialogando;[5] las estéticas de la recepción que desafían la posibilidad de la historia literaria al poner énfasis en el lector y la modificación de los horizontes de expectativas.[6]

Los enfoques multidisciplinares abarcan categorías tomadas de la filosofía o de otras artes como la oposición clásico-barroco, apolíneo-dionisiaco,[7] barroco, minimalismo; o de la mitocrítica de Duraind que sostiene se puede hablar de obra saturnal, prometeica, dionisiaca, hermética y hasta de periodos o épocas presididas por los mismos dioses.[8]

Estas formas de reorganización apuntan a una idea de la literatura acorde al nuevo escenario de democratización de los saberes y masificación del conocimiento. La literatura y la crítica dejan de ser un asunto de élite. Los lectores se transforman en la medida que el acceso a las fuentes escritas cambia. El crítico debe contemplar las transformaciones del lector: el oyente, el dogmático, el estudiante, el lector de fin de semana, el crítico que rumia la obra, el filólogo que debe traducir y fija el texto,[9] el lector que viaja en la galaxia Gutemberg. Sin embargo, la mayoría de los enfoques teóricos en literatura están construidos desde otras prácticas de lectura que dieron poca cabida a los géneros menores y a los vasos comunicantes entre cultura de élite y cultura popular.

Gracias a las teorías del lenguaje que postulan la pluralidad del texto (como el postestructuralismo), o que borran sus límites (como la intertextualidad), la noción de literatura se redefine constantemente. El estallido del objeto es también el estallido de los métodos [10] y ahora en vez de historias de la literatura, es preferible escribir historias de la crítica, es decir, la historia de la literatura se ha vuelvo la historia de sus lectores.

En el caso de México, la historia literaria regularmente se trazaba a partir del siglo XIX, y en rechazo al pasado colonial se desdeñaba o ignoraba la producción literaria de ese periodo por no ser considerada como original y ni siquiera como literatura, ya que mucha de esta producción abarcaba géneros lejanos a la convención de lo literario, y sólo recientemente se ha emprendido la tarea de completar la historia literaria nacional para incluir la tradición sermonaria, la literatura oral y las literaturas perseguidas por la censura inquisitorial, entre otros.

Es necesario un balance del estado de la cuestión del circuito de consumo cultural a partir de los lectores y usos de los textos, desde la crítica erudita y el ejercicio académico, hasta las lecturas disidentes y no oficiales.

NOTAS

[1] Propuesta de Mukarovsky que intenta llevar el formalismo ruso hacia la historia.
[2] Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Anagrama, Barcelona, 2002.
[3] Robert Darnton, El coloquio de los lectores, FCE, México, 2003, p. 49.
[4] Misal Szegedy-Maszák, “El texto como estructura y construcción”, en: Marc Angenot, Jean Bessière, et al., Teoría literaria, Siglo XXI, México, 1993.
[5] Una de las últimas formulaciones de Mijail Bajtín asociadas al dialogismo. Veáse: David Viñas Piquer, Historia de la crítica literaria, Ariel, Barcelona, 2002, p. 469.
[6] La Escuela de Constanza es una teoría fenomenológica-hemenéutica que hace énfasis en la estructura apelativa de los textos en los que el lector completa las zonas de indeterminación. Véase Dietrich Rall (comp.), En busca del texto. Teoría de la recepción literaria, UNAM, México, 1993.
[7] Véase Jean-Michel Gliksohn, “Literatura y artes”, en: Pierre Brunel e Yves Chevrel (dir.), Compendio de literatura comparada, Siglo XXI, México, 1994.
[8] Cfr. A. Ortiz-Osés y P. Lanceros (dirs.), Diccionario de Hermenéutica. Una obra interdisciplinaria para las ciencias humanas, Universidad de Deusto, Bilbao, 2001.
[9] Cfr. Harald Weinnch, “Para una historia literaria del lector”, en: Dietrich Rall, En busca del texto. Teoría de la recepción literaria, op. cit.
[10] Régine Robin, “Extensión e incertidumbre de la noción de literatura”, en: Marc Angenot, Jean Bessière, et al., op. cit., p. 54.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

Poética y paradoja, delirio y método


Gonzalo Lizardo


Dioniso habla la lengua de Apolo, pero

Apolo habla finalmente la lengua de Dioniso,
y de este modo es alcanzado el fin supremo
de la tragedia y del arte.

