Maritza M. Buendía
–¿Qué
puede ser, entonces, Eros? –pregunté yo–. ¿Un mortal? (…)
–Igual
que en los casos anteriores –contestó–, algo intermedio entre mortal e
inmortal.
–¿Qué,
Diótima?
–Un
gran demon, Sócrates. Pues también todo lo demónico es algo intermedio entre lo
divino y lo mortal.
–¿Y
qué poder tiene? –dije yo–.
–El de interpretar y
transmitir a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las cosas de
los dioses…
Sócrates[1]
I
La novia tiembla. Vestida de blanco, no sabe
hacer otra cosa. Fue educada justamente para eso: para temblar, para llenarse
de sobresaltos y de calenturas, para sonrojarse y bajar la mirada, para
apartarse del bullicio y de la risa. Su alma es débil, su cuerpo es mucho más débil
aún. Sí, su pobre cuerpo: delgado, desaliñado, torpe, más que pálido el tono de
su piel es casi transparente. Ella es la más pequeña de tres hermanas, la que
se dedicó a cuidar de su único hermano varón a la muerte de la madre. Ella –a diferencia de sus hermanas– está resignada a no contraer matrimonio y a terminar sus
días en un convento.
No, la novia no puede presumir de fortaleza física
como su hermana Rita: sus ojos carecen de brillo y picardía, padece incluso de
un ligero estrabismo, su cabello es opaco, sus caderas no son anchas ni
apetecibles. Es por demás evidente: los hombres no detienen la vista en ninguna
parte de su cuerpo, mucho menos en su cadera. En consecuencia, puede asegurarse
que no está lista para ser fecundada.
La
novia es tan frágil que para cuando nazca su niña, a pesar de sus súplicas y
peticiones, se le negará el derecho de criarla: los médicos saben que eso sería
un golpe certero y definitivo para su salud. En cambio –eso sí– la recién
nacida recibirá la envidiada leche del seno de una mujer casi vaca: una mujer
de campo, recia y corpulenta, de quien, literalmente, se renta el servicio de
su cuerpo. “Una muchachona de color de tierra, un castillo de carne: el tipo clásico
de la vaca humana”.[2]
¿Cómo es posible entonces que la novia se encuentre
ahora en semejante situación: en espera de esa primera noche de bodas donde la
señorita Marcelina, la querida Nucha, pasará a ser la señora de Moscoso? ¿Cómo
es posible si su hermana Rita la sobrepasa en hermosura y coquetería? Más aún, ¿cómo
es posible que en semejante contexto aparezca el dios-niño: el de cabello y de
alas doradas, el demasiado irresponsable como para pertenecer a las doce
deidades de la familia olímpica, el que –travieso e impulsivo– lanza sus flechas
sin ningún respeto por la edad o las clases sociales? ¿Qué nos quiere decir su
presencia?
En un primer nivel, parece que la respuesta es
simple: “La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a
perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo”.[3] Limpia como
un espejo: tímida y sumisa, religiosa. Ya se sabe: la religiosidad suele unirse
al bien y a la bondad, a los valores positivos. No obstante, en un segundo
nivel y en unas cuantas líneas (que, por supuesto, no constituyen el grueso de
la novela), se asiste –sin compasión ni
disfraces, sin alternativas– al rito del sacrificio
femenino: la ceremonia matrimonial, traspasada toda
ella por el mito del erotismo.
II
La novia tiembla. En el interior de la recámara se
encuentra un tocador. Encima de él, arden dos velas en sus candeleros. No
existe otra luz más que el de esas velas. La analogía es inmediata y sincera:
la alcoba asemeja un templo donde se llevará a cabo una ceremonia. La novia,
como callada víctima, se arrodilla en ese cuarto al igual que lo hizo en la
iglesia. Hace apenas dos horas se llevó a cabo su matrimonio. Hace apenas unos
segundos –con labios secos y afiebrados– la novia besó la mano del padre Julián
para despedirse y entonces quedó sola en ese cuarto. “Temblaba como la hoja en
el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el
escalofrío de la ‘muerte chiquita’, no por miedo razonado y consciente, sino
por cierto pavor indefinible y sagrado”.[4]
La novia está consciente de su próximo sacrificio.
Instintivamente, sabe que experimentará una manera de morir.
Gracias a la indiscreta presencia de ese cándido
demon, ese “(…) ser divino no supremo, al que habitualmente se atribuye la
función de mediación”,[5] se restituye –una vez más– el viejo conflicto entre
dioses y mortales: el terreno del lenguaje y de la comunicación que está vedado
para unos, y la zona del más absoluto silencio que está negado para los otros.
“La palabra interpretación”, explica Gloria Prado, “hace
referencia a la finitud del ser humano y a la infinitud del conocimiento humano”.[6]
Bajo este contexto, decir interpretación es remitirnos a Eros, como si fueran
sinónimos: Eros e interpretación funcionan como intermediarios entre dioses y
mortales, entre la pequeñez del hombre y la profusión de su conocimiento. No
obstante, no se debe olvidar que “la hermenéutica de un mito ya no es un mito,
sino su logos. El mito es exactamente el horizonte contra el cual toda hermenéutica
es posible”.[7] Mito y hermenéutica como líneas paralelas que mutuamente se
necesitan, pero que nunca llegan a tocarse. Eros e interpretación también como
antónimos.
III
La novia tiembla. Observa las sábanas de la cama: más
que blancas son blanquísimas, llenas de almidón, de randas y de encajes. Luego,
alcanza a distinguir entre las sombras, por encima de la cama y la cabecera, un
antiguo Cristo de ébano y de marfil. A su alrededor, como enmarcando al Cristo
en un altar doméstico, unas cortinas de damasco rojo con franjas de oro. El
verdugo no tarda en aparecer.
Afuera de ese cuarto se gesta la historia:
Marcelina llegará a vivir a la casa de su esposo, Pedro Moscoso. Pero él, ya
desde antes, era amante de su sirvienta Sabel, con quien tiene un hijo varón,
de nombre Perucho. Primitivo, padre de Sabel, es uno de los trabajadores de
Moscoso que se encarga de estafarlo y de robarle dinero. El padre Julián acompañará
a Marcelina en su sufrimiento. Será él, quien diez años después de la muerte de
Marcelina, regresará a los pazos para constatar de un sorpresivo golpe
(episodio cruel que constituye el magnífico cierre de la novela) la temible
inversión de papeles: “Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de
hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con
un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que pudiera
decirse que iba descalza”.[8]
Pero, por el momento, el afuera no importa. Lo que
importa es el adentro: las acciones que se desarrollan al interior de un
cuarto. Pues si la zona del más absoluto silencio está clausurada para el
hombre, ¿qué camino le queda ante la tentación y el escalofrío, ante el pavor
indefinible y sagrado que prueba la novia en su noche de bodas?
La solución que avizora Emilia Pardo Bazán es la
fragua de una nueva analogía: imitar, como mortales –con todas nuestras
limitaciones– el mutismo de los dioses. En consecuencia, la escena donde la
novia tiembla y aguarda su próxima “muerte chiquita” concluye con uno de los más
sutiles recursos del erotismo: la elipsis, lo que de ninguna manera puede
apalabrarse.
Los labios de la novia “murmuraban el
consuetudinario rezo nocturno: ‘Un padrenuestro por el alma de mamá…’ Oyéronse
en el corredor pisadas recias, crujir de botas flamantes, y la puerta se abrió”.[9]
Y, cuando la puerta se abre, el capítulo termina, las palabras se resguardan.
En definitiva: Los pazos de Ulloa no es una novela
amor. Eso no impide que Eros se manifieste en el esplendor de una de sus
mejores dimensiones: en la elipsis, como demon, en su silencio.
NOTAS
[1] Ortiz-Osés,
A. y Lanceros, P., Claves de Hermenéutica. Para la filosofía,
la cultura y la sociedad, Universidad de Deusto, Bilbao, 2005.
[2] Pardo Bazán, Emilia, Los pazos de Ulloa, Porrúa, Sepan cuántos, México, 1991, p. 85.
[2] Pardo Bazán, Emilia, Los pazos de Ulloa, Porrúa, Sepan cuántos, México, 1991, p. 85.
[3] Ibid,
p. 51.
[4] Ibid, p. 58.
[5] Abbagnano, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, México, 2004, p. 274.
[6] Prado, Gloria, Creación, recepción y efecto. Una aproximación hermenéutica a la obra literaria, Diana, México, 1992, p. 24.
[7] Panikkar, Raimon, Mito, fe y hermenéutica, Herder, Barcelona, 2007, p. 29.
[8] Pardo Bazán, Emilia, op. cit., p. 158.
[9] Ibid, p. 59.
[4] Ibid, p. 58.
[5] Abbagnano, Nicola, Diccionario de Filosofía, FCE, México, 2004, p. 274.
[6] Prado, Gloria, Creación, recepción y efecto. Una aproximación hermenéutica a la obra literaria, Diana, México, 1992, p. 24.
[7] Panikkar, Raimon, Mito, fe y hermenéutica, Herder, Barcelona, 2007, p. 29.
[8] Pardo Bazán, Emilia, op. cit., p. 158.
[9] Ibid, p. 59.
No hay comentarios:
Publicar un comentario