Friedrich Nietzsche [1]



En su ensayo sobre El cementerio marino, Paul Valéry nos cuenta cómo fue invitado a la Sorbona, alrededor de 1930, para presenciar la cátedra que el profesor Gustav Cohen impartiría sobre dicho poema. A raíz de esa experiencia, precisamente, decidió el poeta escribir dicho ensayo («Sobre El cementerio marino») para explicarnos su extrañeza, la desazón de percibir que su presencia «se hallaba extrañamente dividida entre varias maneras de estar ahí»:[2] como persona, como autor, como estudiante, como Sombra. Gracias al profesor Cohen —su experto lector— Valéry comprobó que coexistían dos «poemas» en el mismo texto. Para su autor, el poema es siempre una escritura, un proceso inconcluso y en marcha que sólo se interrumpe por accidente, cuando se publica el poema y los lectores lo perciben como «otro»: como un texto íntegro e inmóvil que puede analizarse como un hecho ya consumado.

Para complementar la exégesis que su crítico elaboró desde el exterior del texto, el autor de El cementerio marino se propuso exhibir, desde su interior, los mecanismos de una escritura que quería crearlo todo a partir la nada:

El mito de la «creación» nos seduce para querer hacer algo de nada. Sueño entonces que encuentro progresivamente mi obra a partir de puras condiciones de forma, cada vez más reflexionadas, cada vez más precisadas, hasta el punto de proponer o imponer casi… un tema, o al menos una familia de temas.[3]

Animado por esta premisa, el autor decidió concebir El cementerio marino a partir de una forma rítmica vacía: el verso decasílabo, que se cultivaba muy poco en aquel entonces si lo comparábamos con el alejandrino de doce sílabas. Para darle brillo a este verso semiolvidado por sus colegas, Valéry decide usar la estrofa de seis versos e introducir una serie de «contrastes o correspondencias» que serían posibles sólo si el poema «fuese un monólogo del “yo”, en el que los temas más sencillos y constantes de mi vida afectiva tal como fueron impuestos a mi adolescencia, y asociados con el mar y la luz de un determinado lugar a orillas del Mediterráneo, fuesen recordados, tramados, contrapuestos».[4] Una vez delimitadas estas y otras condiciones experimentales, El cementerio marino estaba ya concebido por entero y al poeta sólo le restaba el largo, inacabable proceso de redactarlo y corregirlo y volverlo a redactar y a corregir.

En este punto, se evidencia la distancia que existe entre su poética y la del joven Goethe —quien consideraba cualquier enmienda al texto como un sacrilegio contra la emoción primera del poeta—, así como su clara afinidad con «La filosofía de la composición» que desarrolló Edgar Allan Poe. Luego de asegurarnos que en la historia literaria hacía falta «un artículo escrito por un autor que quisiera […] detallar, paso a paso, los procesos por los que cualquiera de sus composiciones alcanzó su último punto de cumplimiento»,[5] Poe nos transcribe la aventura de su escritura para demostrarnos que no había permitido la menor intervención del azar durante la composición de su poema El cuervo, ya que «procedí en mi trabajo, paso a paso hacia su terminación, con la precisión y rigurosa consecuencia de un problema matemático».[6]

La comparación es muy didáctica. A semejanza del poeta francés, el norteamericano comienza delimitando las condiciones formales de su experimento: el poema ha de tener cierta extensión —alrededor de cien versos—, de tal manera que pueda ser leída en una sentada, induciendo una «unidad de impresión» en el lector. Cuando describe el efecto preciso que busca inducir en el lector, Poe tampoco vacila: «el placer que es a la vez el más intenso, el más elevado, el más puro, se encuentra, creo, en la contemplación de lo bello».[7] Y, tras elegir a la Belleza como la «provincia» de su poema, Poe deduce que un tono de «tristeza» será el más adecuado para conquistar su objetivo. De ahí procede a elegir, mediante premisas fonéticas, un estribillo que cierre cada una de sus estrofas:

Para que el cierre tenga fuerza debe ser sonoro y susceptible de énfasis prolongado, y estas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga como la vocal más sonora en conexión con la r como la más producible de las consonantes […] En tal búsqueda hubiera sido imposible pasar por alto la palabra «Nevermore».[8]

Los siguientes pasos del proceso escritural se deducen, según él, mediante una lógica implacable: concebir a un ser irracional y de mal agüero que repita obsesivamente la palabra «Nevermore» (el cuervo), delimitar el más melancólico de los temas posibles (la muerte de una mujer bella y amada), el cual será descrito por un narrador adecuado (el amante que llora dicha muerte). Una vez determinadas estas variables, Poe se anima a escribir la estrofa final para establecer el clímax y «fijar definitivamente el ritmo, el metro y la longitud y arreglo general de la estrofa, así como graduar las estrofas precedentes para que ninguna sobrepasara a ésta en efecto rítmico».[9] Desde ese instante, El cuervo estaba ya concebido por entero y al poeta sólo le restaba el largo, inacabable proceso de redactarlo y corregirlo y volverlo a redactar y a corregir.

Diseñado por el «romántico» Poe, este método generó una doctrina «clásica» de la inspiración poética que se opone «a la doctrina romántica de la inspiración que los clásicos profesaron»,[10] como bien ironiza Borges. En un ensayo sobre Flaubert, el autor argentino nos recuerda que, para los griegos, el poeta era una especie de caracol, un hueco cuya función consistía en amplificar las revelaciones de dioses sin apartarse del canon establecido por los poemas heroicos de Homero. John Milton, por el contrario, consideraba que el poeta, si deseaba crear una obra meritoria, debería educarse él mismo hasta volverse un poema, «es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores».[11] Más radical aún, Flaubert sostuvo que el talento no era un don, sino una larga disciplina, y cultivó con voluntad ejemplar esa disciplina hasta convertirse en «el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir».[12]

Esta perspectiva histórica que Borges nos traza parece indicarnos que los poetas han transitado desde una fe absoluta en el Delirio poético —el cual, inducido por los dioses, anula tanto la voluntad como la mediocridad del sujeto— hasta una confianza también absoluta en el Método poético —el cual, regido por la razón y la voluntad, anularía la necesidad del auxilio divino. Durante el trayecto de la Odisea al Ulises, los poetas habrían dejado de ser unos individuos poseídos fatalmente por los dioses, para volverse unos sujetos metódicos que se construían libremente a sí mismos. De acuerdo con la evidencia, este paradigma alcanzó su culminación a principios del siglo XX: antes de que brotaran las vanguardias históricas y el surrealismo proclamara que la inspiración debería buscarse, no en las musas ni en la voluntad, sino en el «automatismo psíquico»: en ese delirante método que captaba lo real «en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral».[13]

Es de esperarse que ambos paradigmas sean inalcanzables en su forma pura. El poeta no puede confiar del todo en la disciplina ni abandonarse por completo a la inspiración sin caer en la infertilidad o en la autocomplacencia. En los casos de Valéry y de Poe se evidencia que sus premisas y métodos no son tan racionales y premeditados como ambos pretenden. El primero, por ejemplo, afirma que se le ocurrió reanimar sus versos ordenándolos en «una estrofa de seis versos»,[14] pero jamás nos explica por qué esta estrofa —y no otra— puede renovar los decasílabos, como tampoco demuestra por qué era preciso que cada verso «fuera denso e intensamente rimado».[15] Lo mismo sucede con Poe, quien jamás argumenta porqué la Belleza «invariablemente mueve a las lágrimas al alma sensitiva»,[16] ni por qué la muerte de una mujer bella «es incuestionablemente, el tema más poético del mundo».[17] Muy sospechosa resulta la manera en que concibe su estribillo: una vez que ha determinado su sonoridad ideal, la primera palabra que se le ocurre es la palabra «Nevermore» y de manera completamente ilógica —irracional, surrealista— la acepta como tal, sin inquirir otras posibles alternativas, sin consultar un diccionario, sin meditarlo siquiera.

En conclusión, ambos poetas quieren que aceptemos sus irracionales e inconscientes intuiciones como si fueran proposiciones razonadas y conscientes. Esta paradoja, lejos de refutarlas, fortifica sus teorías. Si aceptamos que El cementerio marino y El cuervo jamás intentaron expresar la verdad sobre el mundo (o sobre la poesía) sino producir un efecto sobre el lector, podemos sospechar entonces que «Sobre El cementerio marino» y «La Filosofía de la Composición» buscaban lo mismo: más que hablarnos sobre sus respectivos poemas, estos ensayos sólo quisieron inducir en nosotros, sus lectores, la emoción suprema a la que aspira el arte: invistiendo al Delirio con el prestigio del Método y hurtando para el Método los poderes del Delirio, Valéry y Poe sólo intentaban que Apolo y Dionisos nos hablaran con la misma lengua.


NOTAS

[1] NIETZSCHE, Friedrich, El origen de la tragedia, Espasa-Calpe, 16ª edición, México 1995, p. 129.
[2] VALÉRY, Paul, El cementerio marino, Alianza Editorial, Madrid 1967, p.13.
[3] Íbidem, p. 25.
[4] Íbidem, pp. 23-24.
[5] POE, Edgar Allan, El cuervo. Seguido de La Filosofía de la Composición, Colegio Nacional/ El Tucán de Virginia, México 1998, p. 55.
[6] Íbidem, pp. 55-57.
[7] Íbidem, pp. 59.
[8] Íbidem, p. 63.
[9] Íbidem, p. 67.
[10] BORGES, Jorge Luis, Discusión, Emecé Editores, Buenos Aires 1957, p. 146.
[11] Íbidem, p. 147.
[12] Íbidem, p. 145.
[13] BRETÓN, André, Antología (1913-1966), Siglo XXI, 4ª edición, México 1979, p. 49.
[14] VÁLERY, Paul, Op. Cit., p. 23.
[15] Íbidem, p. 24.
[16] POE, Edgar Allan, Op. Cit., p. 61.
[17] Íbidem, p. 63.